José M.ª Atienza Borge

Nace en Palencia, 1977. Se licenció en Derecho por la Universidad de Valladolid en el año 2000. Desde entonces, ha compaginado su carrera como cooperante internacional y trabajador de entidades sin ánimo de lucro con la literaria.

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José María Atienza Borge

El último que apague la luz


Z

ósimo perteneció desde niño a una especie exótica. Raro, extravagante y antisocial, un ser chapado a la antigua que dirían muchos y un cero a la izquierda en asuntos de actualidad, pero envidiablemente singular a fin de cuentas. Cada primero de marzo, puntual e invariablemente desde hacía más de veinte años, Zósimo llenaba su furgón con reservas para un mes y se ausentaba del mundo para refugiarse en la hondonada de un solitario valle leonés donde confluyen las crestas de Peñasanta y la Riega Jerrera, en el corazón de los Picos de Europa. Desde rollos de papel higiénico hasta torrijas caseras de su abuela, aguardiente de cereza, cirios como para hacer resplandecer una catedral e incluso un venablo de caza para ahuyentar osos. Todo tipo de artilugios y víveres tenían cabida en el portaequipajes de Zósimo. Todos, salvo madera para hacer fuego, reservas de agua —que donde iba abundaban los riachuelos y los pequeños saltos de agua, las pozas y los aguazales de ensueño— ni por supuesto su teléfono móvil, al que no dudaba en calificar como el más indeseable compañero de viaje que pudiese soñar. —Ni lo intentéis, estaré absolutamente ilocalizable —advertía año tras año a cuantos le preguntaban, sin desvelar jamás el paradero de su escondite—. Y así, a comienzos de marzo de dos mil veinte, Zósimo le daba la espalda una vez más al asfalto y a la humanidad para vivir su acostumbrada volatilización.

Durante aquellos treinta días Zósimo no avistó cazadores furtivos merodeando por las peñas, ni alcanzó a ver con sus prismáticos un solo dominguero por las inmediaciones de la aldea de Caín de Arriba, hechos ambos que no dejaron de sorprenderlo, pero que no alteraron lo más mínimo la placidez de sus días.

El último atardecer de marzo arrancó nuevamente el furgón y comenzó el temido regreso a la «civilización» por lodazales y embarradas pistas de tierra. Alcanzó la N-625 al filo de la medianoche y le sorprendió muy gratamente no haberse topado con un solo vehículo durante todo el trayecto. Los primeros setenta kilómetros hasta Cistierna fueron una interminable secuencia de soledades y pueblos fantasma. El mundo parecía haberse convertido en un inmenso teatro vacío y Zósimo no sabía si debería alegrarse o inquietarse por ello. Cualquier duda al respecto se disipó al tomar la A-6 y comprobar que seguía siendo el único vehículo que circulaba en kilómetros y kilómetros a la redonda. Entonces sí, irremediablemente, comenzaron a resecársele los labios y a erizársele el vello de la nuca. Por vez primera ansió tener a mano un teléfono móvil para hacer media docena de llamadas. —¿Pero qué cojones...? —murmuraba entre dientes, mientras avistaba una solitaria estación de servicio y ralentizaba la marcha para repostar y salir de dudas cuanto antes.

Nadie en sus cabales se aventuraría a asegurar qué sintió el primer homo erectus instantes después de haber inventado el fuego, qué luz fulguró en sus ojos al ver resplandecer la primera llama. O qué oscuro pensamiento revoloteó por la cabeza del primer indio powtahan que fue expulsado de Carolina del Norte a comienzos del siglo XVII. Creemos intuirlo como sabelotodos que somos, pero la realidad siempre es esquiva. Acaso fuera odio, sorpresa, desencanto o humillación, ¿merecimiento quizás?, ¿alivio?, ¿fue un hombre o una mujer la primera exiliada?, ¿cambiaría en algo la oleografía de los hechos que imaginamos en función de la respuesta a esta última pregunta?

Aquella madrugada, transitando por el corazón mismo de la pandemia, Zósimo había hecho historia sin ser consciente de ello. Se convirtió en el último individuo en toda la península, el último en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, en percatarse de que el mundo había sido paralizado por una pandemia. La noche estaba estrellada y la luna era un afilado yatagán de hoja plateada y empuñadura de nácar. Todo parecía hablarle de sueños rotos y de esperanzas muertas, de distopías hechas realidad y de fieras salvajes, de osos pardos, lobos y faunos moribundos, de manantiales secos y de ríos yermos. Y no había música, si acaso una melodía triste de violonchelo susurrada por entre los valles y las estepas. Y Zósimo se sintió ridículamente pequeño, menguado aun más por la indescriptible soledad que ahora le acompañaba a ciento veinte por la autovía, víctima de un aislamiento bien distinto al que sintiera en el refugio de montaña, una soledad empapada ahora de hojas muertas y raíces secas.

—Señoras y señores, la fiesta terminó. Zósimo ya ha llegado —susurró una voz invisible a través de los brezos—. El último que cierre la puerta y apague la luz por favor.


Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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