Patricio Portales Coya

Autor chileno. Puedes leer, en nuestra biblioteca, otro relato del mismo: Nebulosa: Mi propia globalización

Coronavirus

E

ra marzo, aún no decretaban la cuarentena, el Abuelo Ronald cumplía ochenta y cinco años. La abuela se opuso, pero él, muy porfiado como siempre, insistió. ¡Me celebro no más!... ¡Puede ser el último! Y si hacen esa cuarentena no nos vamos a ver nunca.

El sábado llegamos todos los que estábamos más cerca, en Santiago o ciudades cercanas. Había resuelto:

—Para cuidarnos haremos un asado en el patio —llamó a un parrillero que estaba en Internet y lo contrató para el sábado al mediodía. Le indicó la lista de carnes, enfatizando el costillar de cerdo: —¡Sin costillar no es asado! —decía siempre.


A las 12.00 comenzaron a llegar. Cuatro hijos, doce nietos, nueras, yernos y algunas pololas. A las 2.00 ya nos juntamos veinticinco personas.

El parrillero era uruguayo y vino con la esposa y un mozo. Muy simpáticos y agradables, no se sacaron las mascarillas y los guantes de goma ni un minuto.

El abuelo, gringo porfiado, estuvo cerca de la parrilla, bajo el quincho, en todo el trámite de preparar las carnes y ponerlas a asar, opinando las técnicas, a pesar de su ligera cojera de siempre.

El abuelo Ronald era un viejo grande, canoso, colorado, muy parado para su edad, descendiente de escoceses. La abuela Matilde lo había conocido en Valparaíso, en los años 60, esa época en que venían buques de guerra norteamericanos, a la operación Unitas. Llegó al grado de sargento mayor de la Infantería de Marina de USA.

Perdidamente enamorado, volvió a buscarla a los seis meses. La familia Noriega era muy tradicional. Se hizo católico, se casaron y se fueron a vivir a Atlanta, hasta que jubiló y pasados unos años resolvieron volver a vivir a Chile. Los cinco hijos nacieron en Estados Unidos. El tío Ronald junior, el mayor, fue el único que se quedó para siempre a vivir allá, en Los Ángeles.


Mi prima Scarlet, es enfermera, llegó con la vacuna para la influenza N1H1 y obligó a los dos abuelos a vacunarse. Rodrigo, mi primo más millennial, traía un amplificador portátil con micrófono inalámbrico y lo puso colgado bajo el castaño grande. Había averiguado, con mi mamá, la música que más le gustaba a los abuelos y puso, con su celular Iphone, una selección buenísima. Cuando empezó a tocar canciones de Los Platers, el abuelo se emocionó y fue a abrazar a la abuela, que también estaba emocionada. Ahí se produjo un clima especial muy hermoso. Humo en tus ojos, me pareció un verdadero himno a los abuelos, que además fuman.


Hubo varias rondas de aperitivo y picoteo de diversos quesos, chorizos y carnes. Las animadas conversaciones se producían en todo el patio. Yo observé que había cierta distribución por grupos etáreos. Los más jóvenes y los niños se divertían en la piscina.

Me preocupaba tanto «cariñoseo» con los abuelos. Muchos abrazos y besitos. Le pregunté a Scarlet, me respondió que no se advertía ninguno con los síntomas previos del COVID-19. Solamente le preocupaba el primo Luciano que había estado en Italia, pero «ya han pasado más de 20 días, desde que llegó y está asintomático». Me tranquilizó. Como a las dos y media, todos nos sentamos a una larga y bien vestida mesa, que habían instalado los uruguayos, bajo el parrón. Fueron llegando las carnes y los magníficos platos, con gran variedad de ensaladas, y ricos vinos de boutique plagaron la cubierta, de punta a punta.

Pasó un rato y de pronto la tía Jacqueline, que estaba sentada al lado de los Tatas, se levantó, y con una cuchara, comenzó a tocar campanilla en su copa. Se produjo el silencio solicitado.

—A ver querida familia, mi papá quiere decirnos unas palabritas, préstenle atención —no se puso de pie:

—Querida family, no me pongo de pie porque la pierna me molesta, ustedes saben, es una condecoración de mi pasada carrera militar. Yo combatí en Vietnam a los Vietcong, en Camboya a los Khmer Rouge, en Irak a los de Sadam Husein y al final, en Afganistan, a los Talibanes. ¿Creen ustedes que me van a derrotar unos virus chinos insignificantes? Solo recibí un balazo en mi pierna izquierda, pero no fue grave, en treinta días estaba combatiendo nuevamente al frente de mi pelotón de jóvenes y valientes infantes. Ni siquiera las lindas francesitas vietnamitas de Saigón, lograron derrotarme, más allá de una venérea que pasó muy rápido. Me jubilé bastante viejo. Cuando, con la abuela, resolvimos venirnos a vivir a Chile, fue porque aquí la vida es mejor que en los Estados Unidos en muchos aspectos, principalmente por esto, esto mismo es el verdadero valor de la vida. La felicidad de estar siempre juntos, disfrutando —o sufriendo— los afectos, con todos aquellos que amamos y nos aman. ¿Qué otro sentido superior puede tener la vida, que formar y cultivar una gran familia? Allá el individualismo es tan agudo, que los hijos se van a los dieciocho años y nunca regresan, solo se ven con sus padres dos o tres veces al año. Como Ronald Jr., que viene a vernos solo por Navidad y no todos los años. Es cierto que él tiene un gran éxito profesional y está muy ocupado, pero además no tiene la cultura de tribu, de familia a la española o italiana, que tenemos aquí en Chile. Yo quiero decirles que los mejores años de mi vida han transcurrido aquí. Tengo once nietos chilenos y tres norteamericanos. Estos últimos dieciocho años han sido la recompensa de toda una vida dura y de mucho esfuerzo, vida que no habría sido posible sin mi amada Matilde, una bellísima chilena que me robó el corazón hace más de cincuenta años en Valparaíso. Ella ha sido la proa poderosa que ha llevado la nave de esta hermosa tribu, navegando segura por los agitados mares de la vida. Yo sé que al cumplir los ochenta y cinco años, he sido un privilegiado, un elegido. Pocos llegan hasta aquí, también sé que me quedan pocos granos en el choclo —como decía mi querido amigo de Iowa, el reino del maíz—, por eso quise celebrar, con ustedes, con todos los que amo, este nuevo cumpleaños. Creo que pronto van a dictar el decreto de cuarentena total y en esos momentos no nos vamos a poder ver y menos aún juntar, y no sabemos por cuánto tiempo, así que hoy lo pasaremos juntos y muy bien, para dejar pagado por anticipado el cariño que nos tenemos. Levanten sus copas y hagamos un brindis por la abuela y por toda la tribu de los Macluhan Noriega. ¡Por la inquebrantable tradición de armonía, cariño y respeto! ¡Viva Chile y vivan los Estados Unidos!

