Imagen: Dibujo por Paula A. Fassina ©

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Presentación

 

U

nos están en primer plano, son los protagonistas de las novelas, las películas y las obras dramáticas, son los personajes que el autor ha elegido para desarrollar la trama, para que carguen con el peso de la historia. Y alrededor de ellos, presentes o incluso ausentes, pero sugeridos, flotan otros que tienen a veces escasa significación, y en otras ocasiones, una importancia decisiva, aunque sólo tengan una aparición fugaz: son los personajes secundarios.

Siempre están ahí, aún en el texto más escueto nunca el héroe está solo, pues en su devenir vital como persona se han cruzado otros muchos seres humanos.

Proponemos a nuestros lectores que tomando como referente —en entregas sucesivas— los tres relatos ganadores del III Certamen de Relato Breve de Almiar, escriban las historias de los personajes secundarios que asoman en estos apasionantes cuentos.

Abril 2005

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👉 Leer relato ganador del 2.º Premio
del III Certamen Almiar

 

AUTORES PUBLICADOS:

Carmen López León
Alejandro Tobar Adriana Serlik Juana Castillo Escobar Esther Zorrozua Graciela Pera Mistery José Alberto Andrés Mónica M. Volpini C. – Paporcoy

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El compañero

 

Cuando entraron en la Taberna de Anselmo supimos que venían por él. Eran cuatro, con ese aspecto borroso en el que ningún rasgo llega a destacar claramente. Cuatro hombres grises como de niebla, difíciles de identificar, difíciles de recordar salvo por la sensación de frialdad y distancia que trasmitían.

Ajenos, incluso entre sí, obraron como autómatas dirigidos por control remoto, al acercase a la mesa en que jugábamos unas manos a los naipes.

Él se levantó al verles, era uno de los últimos compañeros que se habían incorporado recientemente a la célula, y sabíamos bien poco de él. En nuestro trabajo nadie conoce a nadie a ciencia cierta, forma parte de las reglas para los que pertenecemos al último escalón de la estructura; carecemos de información que pueda hacer peligrar a la Organización en el caso de resultar comprometido alguno de nosotros.

Por eso teníamos claro que no hablaría, no podía hablar, estábamos tranquilos porque no sabía realmente lo que la Policía esperaba que confesara. Ninguno de nosotros dijo nada cuando se fue con ellos. Actuamos como si aquello no hubiera sucedido y la partida de naipes continuó sin él, seguimos prestando atención únicamente a las jugadas. Le olvidamos.

Pronto su espacio sería cubierto por otro hombre, tan desconocido como éste, con el que arriesgaríamos nuestras vidas a favor de una causa incierta, de un futuro apenas vislumbrado, de una ideología remota y trasnochada.

Entonces yo comencé a recordar algunos retazos de charlas que había mantenido con él mientras manipulábamos explosivos y detonadores, lo que me pareció entender como un cuestionamiento de las consignas, como las dudas que la razón, liberándose de las redes del fanatismo, habían ido abriéndose camino en su mente.

Y tuve la certeza de que los hombres grises eran de los nuestros y de que la verdadera batalla por la libertad comenzaría ahora para mí si no le olvidaba y me atrevía a seguir sus pasos.

Carmen López León

La ONG

 

Resultó ser una misión imposible. Fuimos varios los que intentamos que denunciase la situación, pero toda palabra cayó en saco roto.

—Tienes que hablar, hombre. ¡Hazlo!… aunque no sea por ti, por los otros. Esto no debería volver a suceder.

Siempre su boca moría cerrada. Si acaso se humedecía los labios de un lengüetazo; era un tic suyo —quizá adquirido tras las palizas de la policía—. Un compañero contaba que en cierta ocasión, exasperado por la falta de resultados, se sentó frente a él y agachó la cabeza hasta quedar ésta colgando como si no fuera más que el pescuezo de un pollo recién decapitado. Mientras miraba las motas de polvo que rociaban el suelo creyó escuchar un murmullo, un ligero suspiro que dejaba traslucir una frase: «Y mi águila…» Fuese una ilusión sonora o un hecho verídico, la frase resultó insustancial.

