La ética en tiempos de penuria,
o de la inextinguible llama del nazismo


artículo por
Óscar Portela

 

El hombre interior
Género: Drama
Director: Bobby Roth
Actores: Peter Coyote, Nathalie Baye,
Jurgen Prochnow, Hippolyte Girardot
Título Original: The Man Inside.

(A mi amigo Rafael Vargas Gómez)

Wallraff: un periodista en la maraña del pasado

La reputación del periodista Günter Wallraff, paradigma del periodismo izquierdista de denuncia del racismo o la manipulación de la prensa es acusado de haber servido a la STASI, el siniestro y criminal ente de seguridad de la Alemania comunista.

Wallraff, quien en los años ‘80 se disfrazó de inmigrante como Alí el obrero, e hizo avergonzar a la sociedad germana con su libro Cabeza de turco, por las revelaciones sobre el abuso a los extranjeros trabajadores tiene algunas facetas de su pasado por aclarar, a juzgar por los archivos de la policía secreta germano-oriental.

Según las últimas revelaciones, entre 1968 y 1971, el periodista constó como  «colaborador  no  oficial» —el  equivalente  a  un  confidente  más  o menos  de  plantilla— de la Stasi, bajo el nombre clave de «Wagner», con la misión de espiar a otras personas. El tal Wagner filtró a los servicios secretos de la Alemania comunista  —y, por extensión, a los soviéticos— información sobre «métodos de guerra psicológica» y «sustancias químicas», al parecer conseguida del seguimiento a investigadores occidentales y de las actividades del consorcio Bayer.

A la caza de los nazis agazapados

Las sospechas de que Wallraff sirvió a la Stasi no son nuevas, puesto que ya en 1992, tras el éxito editorial de Cabeza de turco, tuvo que hacer frente a tales acusaciones, que rebatió con el argumento de que se trataba de una maniobra para desprestigiarlo. Wallraff no negó nunca haber tenido contactos —o incluso buenos vínculos— con la Stasi, puesto que ésta le abrió sus archivos en los años ‘80, cuando éste buscaba información sobre nazis en cargos directivos en la Alemania occidental. Pero tanto entonces como ahora rechaza haber espiado para la policía secreta.

El escándalo ha tomado ahora más fuerza, a la luz de las denominadas Actas Rosenholz, un material de la Stasi que, tras la reunificación, cayó en manos primero de la KGB y luego de la CIA, hasta que el pasado julio fueron devueltos a Alemania. La nueva documentación ha permitido subsanar una serie de lagunas de conocimiento. Hasta ahora, existían dudas acerca de la identidad de ese «Wagner», por un salto de fechas y dos errores tipográficos.

Atando cabos

Cotejando la información conservada en Alemania con la aportada por la CIA se ha reconstruido el acertijo, al parecer sin margen de duda, según un informe de nueve páginas, presentado en Berlín. Hasta ahora el departamento que custodia los archivos de la Stasi en Berlín había tachado de insostenibles las acusaciones. Pero la situación ha cambiado, según ha admitido su actual directora, Marianne Birthler. Las Actas Rosenholz no exculpan ya a Wallraff, sino que apuntan a lo contrario. Tal vuelco en el caso se ha producido, dice Birthler, «tras el análisis de las pruebas recibidas de la CIA».

Habla el acusado

Wallraff rebate estos argumentos: «Las acusaciones nuevas son iguales a las antiguas. Sólo que hay un par de actas más», afirma el periodista. Puede que todo se deba a una confusión de nombres, apunta, puesto que Wagner «es un apellido muy común». Cuando se ventilaron las primeras sospechas, el periodista se defendió hablando de «campaña de descrédito, orquestada por medios sensacionalistas vengativos».

Wallraff es un viejo enemigo de ciertos medios, concretamente de Bild, el periódico más leído de Europa y, por lo demás, de tipo sensacionalista, en cuya redacción se infiltró para denunciar luego, en formato de libro, los entresijos de sus consejos de redacción y la manipulación informativa. Más famoso aún le hizo otra operación de «camuflaje»: cuando adoptó la identidad del «turco» Alí, aceptó los trabajos más duros —o hasta suicidas, ya que hizo de conejillo de indias de la industria farmacéutica y mecánico de una central nuclear— para vivir en propia carne la marginalidad y desprecio a que se ve sometida la inmigración. El resultado fue Cabeza de turco, best seller en Alemania, que le valió la enemistad eterna de quienes se vieron «retratados» en la denuncia, como la Unión Cristiano Social de Baviera (CSU), cuyo patriarca, Franz Josef Strauss, le había llevado ya a tribunales.

