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Un camino en el bosque
Aires de ilustración en las laderas de Peñalara
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Carlos Montuenga

 

Hace unas semanas, con motivo de una excursión por la sierra de Guadarrama, recordé un día pasado hace ya muchos años en esos mismos parajes. Había ido a finales de mayo al palacio de la Granja de San Ildefonso, que se levanta en la vertiente norte de la sierra, a poca distancia de Segovia. Los jardines que rodean el palacio mostraban en todo su esplendor la plenitud de la primavera. Tilos, olmos, castaños y secuoyas enmarcaban amplias avenidas rodeadas de macizos geométricos de flores bellísimas, formando un espacio delicioso por su orden y variedad, en el que las escenas mitológicas de numerosas fuentes ponían una nota melancólica y un poco teatral, muy al gusto francés e italiano de la época. Todo en aquel ambiente invitaba a dejarse invadir por una íntima sensación de sosiego, y me hacía evocar el espíritu de esencial confianza en el progreso que caracterizó a la ciencia y al pensamiento europeos allá por 1721, cuando Felipe V ordenó la construcción, en un rincón alejado de la corte, de este palacio pensado para el recreo y descanso de la familia real entre las montañas que cierran por el norte la planicie de Madrid.

En medio de aquellas umbrosas avenidas rebosantes de belleza, me sentía trasladado a un mundo ideal recreado por el hombre, en el que las fuerzas ciegas de la naturaleza se habrían al fin doblegado a la presión irresistible del genio humano. En el siglo XVII, antes de que se instaurara, con Felipe V, la dinastía borbónica en España, el nuevo concepto de razón lógico-matemática había culminado en el nacimiento de un modo particular de describir el mundo, de acuerdo, sobre todo, con las ideas que Newton expuso en su magna obra, Philosophiae naturalis principia mathematica, publicada en 1687 y considerada como uno de las referencias fundamentales en las que basa sus métodos la ciencia moderna. Según las ideas del ilustre físico y matemático, la totalidad de los fenómenos del cosmos podría abarcarse con la ayuda de unos pocos principios generales, que harían posible desarrollar por vía deductiva la explicación de cualquier suceso que acontezca en el mundo físico. A partir del siglo siguiente, esa nueva razón capaz de imponerse al aparente caos en el que estamos inmersos, será puesta al servicio de la liberación del hombre, cuya mayoría de edad proclama con entusiasmo el movimiento ilustrado: partiendo del dominio y transformación de la naturaleza, el ser humano se sacudirá al fin el yugo de la ignorancia y la superstición, para caminar en adelante por la senda luminosa del progreso ilimitado.

Ensimismado en estos pensamientos, llegué a una de las verjas que comunican los jardines con el bosque circundante de Valsaín y proseguí mi paseo durante un buen rato, sin reparar apenas en que me estaba adentrando en un espacio muy distinto del que dejaba atrás entre las avenidas y fuentes del palacio. Al fin, fui consciente de que las sensaciones de complacencia que me dominaban poco antes, iban transformándose en una actitud alerta y expectante, en respuesta tal vez a los cambios que se hacían visibles en el entorno. Pues el sereno discurrir del agua en las fuentes se había convertido en el empuje impetuoso de los arroyos que descienden desde ventisqueros lejanos en esa época del año, y la simetría admirable de los muros de verdor del palacio, dejaba paso a una espesura informe de pinos y abedules, entre los que, de tanto en tanto, destacaba algún roble centenario cargado de ramas oscurecidas por el musgo, que se retorcían en todas direcciones, a modo de tentáculos empeñados en alcanzar las copas de los pinos más altos o las matas de enebro que tapizaban el suelo del bosque en derredor suyo.

Proseguí mi marcha hasta llegar a un claro en el que infinidad de flores luminosas como diminutas estrellas, salpicaba con su colorido el verdor intenso de la hierba, y allá en lo alto, sobresaliendo entre la masa arbórea, apareció ante mí la cumbre de Peñalara coronada por las últimas nieves de primavera, atalaya gigantesca que se eleva hasta las nubes, apoyándose en oscuras moles graníticas, testigos mudos de la glaciación que, en un remoto pasado, sumergió valles y montes bajo las olas petrificadas de un mar de hielo. Me recosté sobre un tronco seco para contemplar el panorama, mientras me envolvía un silencio solemne, turbado sólo por el murmullo de la brisa entre el ramaje y el graznido lejano de algún ave rapaz. Se sentía allí con fuerza la presencia de algo salvaje, como si en aquellos bosques perviviera el espíritu de una época lejana y audaz, extraña por completo a nuestra cautelosa mentalidad ilustrada. Por momentos, imaginaba oír el crepitar de grandes hogueras encendidas en honor al sol, que elevaban sus lenguas ardientes hacia las estrellas, llenando de sombras danzantes el prado cuando el solsticio acudía a su cita anual. Luego, era el chasquido de las ramas bajo el paso apresurado de cazadores armados de arcos, que perseguían con tesón infatigable a los venados que intentaban huir hacia la espesura, enloquecidos por el pánico, en medio del ladrido de los lebreles. Un instante después, el lugar parecía vibrar con el choque de espadas y el tremolar de estandartes entre un grupo compacto de jinetes revestidos de hierro que embestía con furia a una multitud vociferante de hombres de armas, afanados en cerrarles el paso por alguna angostura labrada en altas peñas que se elevaban sobre los pinos...

De improviso, un trueno retumbó sobre la montaña y el aire se agitó como si anunciara la proximidad de alguna amenaza desconocida. Pero al levantar la vista, bien pronto se aclaró que no había motivos para el recelo: el vuelo majestuoso de un avión hendía el azul de la tarde con estelas blancas de gases condensados, mientras el sol arrancaba destellos de fuego de aquel fuselaje esbelto. En seguida, la visión fugaz desapareció tras el perfil quebrado de las cumbres, volviendo a dejar en silencio los neveros y roquedales.

Las sombras se iban alargando y me incorporé para emprender el regreso en dirección al palacio. El prado, tan solitario poco antes, se llenó con las risas de unos niños que corrían, ante la mirada divertida de sus padres, tras algún animalillo que trataba de ocultarse entre los rosales silvestres. Al volver a entrar en el bosque, insectos multicolores zumbaban alrededor del tronco nudoso de un viejo olmo cubierto de madreselva, y el brincar inquieto de jilgueros y herrerillos entre las ramas más altas de los árboles, inundaba la espesura de resonancias y temblores, como si la naturaleza se estremeciera bajo el abrazo tibio de la primavera.

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CARLOS MONTUENGA
es Doctor en Ciencias.
Participa en el Taller Literario del Café El Comercial.
cmrbarreira[at]hotmail.com

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©




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