Llegamos a una conclusión: Habíamos acudido tarde a socorrerle. Su mente ya no se regía por nuestros mismos parámetros.

¿Significaba algo el águila? Es algo que nunca se sabrá. Lo único seguro eran las heridas, los moratones, los indicios de descargas eléctricas. Si hubiésemos conseguido que lo denunciara…

Alejandro Tobar
alejandro_tobar [at] hotmail.com

Eran cuatro, con ese aspecto borroso en el que ningún rasgo llega a destacar claramente.

Cuatro hombres grises como de niebla, difíciles de identificar, difíciles de recordar salvo por la sensación de frialdad y distancia que trasmitían.

No nos sorprendió su presencia, hacía días que esperábamos algo parecido.

Varias veces la profesora Vitale nos había aconsejado que mantuviéramos más secretamente nuestras actividades pero éramos jóvenes y cuando lográbamos, con nuestra pequeña imprenta, sacar un boletín con la lista de desaparecidos y repartirla entre el vecindario, nuestros ojos delataban nuestras acciones.

Cada noche era uno distinto el que lo dejaba en cada puerta y de los cincuenta que habíamos sido en un principio, sólo quedábamos quince. El resto había engrosado la lista que redactábamos.

Redactar una lista de amigos y desconocidos que vivíamos como parientes, era la forma que habíamos escogido de lucha.

Sólo teníamos dieciséis años.

Adriana Serlik
lectora [at] ono.com

La madre

 

No puedo resistirlo por más tiempo. Mis entrañas se revuelven porque, aún a pesar de haberlo parido hace apenas veinte años, lo siento dentro de mí tan vívido como cuando no era nada, como cuando pasó a ser feto, como cuando lo parí entre dolor y sangre, como cuando se lo llevaron y sentí, de pronto, olor a muerte, sabor a hiel…

Cuatro, vinieron cuatro hombres. Uno gordo, era el que llevaba la voz cantante; tres flacos y mal encarados, todos envueltos en abrigos grises de paño grueso, las solapas amplias, alzadas para no dejar ver bien sus rostros en los que el odio estaba tallado como sobre duro granito. Cuatro hombres grises, con botas militares, echaron la puerta abajo, mientras dormíamos, sin avisar, y lo agarraron por los hombros, a mi niño, y lo arrastraron delante de mis ojos, lo secuestraron…

Él sabe que yo estoy con él. Yo le guardo. Yo sé lo que él sabe. Yo conozco dónde está. Yo siento en mis carnes sus padecimientos, me llegan como si fuese a mí a quien torturan con saña. Porque yo sé, una madre sabe cuándo y cuánto están dañando a su hijo que es carne de su carne.

No aguardaré mucho más. En cuanto caiga la noche, envuelta en su negro manto, cubierta por mi rebozo, volaré hasta él.

Esos cuatro no me conocen, no saben nada de mí. En cuanto tenga ocasión extenderé mis alas oscuras y, una vez águila, llegaré a su celda y lo libertaré. Juntos remontaremos el vuelo, escaparemos por el hueco tuerto de la vieja ventana.

Locos, se volverán locos cuando lo busquen en la celda. Locos, todos ellos están locos y más que lo estarán. No podrán explicar a sus superiores cómo han perdido a uno de sus reclusos. Yo les daré motivos para patear. ¡Que pateen las paredes de la prisión hasta que sus pies se conviertan en muñones! Yo, la madre águila, les daré a probar hasta que se harten de la taza del dolor.

Juana Castillo Escobar
lafaja7 (arroba) hotmail.com

El gordo

 

El gordo no quiere mancharse los botines ni las manos, esos dedos mantecosos que agarran los pies del detenido con movimiento cuidadoso de pinza, como si le fuera a contagiar la peste.

El gordo Benjamín fue el pequeño de seis hermanos, el que llegó cuando nadie lo esperaba ya. Llegó tan tarde que no encontró ninguna clase de competencia fraterna. Creció mimado y sobrealimentado. Creyendo hacerle un favor, le destruyeron la vida.