Buenas intenciones y malos amigos

Independientemente de las acusaciones, cierto es que Günter Wallraff es otro triste ejemplo de aquellos intelectuales de izquierda que quisieron un mundo más justo y lucharon por las libertades civiles aliándose, paradójicamente, con una dictadura. Su despertar, empero, sólo llegó cuando el régimen comunista no lo consideró más útil y le recortó sus propios derechos.

Las nuevas revelaciones sobre el pasado de Wallraff saltaron a la opinión pública a través del diario Die Welt, del grupo Springer —asimismo editor de Bild—. Ello permite al escritor aseverar que se trata de las acusaciones de siempre, lanzadas por los eternos enemigos. Sólo que, ahora, el caso ha adoptado una nueva perspectiva para la oficina Birthler, en cuyas actas consta que «W» dejó de trabajar en 1973, tras comprobarse que era un individuo «no fiable, inconsistente y olvidadizo». Como ya lo dijera el propio Bertold Brecht, «la revolución se devora a sus propios hijos».

María Jesús Casals Carro define a Wallraff

Conviene recordar algunos aspectos de Gunther Wallraff a quien se le llamó el Robin Hood de los periodistas alemanes porque eligió la denuncia de los poderosos para proteger a los más débiles. Sus métodos fueron trasgresores en una Alemania cuyos periódicos ocultaban lo indeseable y cuyos lectores no querían leer lo que no les gustaba oír. Wallraff ha sido quizá un personaje irrepetible por lo heroico de sus acciones y por su generosidad sin límites que le llevó a prescindir hasta de tener vida propia. Durante más de 25 años fue capaz de transformarse —no de disfrazarse, he ahí el matiz— en diferentes personalidades para introducirse en lugares y situaciones que de otro modo no hubiera sido posible. Vivía estas experiencias hasta el más profundo de los fondos, por muy duras que fuesen y por largo tiempo, incluso años. Este periodista indeseable, como él mismo se calificó en un recordado libro (1979), trabajó en una inhumana cadena de montaje de coches, se introdujo como paciente en un psiquiátrico, pasó por uno de esos seudo-periodistas, Hans Esser se hizo llamar, de la tremenda prensa sensacionalista alemana gobernada por Axel Springer. Durante cuatro meses de trabajo pudo reunir material suficiente para revelar los trucos y mentiras, inventos y sucios métodos del sensacionalista y reaccionario Bild Zeitung, diario de más de 6 millones de ejemplares. Se hizo pasar por un alemán rico y pronazi y descubrió de ese modo la intentona golpista del general portugués Spínola. Se encadenó a una verja en Atenas pidiendo libertades para el pueblo porque quería conocer cómo era la represión en la Grecia de la dictadura militar: fue detenido, torturado y pasó tres meses en la cárcel griega. Fue un empresario católico que sentía «escrúpulos de conciencia» y por eso fue a consultar sus dudas a once sacerdotes y obispos: ¿puedo vender NAPALM al ejército norteamericano en el Vietnam?, les preguntó. Todos, sacerdotes y obispos, le aconsejaron que podía vender su química abrasiva y letal.

Gunther Wallraff publicaba libros después con todas estas experiencias practicando así lo que él mismo asumió y defendió como un contra-periodismo. Y tan comprometido estaba en este cometido que la fuerza de sus relatos no residía en su primera persona ni en el detalle de sus transmutaciones, ni siquiera en el asombro de vivir y trabajar como un turcoGünter Wallraff en Alemania durante más de dos años. La fuerza residía en la sobriedad de su estilo explicativo, sin concesiones estilísticas, en el rigor del relato con nombres de personas, lugares, fechas, dichos y hechos.

