Javier Garrido Boquete

(Caracas, 1964). Médico graduado en la UCV, Pediatra e Intensivista Pediatra. Actualmente residenciado en Nueva Esparta. Primer Premio del II Concurso de Narrativa «Miguel de Unamuno» del ICIV. Cuento: Máscaras. (1989). II Premio del VIII Concurso de Cuentos «Lola de Fuenmayor». Cuento: Problema digestivo. (1989). II Premio del IX Concurso de Cuentos «Lola de Fuenmayor». Cuento: Lectura interrumpida (1990). Primer Premio, mención Narrativa, en el Primer Concurso Literario «Simón Bolívar» (Juan Griego). Libro de cuentos Viernes (1990). Primer Premio, mención Narrativa, en el Concurso Literario de FONDENE (Nueva Esparta). Libro de cuentos: La muñeca descalza (1991). Ganador en Mención Narrativa del Concurso Municipal de Literatura de la Alcaldía de Porlamar. Libro de cuentos: Invitación a la danza (1992). Mención en el II Concurso de Cuentos «Salvador Garmendia» (2007). Publicaciones: Viernes (cuentos). Porlamar, 1992. La muñeca descalza (cuentos). Porlamar, 1993.

Reclusión

M

e despierto.

Una luz monocorde me da en la cara. Se filtra a través de la cortina a medio cerrar y me azota el rostro, como si quisiera castigarme; dibuja en el piso, en la cama y en la pared un cuadrángulo imperfecto y variable del que no puedo escapar.

Aunque ya debe ser tardísimo, no me atrevo a mirar el reloj. La verdad es que daría lo mismo hacerlo, pues termino por recordar que igual nadie me espera, ni puedo ir a ninguna parte.

La habitación está llena de moscas, panzudas e irisadas, aunque de eso me había enterado incluso antes de levantar los párpados. Ya había escuchado ese zumbido intermitente que lacera el silencio y hace tremolar el aire, y también sentido el roce repugnante de sus patas velludas entretenidas en recorrer mi rostro inmóvil, maculándolo de puntos lívidos y de excrementos. Ha bastado que abriera los ojos para que huyeran, acaso atónitas por la insólita conmoción de esa cosa que hasta entonces han juzgado muerta, cambio incomprensible para su ruda y feroz sapiencia de insecto.

No alcanzan a irse muy lejos, pues seguro sospechan que solo es cuestión de esperar, y que tarde o temprano acabaré por caer.

Las miro sin ira ni aversión. Son gordas y obscenas y se apostan al acecho desde cada ángulo del cuarto; en un momento, ninguna vuela y se conforman con espiarme, al momento siguiente todas vuelan y quizás ya no me miren. Son una veintena o más, aunque de eso no puedo estar seguro. Como para confirmarme su impudicia, algunas se dedican a la cópula.

Me froto los ojos, parpadeo, y voy dándome cuenta de que una vez más he dormido completamente vestido. Apenas si tuve la buena conciencia de quitarme los zapatos para no ensuciar las sabanas. Mi camisa está muy resudada luego del calor de ayer, y la tela se acartona en las axilas. Siento en la boca un dejo amargo de tabaco y quizás también de algo más, y empieza a sonarme dentro de la cabeza una musiquilla estúpida, pegajosa, que acaso habré oído al azar durante el día o la noche pasada. ¿De dónde? Seguramente en el televisor, ya que no hay otro origen posible en toda esta secuencia interminable de días iguales.

Una de los bichejos se posa en el dorso de mi mano derecha, esa que ahora reposa de plano sobre las sábanas arrugadas. Camina nerviosamente de acá para allá, trepa por los nudillos, se hunde entre los dedos; luego sube por el anular, y lo recorre a todo lo largo hasta llegar a la uña. Detenida sobre la media luna negruzca, se entretiene en acicalarse: se peina las alas con las patitas traseras, se fricciona los ojos multifacétados con las delanteras y luego las frota entre sí, como si fueran pequeñas manitas. Cuando ya estoy a punto de capturarla, levanta vuelo, burlando todas mis prevenciones (cautamente, milímetro a milímetro, he adelantado la mano izquierda, haciendo copa con la palma, pero eso no ha sido suficiente).

¿De dónde salen tantas moscas?

Afuera, en la calle, continúa el silencio antinatural, como si fuera domingo por la mañana, un domingo eterno. Sé perfectamente que no lo es, pues domingo fue hace tres días (¿o acaso solo dos?). En cualquiera de los casos, es un día que ya pasó. Rompe ese silencio pernicioso el lejano trino de algún pájaro desconcertado, el llanto de un niño y una tos contenida con pavor en alguno de los apartamentos adyacentes.

¿En cuál de ellos? Supongo que el que queda justo abajo. Recuerdo que allí viven una vieja con un hijo minusválido, a los que ya antes nadie visitaba. A saber cómo se las estarán arreglando ahora.

Como cosa rara, el perro del conserje no está ladrando. Es un gozque escandaloso, viejo, de pelo enmarañado, trabajosamente feo, mestizo de padres dudosos. He oído que los inquilinos han emplazado más de una vez al señor German a deshacerse del animal, so pena de despedirlo, pero por lo visto no han encontrado la manera de honrar esta amenaza. Justo en la mañana de ayer (¿o fue anteayer?, ¿o acaso hace una semana?), escuché al chucho quejarse de manera lastimera, como si sufriera de algún dolor.

Me incorporo sobre el codo y le echo un vistazo al cuarto amueblado que alquilo, que se ha transformado en mi menguante reino personal, y como todos los otros días, no hay nada que no deba estar allí. Seguramente, algo más de desorden y suciedad: veo mis libros de la facultad intocados y amontonados de cualquier modo sobre la mesita, el cenicero desbordado de colillas, un montón de ropa esperando lavado, unos platos sucios y unas latas abiertas junto a la cocineta, el televisor que se me quedó encendido desde anoche sin volumen, sintonizado en un canal de noticias.

No recuerdo haber estado viendo nada en particular, pero queda claro que no me he perdido de mucho. En la pantalla continua el mismo adefesio de ayer, de anteayer y de todos los días, un personaje de traje oscuro y corbata carmesí, con cara de expresión siniestra, regodeándose infinitamente en cifras que hace mucho que dejaron de tener algún sentido.

¿Será que las moscas entraron por los restos que hay en los platos y las latas abiertas? No es disparatado, pero las noto más interesadas en pulular exasperantes a mí alrededor que en aprovechar ese alimento que tienen tan fácilmente a su alcance.

Quizás al final sí debiera salir. Recuerdo que estoy ya corto de víveres, de jabón, de cerveza, sobre todo de cigarrillos. Pero no resulta tan fácil como parece. Hay que ir y venir andando, cuidarse de coincidir con nadie en el ascensor, cuidarse de no tocar nada, cuidarse de no acercarse a nadie, cuidarse al pagar. La cajera del automercado o de la panadería te mira con miedo y repulsión cuando le tiendes el importe del pago, agarra con asco los billetes o la tarjeta con su mano enguantada. No es una experiencia agradable, pero igual casi ya no me quedan cigarrillos. Junto a la pila de libros y al cenicero rebosado veo con desolación la cajetilla arrugada, exánime.

Algo me camina otra vez por la frente perlada de sudor. Al agitar la mano veo que quien alza vuelo en esta ocasión debe ser la soberana, la ama y señora, la reina de todas las moscas, una alimaña repulsiva, gruesa casi como mi pulgar, barriguda, tornasolada, de ojos como cabezas de fósforos, que batiendo las alas asciende pesadamente hacia el techo, desenvolviendo una espiral creciente.

La presencia de ese emisario de la muerte me hace rememorar con aprensión las historias que he escuchado de personas muertas solas en sus casas, en sus camas, y que solo son halladas tras muchos días. No tendría nada de extraño que algo así ocurriera aquí, en mi edificio. Mentalmente paso lista de los candidatos posibles, procurando obviarme.

Con algún trabajo (la espalda aún me duele, con toda seguridad he dormido en mala posición) me pongo en pie y me acerco a la ventana; apenas empujo la hoja y me asomo me agrede una bocanada acre, pestilente, precisa como un puñetazo en pleno rostro. Miro hacia el patiecito trasero, dos pisos abajo, al que dan los tendederos, y descubro en una esquina el cadáver del perro, con el vientre inflado como un globo monstruoso que proyectara cuatro patas rígidas y una cabeza.

El morro negruzco y sanguinolento tiene los labios desplegados, tirante, descubriendo la dentadura carnicera, lo que ocasiona la paradójica impresión de una sonrisa.

En vano me repito que no es sino el natural avance de la corrupción, esa eterna e imparcial moderadora de los impulsos de la carne.

Cuando cierro la ventana ya es demasiado tarde. El hedor de la muerte se me prende con rigor exasperado.


Ilustración relato: Fotografía por yeniguel / Pixabay (public domain)

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