En la época en que se alimentan los ideales y los mitos, soñó con ser un oficial del ejército: uniforme recién planchado, muchos galones, coche y chofer a su disposición, siempre, paseo por la calle mayor los domingos antes de comer. El primer hachazo se lo asestaron en la oficina de reclutamiento. Su obesidad era un impedimento claro.

Para curarse de la afrenta, pasó un mes encerrado en casa, a dieta estricta de bollos y merengue. Salió fortalecido y dispuesto a reconducir su vida. Encontró un anuncio en que se demandaba un torturador. Pasó el examen: su aspecto de apisonadora humana impresionaría a los presos.

El primer día que acudió a su trabajo se calzó unos botines de tafilete fino, único resabio de sus días soñados de gloria. Desde entonces los ha cuidado como otros cuidan el peluco de oro. No le gusta que se le manchen y, a veces, no resulta fácil en este trabajo. Por lo demás, vive inmerso en un aburrimiento atroz. Los detenidos son todos iguales, unos flojos, no aguantan ni el primer embate.

Pero anoche entró uno nuevo que parece diferente. Han probado de todo con él: la bañera, la bolsa, la picana… y el tío no suelta prenda. Cuando acaba la sesión lo retiran a rastras a su celda. El gordo Benjamín se queda observando tras los barrotes desde la parte de fuera. Y ve con asombro cómo el preso es asistido por el águila, cómo los dedos se le hacen alas, cómo atraviesa sin esfuerzo la rejilla del ventanuco y coge vuelo hacia el ancho cielo.

—¡Dios, cómo me apetece un paquete de magdalenas! —exclama entre dientes. Todavía tiene tiempo de acercarse a su taquilla, donde tiene almacenado un buen arsenal de dulces para emergencias como esta y darse un atracón, antes de preparar la sala de torturas para la siguiente sesión.

Esther Zorrozua
esther_zorrozua [at] euskalnet.net

Alas

 

Ojalá lo hayan despachado al flaquito, ese no va a hablar. Ya los conozco yo.

Lo peor es que no entienden y te dicen. «Vos dale luz nomás». Se creen que es fácil, que uno no se cansa de recogerlos y tirarlos en el rincón para empezar mañana otra vez.

No los miro, no veo sus caras, no oigo sus gritos, no huelo su miedo.

El doctor dijo que tengo que parar.

Que si no bajo de peso la voy a pasar mal. Otro que no entiende.

—«Usted está gordo nada más, porque problemas de trabajo no tiene, usted no lidia con la gente, lo suyo son los papeles ¿no es cierto?».

No puedo seguir, si al flaco no lo despacharon ya, hoy cuando empiece a parpadear la bombita, me monto en el par de alas negras y me mando lejos por fin.

Graciela Pera
graletras [at] yahoo.com.ar

Suelo y aire

 

Querría no ser el que maneja la picana.

Siento asco y lástima por ese loco.

Asco porque me rebaja a ser lo que no me avergüenza: verdugo, y lástima porque se empeña en descubrir su valor inútil e idealista cada noche.

¿Qué le costaría dejar de imaginarse fuerte?

¿Qué mecanismo idiota le impele a rebelarse noche tras noche contra nosotros, los fuertes, sin querer darse cuenta de que está perdido?

¡Perdido, che!, y yo daría parte de mi paga y hasta parte de mi brazo por no tener que manejar la picana y poder ser libre, y volar como su águila maldita, esa que tiene amaestrada y vuela noche tras noche después de su dolor, ¡maldito sea el boludo!, y mi vergüenza.

Mistery
yallegue2002 [at] yahoo.es

Trueques a medianoche

Él es un pobre hombre. Dos o tres veces por semana vienen a cogerlo y a mí me amenazan. «Como mires te abrimos en canal, desgraciado», me dijo un tipo rechoncho la última vez. Así que yo me doy la media vuelta, hundo mi frente en la almohada y espero a que esos vándalos desaparezcan con mi compañero.

La última vez vino con el poco pelo que aún conserva completamente encrespado. Los dientes le castañeaban y no era por el frío. No sé cuándo entenderán que él nunca habla. Tampoco sabe escribir. Sólo podemos comunicarnos con gestos y dibujos. