Hasta la noche
Teresa
Rubira Lorén
La casa era demasiado grande.
Una edificación posterior había envuelto y oprimido el corazón original
disimulando su antigüedad.
Como cada año, la familia
se había reunido en ella para celebrar los acontecimientos de rigor.
Luces, bullicio, comida, charlas-recordatorio...
En el exterior, el único
contorno visible, era la noche.
Durante la cena, el vino
se hizo escaso y ella, gentilmente, bajó las 11 escaleras que separaban
las estancias centrales del patio y las bodegas. Encendió la luz pero
el tubo fluorescente parpadeó unos instantes, los suficientes como
para notar de nuevo aquella sensación. Nunca llegó a ver en realidad
la procedencia de los enormes ojos que creía tener de observadores
y sin embargo sentía cómo todo su ser se desnudaba ante aquella mirada
penetrante.
El acostumbrado escalofrío
la recorrió de arriba a bajo y se apresuró con la botella llena para
volver con los demás. En ese momento la luz estaba plena, pero ya
no la necesitaba y la apagó.
Subió las escaleras con
un fingido aplomo para disimular el terror que la invadía y respiró
cuando sus pies alcanzaron el último peldaño.
La compañía de los suyos
le devolvió la tranquilidad momentáneamente pero, en un acto reflejo,
bajó las persianas a modo de barrera y se refugió dentro con los otros.
No pudo dejar de pensar en ese silencio vigilante y oscuro y el temor
la invadió de nuevo cuando propusieron la idea de ir a dormir.
Su habitación era pequeña,
situada en pleno centro del edificio. Cerró la puerta y comenzó a
desnudarse pero, de pronto, como si alguien la hubiera sorprendido,
se abrochó de nuevo los botones con precipitación. Buscó la cama y
una vez dentro, colocó las sábanas a la altura de los ojos protegiéndose
con ellas; sacó la mano y apagó la luz, pero continuó tensa.
Fuera, el silencio arañaba
las paredes. Se sintió cansada, muy cansada, pero no quería ceder
al sueño y los párpados comenzaron a pesarle más allá de lo soportable.
Sabía que año tras año volvía
al mismo lugar, no sólo porque la convocaban, sino también buscando
respuesta a sus muchos temores. ¿Qué o quién le producía tal desasosiego?
¿Qué o quiénes vigilaban desde el exterior sus movimientos? ¿Quién
la llamaba desde ese silencio frío y asfixiante? ¿Se quejarían acaso
los espíritus de la familia? ¿Protestarían por aquellas paredes nuevas
que ahogaron sus tradiciones? ¿Qué querían decirle? ¿O quizá sólo
eran miedos no dominados que arrastraba desde niña?
Cuando ya parecía tener
controlados los temblores, un olor familiar invadió la habitación.
No quería respirarlo, no quería recibirlo, pero ya era tarde. Sabía
que ese olor era el del candil recién apagado con los dedos, y comenzó
a sudar como tantas otras veces. Pensó en hacerlo, pero de nada le
serviría gritar. Sabía muy bien que sólo conseguiría despertar las
iras de los otros que, lejos de acceder a que se levantara para buscarlos,
comenzarían, como siempre, a censurar estas rarezas y a burlarse de
su poca madurez.
Comenzó a llorar en silencio
y desesperada, ante tanta impotencia.
En tal estado ya no podía
pensar y mucho menos dormir. Era como si en su interior también hubiera
anochecido, pero esta vez, desde mucho antes de venir a la casa. Juró
buscar una solución.
Y... ¿Cuál sería el camino
para encontrarla? ¿Cómo podría conciliarse con aquellas fuerzas que
la cercaban? ¿Qué lenguaje debía emplear para comunicarse con ellos?
Se levantó sudorosa. Buscó
la puerta, paseando las manos por las paredes encaladas y abrió el
pestillo con suavidad. Bajó las 11 escaleras, cruzó el patio, cogió
el largo cuchillo de cortar el jamón, que descansaba sobre la mesa
de la bodega, y salió a la calle.
No sentía frío, ni calor.
Se deslizó por la senda
abriéndose camino por la espesura de la noche y, al cabo de mucho
tiempo, descubrió su figura.
Era tan alto que resultaba
imposible hablar con él cara a cara, así que se acercó y trató de
abrazarlo.
Siempre le habían dicho
los del pueblo que este espectro vivía allí desde siempre. Que, mientras
las generaciones transcurrían veloces, él seguía erguido y majestuoso
contemplando las escenas de la vida, como dueño del tiempo, de las
almas y de los secretos que ellas le confiaban para hacerlos eternos.
Tanteó aquella especie de
cuerpo y determinó la parte que le parecía más vulnerable para clavar
el largo cuchillo, pero, cuando su mano se alzó, sintió un abrazo
frío rodeándole todo el cuerpo. Presa de pánico y sin fuerzas, se
dejó hacer. De pronto, un roce suave en el cuello como una delicada
caricia, precedió al dolor insoportable del mordisco. Notó el estallido
de las venas, mientras la sangre bajaba pecho abajo sin control. Allí
mismo, se desmayó.
Tras una noche de siglos,
a la mañana siguiente alguien llamó con insistencia a la puerta del
dormitorio. La esperaban para el desayuno.
Se encontraba rara, pálida
y desorientada. Al acercarse al espejo, buscó en la piel alguna marca
que le confirmara sus sospechas, pero no encontró nada. Sin embargo,
sobre la mesita de noche, un sobre negro la esperaba. Contenía una
nota escrita con sangre: «Hasta la noche».
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teresarubira[at]ono.com
ILUSTRACIÓN
RELATO:
The phase of Moon, By 阿爾特斯 (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)
or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)], via Wikimedia Commons.
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