Carmen Tomás Rodríguez

La mujer de la azotea

-¿

Otra vez quieres que te explique la misma historia?, ya te la he contado mil veces, si te la sabes de memoria.

—Por favor mamá, dime que ocurrió el año en que nací. Cuéntame qué le pasó a la señora que daba vueltas por el terrado de su edificio.

—Está bien. El año que tú naciste, un virus desconocido, al que llamaron Covid-19, amenazó a la humanidad entera. La gente no paraba de enfermar por su causa, sobre todo los más ancianos, no se sabía cómo curarlos ni existía vacuna que impidiese nuevos contagios. Los gobiernos del mundo tomaron medidas muy drásticas para evitar que los hospitales se colapsasen.

—Eso ya lo sé. Quiero que me expliques lo que le sucedió a la señora que paseaba todos los días por la azotea de su edificio.

—No seas impaciente. Una de las medidas más represivas consistió en obligar a las personas a confinarse en sus casas para evitar la propagación del Covid-19. Durante aproximadamente tres meses nos atrancaron en nuestros hogares, solo los adultos estaban autorizados a salir, siempre que fuese imprescindible, a comprar comestibles, medicamentos y poco más. Bueno, en nuestro país a quienes tenían perros se les consintió pasearlos a cualquier hora del día, resultaron ser legión, Barcelona se llenó de personas que desfilaban a todas horas con sus mascotas. En cambio los niños debían permanecer arrestados en el interior de sus viviendas ya que, según aseguraban los entendidos, suponían un grave riesgo para la salud pública pues no enfermaban pero sí contagiaban la enfermedad. Se tenía un pánico pasmoso a los mocosos, se les aisló como si de apestados se tratase. Una locura, hijo. La primera semana de confinamiento me la pasé con dolor de cabeza. En la televisión nos martilleaban con imágenes pavorosas de viejecitos ahogándose sobre camillas dispuestas en el pasillo de cualquier hospital, solos, absolutamente solos, a sus familiares les estaba vetado acompañarlos, había que impedir que se extendiese el maldito virus a cualquier precio. Una mierda hijo.

—¡Mamá!

—Perdona. Pasada esa primera semana, me aclimaté a la nueva situación. Papá y yo organizábamos juegos, cantábamos, veíamos series de Netflix, limpiábamos, cocinábamos como posesos. Sucedieron cosas misteriosas, durante ese periodo se agotó el papel de váter, la gente compraba rollos sin control, estaban cagados de miedo.

—¡Mamá!

—Lo siento. También se acabó la levadura, en las casas horneaban pastelitos a destajo, era imposible hacerse con un simple sobrecito, así como con una mascarilla o con alcohol para desinfectarse las manos. Por lo demás, los establecimientos estuvieron bien abastecidos, no faltó comida para quien pudiese comprarla. Eso sí, las colas eran interminables, se debía guardar la distancia reglamentaría entre las personas, cualquiera podía infectarte.

—Sí, pero… ¿y la señora de la azotea?

—Paciencia. Como te iba diciendo, tu padre y yo le cogimos el tranquillo a esa nueva realidad, nos costaba auténticos esfuerzos poner fin a las conversaciones de sobremesa. Se nos impidió acudir al trabajo, siempre habíamos comentado lo que haríamos sin el agobio de tantas responsabilidades, pues bien, no realizamos ningún plan postergado por falta de tiempo, sencillamente cesaron los típicos quebraderos de cabeza de la vida cotidiana. Nos lo tomamos como unas vacaciones caseras y aunque hubo momentos difíciles, en general, le encontramos bastantes ventajas al confinamiento. Cuando nos dejaron salir se publicaron algunos artículos sobre el síndrome de la cabaña, el miedo a dejar la seguridad del hogar y de exponerse a ese virus que aún circulaba por ahí. Hubo quien dijo, a mi parecer con bastante acierto, que en realidad lo del síndrome de la cabaña no era más que una excusa, que lo que le pasaba a la gente era que no tenía ganas de retomar su vida de mierda.

—Mamá, habla bien y cuéntame lo que le ocurrió a la señora de la azotea.

—¡Ya va! Durante el confinamiento se obraron auténticos milagros. Desapareció la contaminación, se respiraba mejor, se veía más nítido. Al no haber movimiento de barcos en el puerto, las gaviotas volaban por Barcelona al acecho de algo con que llenar el buche. Su plato predilecto eran las palomas, dejaban a su paso un reguero de palomas muertas y ensangrentadas.

