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Margen Cero

 
 


 



Cómo erigir un altar en
una nevera vacía

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Juan C. Garrido
del Pozo
 

Si te lo contase, sin duda lo encontrarías del todo absurdo; en los últimos tiempos, encontrabas absurdas la mayor parte de las cosas que yo hacía o decía, aunque no podría reprocharte que te burlases de esto, pues yo mismo lo encuentro disparatado; el caso es que, desde que te fuiste, no he vuelto a llenar la nevera.

Admito que detestaba esa manía tuya de tener la nevera repleta, en especial por verme siempre obligado a comer aquello que, con tu carácter previsor, me indicabas —antes de que se estropease— en lugar de lo que me apetecía, de continuo sometido a la tiranía de las fechas de caducidad. No dejaba de tener gracia que, a pesar de poseer, en vez de nevera, una suerte de cuerno de la abundancia, no pudiese elegir, dado que, en toda ocasión, había algo a punto de echarse a perder. Odiaba con saña tener que comerme tus yogures desnatados y tus kiwis reblandecidos, y la mera vista de la nevera me provocaba nauseas.

Soy consciente de la mezquindad del acto, mas no puedo negar la satisfacción, casi mística, que me embargaba, después de que me abandonaras, cuando abría la nevera y veía algún artículo que comenzaba a pudrirse o que había superado la fecha de caducidad y lo arrojaba a la basura; sentía como si, al deshacerme de manzanas podridas y limones mohosos, me estuviese librando de tu recuerdo, que me dolía como una muela recién arrancada. Lo único que no me atreví a tocar fue el paquete de salmón ahumado: nunca me había gustado en particular, si bien tú me hiciste aborrecerlo; te empeñabas en comprarlo alegando que venía bien tenerlo porque era muy socorrido, y al final siempre tenía que acabar comiéndomelo yo para que no caducase. El paquete yacía sobre una abultada pila de quesitos, salchichas de Frankfurt y embutidos loncheados envasados al vacío; de algún modo, se las apañó para arrojarse de las alturas y había acabado apoyado, casi en vertical, sobre el fondo de la nevera, y el frío hizo que terminase adhiriéndose a él. Al principio, su tacto me inspiraba aprehensión y procuraba evitarlo cada vez que tenía que coger algo en sus inmediaciones; no obstante y en último caso, no pude desprenderme de él, pues era como deshacerme de manera definitiva de ti, algo para lo que entonces no estaba preparado, y todavía sigo sin estarlo.

Aun así, el proceso de vaciado era dolorosamente lento, y tuve que acelerarlo consumiendo primero aquellos artículos que aguantarían más, por lo que de nuevo estuve sometido a la dictadura del calendario, esta vez de modo inverso. Creo que fue en ese momento cuando adquirí la determinación de no meter nada nuevo en ella. Desde entonces, desayuno fuera de casa, ya que, en cuanto que abro un paquete, la leche se me agria de un día para otro, y me has contagiado tu estúpida prevención por lo que respecta a desperdiciar los alimentos; las veces que no como en algún bar, siempre consumo latas o productos que no precisen ser conservados en frío.

No deja de ser irónico que las cosas que más añoro de ti sean los detalles que antes me enervaban de modo casi intolerable. Antes de que te instalases conmigo, mi vida transcurría en un desorden organizado; cierto es que dejaba las cosas de cualquier modo: la chaqueta sobre la cama o las llaves sobre la cómoda, mas lo hacía siempre en el mismo sitio. Tu llegada trajo consigo una suerte de orden caótico: colocabas todo, aunque sin lógica alguna y cada vez de un modo distinto, y de continuo tenía que estar preguntándote dónde habías puesto tal cosa o la otra. Ahora, cada vez que voy a coger las llaves y las encuentro sobre la cómoda, me embarga una profunda decepción y, no lo negaré, una punzante desazón.

Te marchaste de improviso, llevándote apenas tu presencia y tu ropa, y, eso sí, todas tus fotos, como si quisieras borrar por completo la menor evidencia de tu estancia conmigo. Reconozco que en el transcurso de la última semana apenas nos habíamos dirigido la palabra y, en las escasas ocasiones en las que lo hicimos, siempre fue para causar daño, pero la vista de los marcos vacíos fue un golpe demasiado duro. Ahora, la nevera se me antoja uno de esos pequeños altares de madera que, durante mi infancia, los vecinos se iban pasando de casa en casa y que contenían una imagen de la Purísima. Cuando nos tocaba el turno, mi madre lo colocaba sobre el recibidor, echaba unas monedas en la caja que había en su base y, delante de él, encendía dos pequeñas velas recubiertas por fundas de plástico rojo, que matizaban su luz. A falta de otra imagen que contemplar, ya que te las llevaste todas, a menudo me quedo extasiado mirando el paquete de salmón, caducado desde hace más de once meses, a veces durante horas seguidas, pese a que la nevera se queja con su insistente pitido y no me deja concentrarme en la autocompasión tanto como quisiera.

