Cifras y letras

Aster Navas

 

«Once años tenía,
doce meses hace que te espero,
por este paraguas trece duros pago».

Gloria Fuertes, Obras incompletas.

 

El sultán se despertó una mañana con un número pegado a los labios. El guarismo —como la melodía de una moaxaja— lo acompañó durante toda la jornada.

Por la tarde, en el Pleno, se sorprendió a sí mismo bisbiseándolo, completamente ajeno a las detalladas observaciones de sus consejeros sobre la necesidad de un nuevo aljibe, el monto por la cobranza de alcabalas o la construcción de la tercera torre de la alcazaba.

Pasó la noche —tropezó con el dígito en el ombligo de su decimosexta esposa— haciendo cábalas sobre el origen de esa fijación tan absorbente. No, no correspondía a la fecha de su coronación, ni —imaginó todas las combinaciones posibles— a la de ninguno de sus noventa y seis hijos. Era muy superior al número de alcobas de palacio e inferior —pidió de madrugada a sus ujieres papel y tinta para hacer la operación— al número de días que había vivido.

Lo único cierto es que desde esa noche el único propósito de su reinado fue descifrar aquel enigma. Repartió a sus funcionarios y menestrales desde la vega hasta los desolados pueblos de la costa con esa única encomienda. Pero el número que desvelaba desde hacía ya meses al monarca no coincidía con el censo de sus súbditos ni se acercaba al total de olivos. Era mayor que el cómputo de doncellas pero no alcanzaba al de adobes con que fue levantada la Gran Mezquita. No había tantos azulejos en Puerta Elvira, ni tantos puestos en el zoco. No eran tantos los nombres para designar al Omnipotente, ni había tantos pasos hasta el Mediterráneo. Su preferida —amaneció contándolos— tenía muchos más cabellos y había, según el cartógrafo real, muchas más leguas hasta la Meca.

Eso sí, cada vez estaba más convencido —con esa certeza irrefutable que sólo da la intuición— de que la cifra no escondía un mensaje de la fortuna sino de la fatalidad, pues al pronunciarla se le quebraba la garganta.

Cada atardecer alimentaba más esa certidumbre: la sierra no medía tantos pies, no había pueblos con tantas ventanas, comarca con tantos niños. En la ceca no se fabricaban tantos dinares, en la alhóndiga se almacenaban muchas menos cántaras de vino. Fueron muchos más los albaricoques que se recolectaron en Junio y muchas más las almendras recogidas en Septiembre.

Probó a leer la cifra al modo de los infieles, trastocó el orden de sus elementos, los sumó, restó, multiplicó, dividió, los dejó en manos de algebristas, astrónomos, alquimistas y zahoríes... Todo fue inútil y nadie pudo evitar que el rey siguiera vagando insomne por los pasillos de la corte con los ojos cada vez más turbios.

Avejentado y exhausto, una noche de mayo, Boabdil el Zegoybí consiguió, milagrosamente, conciliar el sueño. Su lugarteniente, a pesar de la gravedad de la noticia, no quiso –se limitó a arroparlo; dormía como un niño— despertarlo: las tropas cristianas avanzaban hacia Granada. Eran —según la General Estoria— 16.790 hombres.

La cifra, por supuesto, es lo de menos.

 


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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


 



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