—¡Qué horror!

—Sí, muy desagradable. Por las avenidas pululaban a sus anchas familias de jabalís. El servicio municipal desatendió parques y jardines, como consecuencia, buena parte de las aceras se sembraron de arbustos y anidaron unas ratas enormes que sirvieron de festín a los gatos. Barcelona se convirtió en una ciudad semiselvática fantasma, solo se escuchaban los ladridos de los perros que paseaban a sus amos, las cotorras argentinas y el trinar de los pájaros. Desde la playa se atisbaban aletas de tiburón y hasta delfines dando saltos en manada. En Internet veíamos imágenes de poblaciones muy turísticas totalmente desérticas, como Venecia, por sus canales circulaba un agua cristalina repleta de peces de colores. Una maravilla.

—Igual que ahora.

—Sí, pero ya te he explicado que antes no era así, la contaminación de las fábricas, la contaminación lumínica, el ruido de los vehículos, nos impedían disfrutar de esa belleza. Una noche sin luna contemplamos por primera vez la bóveda celeste en todo su esplendor, repleta de esa espesura de estrellas tan característica.

—No te vayas por las ramas mamá. La señora de la azotea.

—Está bien, allá voy. Se nos aconsejó hacer gimnasia para no perder masa muscular. Una mañana tu padre y yo seguimos los ejercicios de un youtuber atlético y sonriente, al día siguiente teníamos el cuerpo hecho trizas, apenas podíamos caminar, decidimos que lo de los hábitos saludables para una vida feliz no era nuestro fuerte. En la azotea del edificio de enfrente se reunían los vecinos de varios pisos. Estaba terminantemente prohibido, pero ellos decretaron por unanimidad saltarse las normas. Era una auténtica delicia observar a los niños corretear por esa azotea, nos entreteníamos horas viéndolos gozar de su libertad. Los residentes más sufridos, daban veinte o más vueltas alrededor del terrado, dispuestos a no perder el tono muscular. Entre el grupo de caminantes destacaba una mujer por su determinación, creo que daba más de cien giros a velocidad de crucero, sudaba a mares, no miraba a nadie, solo caminaba y caminaba por el terrado como si ese fuese su único propósito en la vida. Hubo un día en que nos desconfinaron, el pico de contagios ya no suponía una amenaza tan grave, según aseguraron las autoridades. Nos permitieron asaltar las calles, principalmente para que volviésemos a nuestros trabajos, la economía no se sostenía con tanto confinamiento, debíamos volver a nuestra vida de mierda.

—Mamá ¡qué malhablada eres!

—Perdona, es que fue muy duro dejar aquella paz. Me llamó la atención que la mujer de la terraza continuara dando vueltas y más vueltas por la azotea de su edificio. Ya podía salir a pasear por donde se le antojase, incluso huir de la ciudad si le apetecía, sin embargo, ella seguía con la misma fijación inquietante que la forzaba a deambular por la superficie de la terraza. Me preocupé seriamente por su salud mental, alguien debía frenarla, ayudarla a salir de ese cuadrado vicioso. Una noche me despertó una gaviota, creí que estaba atacando a una presa de gran tamaño, algún gato o una rata gigante, a juzgar por la violencia de los graznidos que cesaron de golpe para dar paso a unos gritos de mujer, unos gritos lastimeros de desolación absoluta. Me asomé al balcón y vi a la mujer que daba vueltas en la terraza, estaba arrodillada en el suelo, arrancó a llorar y permaneció inconsolable hasta el amanecer.

—¿No hiciste nada?

—No, me pareció que debía respetar su duelo.

—Mamá, unas veces me cuentas que la mujer de la terraza se convirtió en gaviota, liberándose así de un terrible hechizo, otras que fue devorada por la gaviota. ¡Siempre cambias el final!

—Hijo, ya tienes edad suficiente para saber la verdad. La mujer de la azotea es María, la frutera de la esquina, la que te sonríe y te regala una ciruela, una fresa o una cereza, la misma que esa noche perdió el miedo a volar y salió del trance gracias al ataque de una gaviota.


subiraba [at] gmail.com
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Ilustración relato: Imagen por MichaelGaida, en Pixabay [public domain]

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