Santiago Alba Rocha

(Juan de Acosta, Atlántico, Colombia, 1956). Docente, ensayista y poeta colombiano. Gestor cultural, fundador de la Casa de la Cultura «Luis Eduardo Nieto Arteta» de su localidad, pertenece a la Sociedad de Escritores del Caribe Colombiano, e igualmente es miembro de la Sociedad Bolivariana del Atlántico. Es Licenciado en Ciencias Sociales y Económicas en la Universidad de Atlántico. Especialista en Sociedad y Cultura Caribe y Magíster en Educación en la Escuela de Postgrados de la Universidad Simón Bolívar.

Lo que da miedo

La Barca de Caronte, Wygrzywalski

Un día he de volar,
a los dolores del mundo.
José Saramago


L

a voluntariosa que sabemos, ésa que, a la manera de encrespada ola de inmenso y mórbido mar, viene y se va, va y viene.

¿Cómo que nadie ni nada puede detenerla?

Dudo que no. Si no Dios, nosotros mismos.

Escúchame, hermano, escúchame:

Día tras día se aparece —aunque nunca la vemos— plantada frente a la puerta herrumbrosa de una casa maldita, la presumida y prepotente muerte, haciendo de ama de llaves del señor de las sombras, en actitud apenas sospechosa, reparando y clavando la mirada sobre todo ser o cosa que se mueva a sus alrededores: sombras, celajes, siluetas, polvo, hojas, flores, pétalos, briznas…

De nuevo, vuelve a estar la vida expuesta a los perversos designios de aquélla, como en los tiempos de las peores catástrofes, o en épocas de atroces genocidios y guerras arrasantes que también quisiéramos no recordar en este instante.

Semejando a un microbio que el viento trae consigo, sin que se sepa con certeza dónde incubó primero o quiénes lo echaron a volar a lo largo y ancho de la Tierra, ella, te sigue si minutos antes te ve pasar cerca al castillo tenebroso donde habita, planea y ejecuta, y tú, sin que la sientas caer sobre tus hombros, para que resulte entonces más creíble, lo puesto en boca del imaginario popular: uno lleva la muerte detrás de la oreja.

¿Cómplice?, ¿aliada?, ¿celestina?, ¿encubridora? o ¿idiota útil del príncipe del mal?

Se sabe que, a la diligente funcionaria del Averno, se le confirió potestad por estos días de decidir sobre el destino de los humanos, indistintamente del lugar del mundo que habiten, incluso de aquellos que nos puedan resultar lejanos o ignotos.

Con apenas natural comprensión, sobre la suerte de los cuerpos afectados y con algo de piedad, se decide cuáles si o cuáles no, deberán irse a pasar a mejor vida, lo que llena de regocijo al mítico Caronte, al saber que en su flamante nave transportará, como no lo había hecho otras veces, cantidades de almas sobre las aguas serenas de su río, no tan caudaloso como extenso y en el que, debido a la escalofriante atmósfera de su lento recorrido, la renunciación de un pronto retorno a la vida terrenal es preludio de una abominable tiniebla.

La ciencia —ya lo insinuamos— en los centros donde atienden a los cientos de pacientes afectados por la espantosa pandemia, se decide y se le susurra al oído a la parca, cuántos serán de la partida, en tanto que la iglesia hace lo suyo en nombre de la fe, y de la infaltable esperanza.

Francisco, el carismático Papa, con enorme sapiencia entiende y explica lo que hay en el trasfondo, así los alienados representantes de ciertos cultos vuelvan con la alharaca apocalíptica de que todo esto, acaecido en este 2020, por demás, transido de incertidumbres y especulaciones, sea tal vez castigo del Todopoderoso, porque está escrito en las Sagradas Escrituras (refrendada apología que atemoriza y bloquea), anulando, de paso, el deseo de abrazar nuevos postulados, cercanos a la sana metafísica y a la hoy despreciada filosofía, porque lo que hacen estos modernos prestidigitadores es negar la posibilidad de encontrar la tan anhelada luz al final del abismo.

¿A quién le tocará mañana?

¿Dónde estarán en este momento los potenciales afectados?

¿Cuáles serán las inesperadas cifras de las próximas semanas o de los meses entrantes, en lo que resta de este año?

De los contagiados, desahuciados, valga decir, abandonados a la buena de Dios.

El cielo no tiene nada que celebrar con redoblantes y trompetas, ni con coros sin iguales de querubines, si a sus predios se acercan en sucesivas oleadas, miles y miles de bienaventurados caídos en desgracia acá abajo, a causa de los efectos letales de un mutante e itinerante virus:

sufre más bien,
sabiéndose incapaz y desvalido.
llora amargamente
y sus gemidos nada que cesan


Alguna vez escribió Octavio Paz en corto pero metafórico verso: el cielo está vacío.

Yo, contrariando un poco el sentimiento del estelar poeta mexicano, afirmo que, la Tierra fue, por estos días, aciagos y apestados, habilitada como infierno.

Duele decirlo.


Contactar con el autor: salba1956 {at} hotmail.com
Ilustración artículo: Łódź Charona, Feliks Michał Wygrzywalski, Public domain, via Wikimedia Commons

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