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La cara oscura de la Luna
Rafael Borrás Aviño

Un misterio. O una pesadilla. O las dos cosas juntas. Pero, por encima de todo, una imagen que la primera vez descendió de la cabeza al corazón con la delicadeza de una piedra; y después creyó que iba a desmayarse. Ahora, transcurridos más de tres meses, continuaba aturdiéndose ante esa visión tan previsible como cruel. Y seguía sin poder imaginar, por más que se esforzaba, de quien podría tratarse.

Sucedía cada sábado, sin fallar nunca desde que él murió, cuando dejaba todo para acercarse hasta el camposanto con un ramo de claveles blancos. Y, cada sábado, desde la primera semana tras el entierro, distinguía ya desde lejos al enfilar el pasillo que conducía al sepulcro, un puñado de flores silvestres sobre la losa que lo cubría. Flores que eran distintas de cada visita a la siguiente y que siempre aparecían no del todo marchitas todavía. Consideraba ese ramo como la materialización de un testimonio de amor que se le antojaba bastardo, inaceptable, incongruente y hasta un punto canallesco, si se atrevía incluso a perpetuarse insolentemente después de la muerte. Casi como una ofensa a su pasado reciente, una declaración de cariño que clamaba desafiante sobre la fosa que albergaba los restos del hombre que acababa de abandonarle para siempre, al que había idolatrado y con el que había compartido veinte años irrepetibles de su vida.

Ya de muy jóvenes habían sido inseparables. Eran del mismo barrio y muy pronto nació en ambos un sentimiento compartido e imparable. Realmente fue lo único que les unía. Todo lo demás les separaba ya que, para empezar, pertenecían a muy diferentes estratos sociales. Los padres de Roberto no pasaban de ser asalariados del montón y, en cambio, los suyos disfrutaban de una holgadísima posición económica construida sobre un entramado de prósperas empresas hoteleras. De un linaje obsesivamente conservador y clasista, tuvo que pasar mucho tiempo hasta que sus padres consintieran su relación. En un principio se mostraron muy reacios a aceptar para los dos un futuro común, considerándolo socialmente impresentable y de incierto éxito.

Pero como sólo veía la existencia a través de él, se mantuvo inamovible en sus intenciones manteniendo su derecho a elegir libremente a quien querer, incluso tras las amenazas de quedar fuera de la herencia familiar. Porque, ¿qué importa lo correcto frente a lo que se desea? Ante su terquedad terminaron finalmente por admitir a su querido Roberto en la familia. Así pues, todos los futuros días de su vida los alumbraría él, porque había descubierto que la vida solamente tenía sentido si podía estar en sus brazos cada noche.

Y, ciertamente, luego se demostró que ellos dos tenían razón. Su relación fue perfecta, toda armonía y placidez. Trabajaban juntos en los hoteles, viajaron por todo el mundo y, ante la ausencia de hijos, volcaron recíprocamente todo su cariño.

Así fue hasta que un estúpido accidente de tráfico se llevó a su hombre a la tumba.

Ahora no encontraba en su vida más que amargura y resquemores. Pero aún con ello, y sobreponiéndose a una visión que sabía ingrata, no dejaba ningún sábado de llevar el regalo a ese amante que descansaba por toda la eternidad bajo una losa de mármol blanco. Encontraba en ese ritual una manera de agradecer todo el bienestar que aquel ser, cuyo recuerdo llevaba tatuado en el alma, le había regalado.

Aunque Roberto había sido uno de esos tipos de valla publicitaria, un hombretón encantador e irresistible, bien construido, tallado de una sola pieza y doctorado en simpatía de calle, con mucha labia añadida a la hora de conectar con el prójimo y una capacidad casi irracional para disfrutar de la vida, rechazaba de plano la idea de que durante todos los años de convivencia no le hubiera pertenecido en cuerpo y espíritu. Exclusivamente.

Decidió ahogar sus sospechas buscando una información contrastada. Como todos los familiares próximos de Roberto habían muerto hacía tiempo, comenzó sus pesquisas interrogando discretamente a los empleados del cementerio. Y resultó que ninguno se había fijado, que era mucha la gente que entraba todos los días y que allí cada cual andaba a lo suyo. Después escudriñó documentos, teléfonos móviles, cajones, carteras, ordenadores o armarios, sin que aparecieran rastros, fotos, o algún sobre cerrado durmiendo en el fondo de un cajón o tras los libros en una estantería. Le hubiera bastado con cualquier dato u objeto que denotara pasiones secretas. Pero fracasó, y el ánimo se le fue a pique.

