Queremos que lo sepan: no
sentimos culpa.
Ahora, que todo ha pasado,
la gente nos mira con rencor, casi con asco. Normalmente nos dejan hacer
nuestro trabajo y ni siquiera se dignan a prestarnos atención. ¿Por qué
habríamos de simular arrepentimiento? Eso se lo dejamos a ellos, a quienes
le causaron a ese hombre el dolor que lo llevó a la muerte.
Una noche estábamos aquí,
reunidos como siempre. La luz de la luna llena, helada en el cielo, daba
un baño de suave calma al silencio. No había ni un leve soplo de viento.
El hombre se fue acercando
a nosotros; lo vimos llegar desde muy lejos, a medida que la silueta se
recortaba en el horizonte, negro sobre blanco, mientras subía la loma
cubierta de escarcha. El aliento tibio, como una nube de cristal delante
del rostro, anunciaba su presencia en la madrugada. Una vez que estuvo
bastante cerca, olfateamos la ropa sudada de desesperación. Este primer
aroma se mezclaba con el vaho de alcohol de cada respiración, rítmica
por el cansancio que le provocaba la pendiente; cada dos pasos, un fuerte
resuello.
Se detuvo junto a un árbol
y nos miró, resoplando. Lo miramos también. Tal vez sintió un ligero temor,
no sería la primera vez que alguien se acobarda en nuestra presencia.
¡No es fácil mirarnos a los ojos sin sentir la certeza de lo inevitable!
Después de algunos segundos, supuso que no había de qué preocuparse y
todavía dio dos pasos más hacia nosotros, como demostrando coraje.
Lo ignoramos. No nos interesaba.
Aclaró la garganta para
hablar, mas al ver que ya tenía nuestra atención, se puso a silbar. Silbó
una melodía triste que conocía muy bien, la adornaba con trinos y silencios
intencionados, haciendo aún más bella la canción. Mientras tanto, abrió
una bolsa, sacó un rollo de soga y se puso a trabajar. Las ramas del árbol
cubrían de sombras sus movimientos.
Algunos de nuestro grupo
se alejaron unos metros. El tipo levantó la mirada y comenzó a hablar:
«Si hubiera venido con los perros, todos ustedes ya se habrían ido de
aquí —aseveró—. Pero no los traje para que no armen escándalo, ya se sabe
cómo son los perros».
No nos gustan los bichos
que ladran, de eso no hay duda. A partir del momento en que habló, no
le quitamos los ojos de encima: el hombre había venido hasta allí a buscarnos.
Los que antes dudaban, se arrimaron un poco más para escuchar lo que tenía
para decir. ¡Total, hasta esa hora no habíamos encontrado nada mejor que
hacer!
«¡Soy un hombre! ¿Cuánto
más puedo soportar? —continuó—. Pensé que iba a poder escapar al
destino pero ya no aguanto más. ¡Mi castigo es demasiado grande! Me voy
a colgar de este árbol, de este mismo, para aliviar la pena honda que
me agobia…».
Hablaba como los borrachos,
arrastrando las sílabas con palabras pomposas y grandilocuentes, a la
vez que agitaba los brazos. Tenía una voz dulce, y las marcas de las manos
mostraban que había trabajado duro por muchos años. Las cerró en puños
delante del rostro y exclamó: «¡Aceptamos cargar nuestras culpas como
si fueran plumas y después no podemos llevar el peso! Yo creí que me perdonaría
porque siempre fui sincero. Ella se rió de mí y me abandonó».
En ese momento, si hemos
de decir la verdad, se nos aguó la fiesta. ¡Era una pena de amor! Nada
que no hubiéramos visto antes. Nos alejamos, sí, un poco por la vergüenza
de verlo sufrir; otro, por aburrimiento. Armamos nuestra reunión unos
cien metros más allá y lo dejamos solo, con el árbol y la pena.
Al rato ya nos habíamos
olvidado, mirando desde lo alto pasar los autos por la ruta, sintiendo
los aromas de la noche, de los zorrinos, de los caballos más allá. Cada
movimiento se veía claramente en esa noche quieta y plateada.
Entonces se escuchó como
latigazo el sonido de la cuerda deslizándose rápidamente sobre el nudo
y también oímos los roncos estertores del suicida.
Allí comenzó nuestro trabajo
y nuestro festín. Primero, los ojos. Luego las partes blandas de la boca.
La ropa dificultó la empresa, más aún el sabor amargo del alcohol que
todavía exudaba el hígado de ese hombre. Igual comimos hasta hartarnos,
todo lo que pudimos. Arrancamos los trozos de carne con voracidad. Cuando
tuvimos suficiente, ya casi había amanecido.
No sabemos qué hizo o quién
lo castigó. ¿Por qué se veía tan agobiado y triste? Es un misterio. Los
hombres no soportan ser hombres. Se creen dioses e incluso inventan dioses
porque no toleran estar sometidos a la ley de la Vida, tan simple y a
la vez compleja. Se juzgan entre ellos y se lastiman. ¿Dónde está la bondad
humana? Usan estos dioses inventados para condenar al tormento eterno
a aquellos que logran escapar de la justa sentencia o, peor aún, para
conformar y someter mansamente a los que nunca podrán reclamar ni recibirán
justicia. Luego luchan entre ellos, para ver cuál es el dios más poderoso,
el que más temor infunde, el que más culpa genera y más doblega la libre
voluntad. Han perdido el rumbo y sacrifican lo único que tienen, su única
vida, sin razón.
Nosotros no sentimos así,
sólo hacemos lo que nuestra naturaleza manda. De este modo se mantiene
el delicado equilibrio. Cumplimos las leyes que durante milenios rigen
la economía de la supervivencia. Hay pocas opciones: los aciertos significan
una prole numerosa y la eternidad; los errores cuestan vida y la desaparición
de tu herencia.
Los caranchos cazamos a
los pequeños, a los débiles, a los enfermos o a los abandonados. No siempre
es necesario cazar, la noche es prolífica en muertes: una liebre atropellada
en el asfalto, los restos que deja el puma de la presa o la carne de un
hombre muerto colgado de un árbol.
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CECILIA FACAL:
«Nací en Buenos Aires, Argentina en 1963. Cursé estudios
de Lic. en Ciencias de la Computación. Actualmente curso la carrera de
Corrector Literario. En el año 1999 me mudé a la villa turística de El Chaltén, al pie del cerro Fitz Roy donde vivo rodeada de montañas, lagos
y glaciares. Junto con mi marido, tenemos un restaurante y una tienda
turística. Tengo 3 hijos. Soy viajera por vocación y cuentera por herencia.
Escribo por necesidad».
cecilia_f[at]fibertel.com.ar
ILUSTRACIÓN
RELATO:
EdioLusknoop, By FilmRob (Own
work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or
GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)], via Wikimedia Commons.
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