Visiblemente emocionado, igual que todos, se empinó al seco el resto de vino que le quedaba en la copa. Tomó a la abuela y le dio un brusco beso en la boca.

Mi mamá, mi tía y mis tíos, hablaron también muy emocionados. Todos confirmaron los mismos sentimientos que había manifestado mi abuelo.

Llegó la torta, favorita del abuelo, una enorme y rectangular de merengue lúcuma, con dos velas que eran una pareja de viejitos, él con el ocho y ella con el cinco.


Fue una fiesta maravillosa, con un exquisito asado uruguayo, un buen paréntesis de alegría en momentos que el temor se apodera paulatinamente de todos. Nosotros nos quedamos hasta el final. Entre los momentos que más me quebraron, fue cuando me llevó a su escritorio y me mostró un cofre, con un montón de medallas ganadas en su carrera militar. Me dijo muy solemne:

—Todas éstas serán para mi descendiente que elija la carrera militar, o naval, o de aviador. No importa en qué generación ocurra, la vocación no se inventa ni se impone. Tú te encargarás de que así sea, confío mucho en tu buen juicio y el de tu mamá.


Pasó más o menos una semana, cuando llamó la abuela muy preocupada. El abuelo estaba enfermo: «Como resfriado y con fiebre». Mi mamá llamó al tiro a mi prima Scarlet que trabajaba en una estupenda clínica cercana. Le mandaron una ambulancia y el médico de urgencia resolvió internarlo de inmediato.

Los llamados telefónicos no pararon. Una media hora después se fue mi mama con mi papá a la Clínica. Iba muy asustada y unos lagrimones se le salían solos. Las sospechas eran las más terribles. ¿Se habría contagiado con el COVID-19?

Me comencé a enojar con el primo Luciano, era el único que podría haber traído el contagio y no se había hecho ningún examen. Llamé a mi mamá varias veces, pero no me contestaba, el miedo me tenía aterrado. Ya en la noche me llamó: Me contó que el abuelo estaba estabilizado, que estaba en la UCI y le habían hecho muchos exámenes. Que el test, el del COVID, demoraba 48 horas, así que lo único que podíamos hacer era rezar. Ellos ya se iban a venir y la Scarlet se quedaría toda la noche con él.

Por el WhatsApp comenzaron a llegar muchas preguntas y comentarios, muchos desatinados y la mayoría pidiendo que rezáramos. La prima Sofía, que es muy creyente, organizó una cadena de oración. Muchos nos unimos y estuvimos rezando el rosario al mismo tiempo, hasta tarde.

Mi mamá se unió y logró calmarse bastante. Fue una noche muy larga. Mi papá me retó severamente por no haberle contado lo de Luciano, en el mismo cumpleaños del abuelo.

Un cierto sentimiento de culpa se me fue metiendo como en el corazón. No dormí ni un minuto.

Al día siguiente llamó la prima Scarlet y me contó que había ubicado a Luciano y lo había obligado a ir a la Clínica para hacerse el test. Dijo que el médico internista que lo examinó, lo encontró muy bien y sin ningún síntoma que indicara contagio, así que ella estaba más tranquila. Mi prima Consuelo dijo: «Luciano es medio weon, pero es buena persona y más tranquilo que una foto en blanco y negro, por eso estudia geología».

La tía Jacqueline y la prima Scarlet se habían ido a quedar con la abuela Matilde y su nana Luzmira, porque estaba muy deprimida y se sentía pésimo. «No para de llorar», dijo Scarlet a mi mamá.


Fueron cuarenta y ocho horas muy terribles, las más terribles que yo recuerde en mis diecinueve años de vida. El parte médico era siempre el mismo: Estable dentro de su gravedad.

Al tercer día estábamos casi todos con mascarillas en el estacionamiento de la clínica, porque no nos dejaban entrar. En la TV habían anunciado que se iba dictar la cuarentena para Las Condes, porque habían ido apareciendo muchos contagiados.

Como a las cinco de la tarde salió mi mamá corriendo seguida de mi papá y mi tío. Venía llorando y casi nos mató de susto. No podía hablar y me abrazó muy fuerte.

—Gracias a Dios, gracias a Dios… Salió negativo, salió negativo… es sólo una bronquitis común, un poco complicada con la vacuna de la influenza, H1N1.

Yo ahora espero que los genes Macluhan Noriega sean resistentes al coronavirus.


Paporcoy. Marzo 2019


Contactar con el autor: patricio.portales {at} gmail.com
Ilustración artículo: Imagen por mrpixel000, en Pixabay [public domain]

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