Luego rememoró una y otra vez las imágenes del entierro, estudiando comportamientos excesivos o aflicciones sospechosamente verosímiles. También se ocupó de sondear discretamente pero con minuciosidad a las amistades comunes, a la caza de algún comentario impropio que les delatara cuando le llamaban para interesarse por su ánimo o por su futuro. Analizó particularmente las rutinas cotidianas de los miembros de las demás parejas con las que solían relacionarse; si había cambiado algo en ellas durante los últimos meses.

Llegó a obsesionarse hasta el punto de examinar los rostros anónimos de ciudadanos sin nombre, especialmente los del barrio donde vivía. También entre la clientela o el personal de los hoteles, estudiándoles como quien atisba en un foso de cocodrilos.

Nada ni nadie digno de sospecha.

Al mismo tiempo, durante largas noches insomnes en que se mortificó el espíritu, dibujó mentalmente cientos de caras y cuerpos diferentes. Fantaseó sobre cual podría ser la situación personal de su contrincante, su oficio, sus sentimientos y sus sueños, o si tendría una personalidad interesante. Imaginaba que sí, que seguro que no se trataría de cualquiera, y que era posible que trabajara en otro hotel: en la ciudad todos los de la profesión se conocían bien. O tal vez, por qué no, en unos grandes almacenes. O en las tiendas de objetos inútiles o de bricolaje, que tanto le gustaban a Roberto. Aunque, bien pensado, quizá más probablemente frecuentaría el rastro o el gimnasio, lugares a los que Roberto solía acudir con regularidad y casi siempre solo. Un caos de alucinaciones cada noche.

Todas las semanas escrutaba la disposición de las flores que le precedían tratando de reconocer sutiles mensajes que, o no existían, o no sabía descifrar.

A los seis meses de convivir con el silencio y la duda encontró la respuesta.

Un sábado acudió mucho más temprano que de costumbre al cementerio. Al rebasar la esquina de la última fila de nichos camino de la tumba de Roberto se detuvo. Frente a ella había dos personas. Una mujer joven de belleza casi ofensiva, de aspecto sencillo y cuidado, aunque curvada bajo unos hombros que parecían estar sosteniendo el sepulcro entero, depositaba un manojo de humildes amapolas sobre la lápida con un movimiento infinitamente compasivo, como un fantasma delicado y desvaído. De su mano un niño de pocos años, casi oculto por un abrigo descolorido que le llegaba al suelo. Con una expresión de cera, el niño parecía desconocer qué hacia allí y se mostraba distraído e indiferente a la desolación de la que obviamente debía ser madre.

Fue entonces cuando comprendió que, por mucho que hubiera investigado, nunca hubiera sabido dar con la persona que también amaba a Roberto, puesto que él, Luis, no le suponía capaz de interesarse más que por otro hombre y, por lo tanto, solo fueron visibles para él supuestos rivales masculinos. Nunca se le ocurrió buscar en la cara oscura de la Luna.

Y en ese instante quedó también mortalmente abatido por un fogonazo de tristura. Pero se sobrepuso y, esbozando una media sonrisa, dio la vuelta sin decir nada y se dirigió hacia la salida caminando muy despacio con el ramo de claveles todavía en la mano. Al llegar a la acera, se cruzó con una anciana de luto riguroso que caminaba al compás de un tintineo de medallas y pulseras a visitar la tumba de algún familiar. Sin pensarlo un segundo, le puso sus flores en las manos diciéndole que estaba seguro que quien fuera a visitar se las merecía porque le habría querido mucho. La mujer se quedó muda. Antes de escuchar un agradecimiento, Luis subió a su coche y se alejó del lugar con, por fin, una indefinida paz en su alma. De todos los sentimientos que se le arremolinaban se quedó con uno. Porque, entre ellos, decidió que tal vez el del amor era el mejor por ser el más longevo.

Las últimas luces del crepúsculo se escondían tras una irregular línea de edificios, al oeste, mientras el otoño se deslizaba bajo el techo de un cielo encapotado desde el que comenzaba a lloviznar.

No debía entretenerse, se dijo Luis, tenía que volver a sus quehaceres.


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RAFAEL BORRÁS AVIÑÓ
es un
autor que reside en San Antonio de Benagéber (Valencia, España).
rafaelborras16[a]yahoo.es


Este relato participó en el III Certamen de Relato Breve Almiar.

- ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©