A principios del mes pasado, el hecho de tener la puerta cerrada me causaba intranquilidad y remordimientos, por lo que acabé por desconectar la nevera y, desde entonces, la puerta siempre permanece abierta. Hace un par de semanas, el paquete de salmón comenzó a hincharse. Al principio engrosó con timidez, pero desde hace dos días semeja un globo y, aunque parezca irracional, no puedo pegar ojo en toda la noche pensando en la posibilidad de que llegue a reventar y, a cada momento, me levanto para comprobar si sigue intacto.

A tu marcha, no dejaba de maquinar todo el día; pensaba en qué podía hacer que te causase tanto daño como el que yo estaba padeciendo. Tuvo que transcurrir bastante tiempo, al menos cuatro meses, hasta que abandoné esa absurda obsesión. Te vi por la calle en compañía de otro; no sé a ciencia cierta si era el que ahora ocupa mi lugar, pues ni siquiera ibas cogida de su brazo, tal como te gustaba hacer conmigo, si bien charlabais animados y reías; cualquiera que te viese pensaría que eras feliz; no como yo. Entonces comencé a elucubrar sobre cómo podría lograr que te murieses de ganas de volver conmigo, aunque nunca di con nada que me convenciese de modo medianamente serio.

El jueves pasado me enteré de que te vas a casar; me encontré con tu amiga Laura en el supermercado y me lo espetó sin tan siquiera tratar de disimular un poco y darle a la noticia un aire casual; en sus ojos brillaba la malicia y, después, cuando comprobó cómo la había encajado, una ostentosa satisfacción. En un primer momento, el impacto me dejó vacío y sin capacidad de reacción, como cuando te dan un puñetazo en el la boca del estómago y te quedas sin aire y, por más que intentes respirar, no logras llenar los pulmones y lo único que consigues es boquear como un pez.

No dudé en insistir, presionar y suplicar a todo el círculo de amistades comunes para procurar averiguar algo más; así me enteré de que él era un compañero de trabajo, además de simpático, divertido, sensible y comprensivo, todo lo que yo no era. Laura me llamó por teléfono: se había enterado de que andaba haciendo indagaciones y quería ser ella la que me contase todos los pormenores de la futura boda, incluida la despedida de soltera que ibas a celebrar esa noche. No pude evitar presentarme allí; sabía que era absurdo e inútil, pero no fui capaz de abstenerme. Cuando me vi delante de ti, después de más de un año, podía haberte dicho una de esas frases ingeniosas y zahirientes que había estado preparando durante todo este tiempo, o me podía haber arrodillado y haberte suplicado y mendigado que volvieses, pero me limité a disparar una foto y después me marché. Nada más llegar a casa, la imprimí y la pegué sobre el restallante paquete de salmón.

Ayer por la tarde, cuando pasaba junto a la nevera, me volví frente a ella e inicié una genuflexión. Estoy casi seguro de que no fue más que un acto reflejo, recuerdo de la infancia y de los dos años que fui monaguillo, pero el caso es que el hecho me produce una inquietud indescriptible y no he podido dejar de pensar en ello durante todo el día. Ahora mismo, estoy mirando tu imagen y siento unas ganas incontenibles de persignarme.

Y es posible que acabe haciéndolo.

 

 

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JUAN CARLOS GARRIDO DEL POZO, nacido en Ávila en 1965, cursó estudios de ingeniería de telecomunicación y en la actualidad trabaja en el ámbito de la automatización industrial. Su primera novela, Sombras chinescas, fue finalista del premio Planeta 2005. También ha sido ganador del I premio nacional de microrelatos Hipálage 2007 y del premio internacional de pensamiento del concurso Internacional de Microtextos Garzón Céspedes 2008, así como finalista del premio especial Salzillo de Canal Literatura 2007, del premio de microficción Garzón Céspedes 2007 y del concurso literario Bonaventuriano 2009.

@ sustituida jcgarrido[at]drop-ingenieria.es
 

ILUSTRACIÓN RELATO: Vaso1, By Hielocolor (Hielocolor) [Public domain],
via Wikimedia Commons
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Relatos y enlaces en esta publicación:

- Eduardo Jauralde: Cuento Cruel

- Juan C. Garrido del Pozo - Cómo erigir un altar en una nevera vacía

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- Rubis M. Camacho Velásquez - De plumas malditas

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Revista Almiar - n.º 46 - mayo/junio de 2009 - ISSN 1695-4807
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