Documentaba exhaustivamente sus relatos para que el lector pudiera comprender la cara oculta de la realidad. Gran parte de sus ingresos millonarios por sus libros los empleó en crear fundaciones —como el Fondo de Solidaridad con los extranjeros— para la defensa de los grupos de marginados que le sirvieron como modelo de sus denuncias. Otra parte de esas ganancias las tuvo que emplear para pagar los costes de sus innumerables procesos judiciales. Ha vivido oculto, amenazado y hasta con protección policial. Aquel afamado libro suyo, Cabeza de turco, que vendió millones de ejemplares, fue un testimonio fundamental en la reciente historia no sólo de Alemania, sino también de Europa. Y lo que vivió en la piel del turco Alí —su más ambicioso trabajo, su impostura más radical y más profunda como describió Rosa Montero (1987: III)— durante treinta largos meses dejó la constatación de una realidad que era necesario saber, conocer y reconocer. Gunther Wallraff, efectivamente, no fue un periodista.

Tampoco un literato. Wallraff fue el contra-periodista, el descubridor de escándalos reales que nos salpican a todos, el que enseñaba la terrible obscenidad de las peores miserias de los poderosos en particular y de la condición humana en general, el que nos recordó que seguía habiendo esclavos y la explotación del hombre por el hombre. Si hubiera ahora un Gunther Walraff español se iría a África y se transmutaría en un magrebí indocumentado y sin dinero. Cruzaría el Estrecho en patera, intentaría sobrevivir en los campos de trabajo del Levante y hasta tal vez saldría en un reportaje de televisión denunciando que a las ovejas se les da lo que a ellos, seres humanos, se les niega: un chamizo para guarecerse.

Tiempo después lo contaría en un libro y se iría lejos de las iras de tantos y tantos personajes descubiertos en su racismo rampante y en su mezquino espíritu. Wallraff, el contra-periodista, sólo quiso despertar conciencias y lo consiguió. Juan Goytisolo, en un artículo titulado En las aguas heladas del cálculo egoísta que acompañaba a modo de epílogo la edición española de Cabeza de turco (1987: 238-239) nos dejó una inolvidable defensa de la actuación de Gunther Wallraff: ¿Quién conoce, en efecto, fuera de los mismos interesados, la xenofobia, explotación y desprecio vividos día tras día? Hay que vestirse, colorearse, asumir los rasgos visibles de la extranjería, como ha hecho Gunther Wallraff durante dos años, para penetrar en la vida íntima del «mala pinta». Su obra Cabeza de Turco es sobrecogedora, no porque nos introduzca en un mundo exótico —el de la comunidad turca instalada en Alemania—, sino porque expone sin paliativos nuestra propia radiografía. Que el autor halle en plena República Federal de Alemania situaciones fielmente descritas en las novelas de Dickens y Zola no constituye una sorpresa: cualquier observador sin anteojeras puede comprobarlo de visu. Lo que da un raro valor al libro —a su admirable relato de la aventura de un narrador solitario en «las aguas heladas del cálculo egoísta»— es la «mirada nueva, más amplia, más rica» del autor a la «estrechez de espíritu y frialdad de carámbano» de sus compatriotas.

Ahí sí descubrimos algo, y la visión de Wallraff, investido de un privilegio similar al de Midas, exotiza cuanto toca: revestido de su flamante apariencia de turco, se interna y nos interna en un infierno ordinario con una santidad matizada de humor e ironía, con una indignación que se vierte en un pujo incontenible de risa. La marginalidad del punto de vista singulariza y parece dotar de un aura de novedad excepcional situaciones cotidianas y triviales, desrealiza sus contornos, las transmuta en un escenario esperpéntico en el que Frau Willi, la empresaria de pompas fúnebres dispuesta a consentir una rebaja del 10% en el precio de la futura repatriación del cadáver del presunto obrero turco desahuciado por cáncer si éste le abona de antemano los gastos, adquiere un valor emblemático. ¿Cómo no reconocer en ella la monstruosidad de nuestra amable y obsequiosa vecina?

árabe fotografía en negativoEl recorrido casi picaresco en busca de empleo del falso Alí es el de doce millones de asiáticos, negros, árabes o latinoamericanos de «mala pinta», continuamente enfrentados a circunstancias en las que la monstruosa normalidad de las conductas florece a sus anchas. Explorador de los límites de la abyección humana, Wallraff nos obliga a sondear insospechables honduras y bajar entre risas a los intestinos nauseabundos de la Europa superior, culta y civilizada.

En Barcelona, con chilaba no es un reportaje, no es periodismo. Ni contra-periodismo. Es un juego, vendido como espectáculo, propio de esos malos actores «a lo Wallraff» que siempre tienen el recurso de la ducha confortable y tan higiénica.

