ALMIAR

Margen Cero

 
 


 



Los dioses

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Cecilia Facal

 

Queremos que lo sepan: no sentimos culpa.

Ahora, que todo ha pasado, la gente nos mira con rencor, casi con asco. Normalmente nos dejan hacer nuestro trabajo y ni siquiera se dignan a prestarnos atención. ¿Por qué habríamos de simular arrepentimiento? Eso se lo dejamos a ellos, a quienes le causaron a ese hombre el dolor que lo llevó a la muerte.

Una noche estábamos aquí, reunidos como siempre. La luz de la luna llena, helada en el cielo, daba un baño de suave calma al silencio. No había ni un leve soplo de viento.

El hombre se fue acercando a nosotros; lo vimos llegar desde muy lejos, a medida que la silueta se recortaba en el horizonte, negro sobre blanco, mientras subía la loma cubierta de escarcha. El aliento tibio, como una nube de cristal delante del rostro, anunciaba su presencia en la madrugada. Una vez que estuvo bastante cerca, olfateamos la ropa sudada de desesperación. Este primer aroma se mezclaba con el vaho de alcohol de cada respiración, rítmica por el cansancio que le provocaba la pendiente; cada dos pasos, un fuerte resuello.

Se detuvo junto a un árbol y nos miró, resoplando. Lo miramos también. Tal vez sintió un ligero temor, no sería la primera vez que alguien se acobarda en nuestra presencia. ¡No es fácil mirarnos a los ojos sin sentir la certeza de lo inevitable! Después de algunos segundos, supuso que no había de qué preocuparse y todavía dio dos pasos más hacia nosotros, como demostrando coraje.

Lo ignoramos. No nos interesaba.

Aclaró la garganta para hablar, mas al ver que ya tenía nuestra atención, se puso a silbar. Silbó una melodía triste que conocía muy bien, la adornaba con trinos y silencios intencionados, haciendo aún más bella la canción. Mientras tanto, abrió una bolsa, sacó un rollo de soga y se puso a trabajar. Las ramas del árbol cubrían de sombras sus movimientos.

Algunos de nuestro grupo se alejaron unos metros. El tipo levantó la mirada y comenzó a hablar: «Si hubiera venido con los perros, todos ustedes ya se habrían ido de aquí —aseveró—. Pero no los traje para que no armen escándalo, ya se sabe cómo son los perros».

No nos gustan los bichos que ladran, de eso no hay duda. A partir del momento en que habló, no le quitamos los ojos de encima: el hombre había venido hasta allí a buscarnos. Los que antes dudaban, se arrimaron un poco más para escuchar lo que tenía para decir. ¡Total, hasta esa hora no habíamos encontrado nada mejor que hacer!

«¡Soy un hombre! ¿Cuánto más puedo soportar? —continuó—. Pensé que iba a poder escapar al destino pero ya no aguanto más. ¡Mi castigo es demasiado grande! Me voy a colgar de este árbol, de este mismo, para aliviar la pena honda que me agobia…».

Hablaba como los borrachos, arrastrando las sílabas con palabras pomposas y grandilocuentes, a la vez que agitaba los brazos. Tenía una voz dulce, y las marcas de las manos mostraban que había trabajado duro por muchos años. Las cerró en puños delante del rostro y exclamó: «¡Aceptamos cargar nuestras culpas como si fueran plumas y después no podemos llevar el peso! Yo creí que me perdonaría porque siempre fui sincero. Ella se rió de mí y me abandonó».

En ese momento, si hemos de decir la verdad, se nos aguó la fiesta. ¡Era una pena de amor! Nada que no hubiéramos visto antes. Nos alejamos, sí, un poco por la vergüenza de verlo sufrir; otro, por aburrimiento. Armamos nuestra reunión unos cien metros más allá y lo dejamos solo, con el árbol y la pena.

Al rato ya nos habíamos olvidado, mirando desde lo alto pasar los autos por la ruta, sintiendo los aromas de la noche, de los zorrinos, de los caballos más allá. Cada movimiento se veía claramente en esa noche quieta y plateada.

Entonces se escuchó como latigazo el sonido de la cuerda deslizándose rápidamente sobre el nudo y también oímos los roncos estertores del suicida.

Allí comenzó nuestro trabajo y nuestro festín. Primero, los ojos. Luego las partes blandas de la boca. La ropa dificultó la empresa, más aún el sabor amargo del alcohol que todavía exudaba el hígado de ese hombre. Igual comimos hasta hartarnos, todo lo que pudimos. Arrancamos los trozos de carne con voracidad. Cuando tuvimos suficiente, ya casi había amanecido.

No sabemos qué hizo o quién lo castigó. ¿Por qué se veía tan agobiado y triste? Es un misterio. Los hombres no soportan ser hombres. Se creen dioses e incluso inventan dioses porque no toleran estar sometidos a la ley de la Vida, tan simple y a la vez compleja. Se juzgan entre ellos y se lastiman. ¿Dónde está la bondad humana? Usan estos dioses inventados para condenar al tormento eterno a aquellos que logran escapar de la justa sentencia o, peor aún, para conformar y someter mansamente a los que nunca podrán reclamar ni recibirán justicia. Luego luchan entre ellos, para ver cuál es el dios más poderoso, el que más temor infunde, el que más culpa genera y más doblega la libre voluntad. Han perdido el rumbo y sacrifican lo único que tienen, su única vida, sin razón.

Nosotros no sentimos así, sólo hacemos lo que nuestra naturaleza manda. De este modo se mantiene el delicado equilibrio. Cumplimos las leyes que durante milenios rigen la economía de la supervivencia. Hay pocas opciones: los aciertos significan una prole numerosa y la eternidad; los errores cuestan vida y la desaparición de tu herencia.

Los caranchos cazamos a los pequeños, a los débiles, a los enfermos o a los abandonados. No siempre es necesario cazar, la noche es prolífica en muertes: una liebre atropellada en el asfalto, los restos que deja el puma de la presa o la carne de un hombre muerto colgado de un árbol.

 

 

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CECILIA FACAL: «Nací en Buenos Aires, Argentina en 1963. Cursé estudios de Lic. en Ciencias de la Computación. Actualmente curso la carrera de Corrector Literario. En el año 1999 me mudé a la villa turística de El Chaltén, al pie del cerro Fitz Roy donde vivo rodeada de montañas, lagos y glaciares. Junto con mi marido, tenemos un restaurante y una tienda turística. Tengo 3 hijos. Soy viajera por vocación y cuentera por herencia. Escribo por necesidad».

@ sustituida cecilia_f[at]fibertel.com.ar
 

ILUSTRACIÓN RELATO: EdioLusknoop, By FilmRob (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)], via Wikimedia Commons.
 

 

 

Relatos y enlaces en esta publicación:
 

- Eduardo Jauralde:  Cuento Cruel

- Juan C. Garrido del Pozo - Cómo erigir un altar en una nevera vacía

- Cecilia Facal - Los dioses

- José L. Suelves Naya - Nunca se olvida

- José J. Luque González - Llueve

- Rubis M. Camacho Velásquez - De plumas malditas

- Entrevista a los autores premiados

- Página de inicio del Certamen

 

 


Revista Almiar - n.º 46 - mayo/junio de 2009 - ISSN 1695-4807
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