Ningún periodista tiene la obligación de ser un Wallraff. Es más, su profesión no es el contra-periodismo sino el periodismo con sus reglas de juego claras y exigentes: no ocultar su condición de periodista, no engañar para conseguir información, no promover escándalos como espectáculo ni como arma ideológica para conseguir fines no confesados. Documentarse, buscar, saber preguntar, saber escuchar, saber escribir, saber contar, saber analizar. Respetar los límites de los géneros porque son los códigos de credibilidad de su profesión. Una profesión que se verá obligado a defender como un servicio social de primer orden. Ya en 1919, Max Weber (1983:97-99) describió en este elocuente alegato la dimensión de esta enorme responsabilidad:

El periodista es en la actualidad el representante más importante de esa clase de políticos que fundamentan su actuación en el lenguaje. (…) El periodista comparte con el demagogo, el letrado (al menos en el continente, pues su situación en Inglaterra es distinta, al igual que en la Prusia del pasado) y el artista este destino: carece de una clasificación social fija. Forma parte de una casta de parias. La sociedad lo tasa siempre según sus representantes de ética más dudosa. En consecuencia, circulan las ideas más extravagantes sobre los periodistas y su trabajo. No todos saben que para realizar un trabajo periodístico realmente valioso se requiere tanto «espíritu» como para cualquier trabajo científico —en particular porque es preciso crear de forma inmediata, como si se obedeciera a una orden,  y  buscar  un  efecto  inmediato—, aunque las condiciones sean, desde luego, distintas.

Casi nunca se presta la debida atención al hecho de que la responsabilidad del periodista es muy grande; por lo general, el sentido de responsabilidad de un periodista honrado no suele estar por debajo del de un científico; más bien, está por encima, como lo ha demostrado la guerra.

Sin embargo, sólo retenemos en la memoria los trabajos periodísticos irresponsables, debido a que su efecto suele ser terrible. Nadie cree, por ejemplo, que la discreción de un periodista competente supera, en general, a la de otras personas. Las enormes tentaciones que esta profesión conlleva, y las otras circunstancias que hacen al entorno del trabajo periodístico, producen esas consecuencias que han habituado al público a mirar a la prensa con una mezcla de desprecio… y de miserable cobardía…

Introducción a una Ética en tiempos de penuria

¿Por qué escribir una nota sobre un filme que no conoce nadie y que es poco probable que lo conozcan debido a su nula distribución incluido en DVD? Pues porque es algo más que un simple filme excepcionalmente realizado, actuado y escrito. Se trata de que la cinta exige una interpretación que va más allá de una discusión acerca de la funciones de lo que denominamos Cuarto Poder, de una Tesis sobre la Cuestión Ética que entraña la heroica y abnegada función de formar informando. Se trata de algo más de de las denuncias sobre la corrupción de la Prensa en Función de las Hegemonías políticas.

Se trata pues de mostrar que lo que llamamos concentración de poder encuentra en la información el modo de anular el espacio de lo privado y convertirlo en «acodo de lo público»: Sendas Perdidas; Heidegger. En lo que el mismo maestro denominó «publicidad de todo ente» se encuentra el ejerce por donde pasan todas las formas de manipulación de conciencias como modo de llegar al complot político que Hitler soñó e hizo realidad.

Hitler sabía que sólo en la superficie el nazismo como forma extrema de malthusianismo había fracasado. Sabía incluso que aquella guerra constituía sólo un episodio de algo que iba más allá de la contingencia de la derrota fáctica.

Había demostrado al mundo algo que el mundo no sabía: que un gobierno mundial era posible aun a costa de eliminar a media humanidad del planeta: esta y no otra es «la voluntad que se sabe a sí misma» en el instrumental de la esencia de la técnica. El nihilismo es más amplio que todo el desierto.

Aún más: es para Heidegger la posibilidad de todo desierto y como éste le decía a Junger la línea que determina dónde se debe saltar sobre el desierto somos nosotros mismos: Sobre la Línea.

Poco importa si alguien a quien pocos conocen —entre estos yo— cómo Gunther Walrraff estuvo en un momento de su vida unido o no a organizaciones nazis.

Esto nos conduciría a reducir su tarea a la coyuntura contingente que toda vida humana entraña. Lo que sí importa es que existió y significó para la Alemania dorada de la Social Democracia, las denuncias de los infames connubios del gran Empresariado con una Prensa que reflotaba todas las formas de las nuevas formas de esclavitud que reina en la Cultura Globalizada.

La valentía lindante con la psicopatía de Wallraff lo lleva a abandonar toda forma de vida que no sea la de la simulación y el nomadismo. En la sociedad del «recelo» todo «otro» es el Enemigo. Y yo soy mi propio enemigo. La veracidad de la historia que muestra el rostro invisible del nazismo (equidistante de izquierdas y derechas) es implacable y atemorizante.

En verdad Wallraff logró camuflado ser integrante del staff del diario más leído de Alemania y ese pequeño o inmenso gueto donde se determinan las formas de interpretar las formas de la realidad al servicio de los complots políticos y económicos, sólo sobreviven los más fuertes. ¿Y quiénes son los más fuertes?

Aquellos que con la impudicia del deshonor están dispuestos a lo Himmler a barrer con todo lo que se interponga entre el poder total —la servidumbre de los débiles— y la administración de una verdad que debe aún ser puesta a prueba.

Son los frágiles los más débiles. Cristo en la Cruz demostró lo contrario. Con su familia en peligro de muerte, él mismo y su nueva compañera bordeando la final caída en el abismo, Wallraff fue descubierto pero logró salvar su vida.

Sus aventuras o desventuras no habían terminado. El archivo Wallraff encriptado en el Diario no había sido retirado. Y sin él no había libro de denuncia, sino cárcel y denuncia ante los más altos estratos judiciales, acerca de su doble identidad.

Con la sutileza de un maestro Bobby Roth nos lleva a un momento crucial del film. Aquel en el que el segundo director del periódico —¿secretamente enamorado de Wallraff?—, decide salvarlo entregándole el dossier Walldorff, y las falsificaciones y adulteraciones de personalidad que obraban en poder del Diario.

La muerte de este ambiguo personaje, porque ambigua es la naturaleza del hombre, es un momento culminante del film. ¿Por qué escribir sobre un filme que el publico no verá y que no verán los profesores de filosofía ni los políticos y menos los jóvenes?

Porque de él se desprende una luz de esperanza que es la luz del amor. No de la piedad sino del amor. En una era donde la Ética se convierte en un Castillo de Cristal custodiado por ángeles sin sexo, el filme marca además el camino por donde debe transitarse para plantearse una vez más los interrogantes de las Grandes Éticas.

No tal vez en nombre de una humanitas muerta, sino en la de este simio mutante que es el hombre y cuya «naturaleza» pivotea «sobre el abismo de la ausencia de fundamento». Hallar el camino que conduzca a esos fundamentos constituye el desafío del pensar como «re-unión» y no como raepresentatio, en un ámbito donde voces secretas regulan nuestra relación con el cosmos, la tierra y los otros.

La penuria no sólo carencia. No sólo ausencia. Es la intransitable senda que conduce del habitar al construir. Hoy no habitamos. Lo vio Kafka. Sólo somos el absurdo que espera la hora —nuestra hora— para penetrar a un sombrío Castillo. El construido por Dedalus hace tres mil años atrás.

Las lecciones de actuaciones que dan Peter Coyote, Nathalie Baye, Jurgen Prochnow, Hippolyte Girardot, hacen no sólo creíble la historia. La magnifican. Prochnow muestra en éste filme que es —a pesar de los pesares—  uno de los actores más importantes de nuestro tiempo.

 

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Óscar Portela

Óscar Portela, nacido en la provincia de Corrientes (Argentina), es escritor y ensayista. Ha publicado, entre otros títulos, Senderos en el bosque; Los nuevos asilos; Memorial de Corrientes; La memoria de Láquesis y Claroscuro.

WEB DEL AUTOR: http://www.universoportela.com.ar/

 

🖼️ IMÁGENES: (Cabecera) Wallraffreportage, By Maximilian Schönherr (Own work) [GFDL or CC-BY-SA-3.0-2.5-2.0-1.0], via Wikimedia Commons | (En el artículo, orden descendente) Günter Wallraff crop (DFdB), von Dein Freund der Baum (Eigenes Werk) [CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons | Solarizado, fotografía por Pedro M. Martínez © Derechos reservados.

 

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Artículo publicado en Revista Almiarn.º 36 – octubre-noviembre de 2007Margen Cero™

 

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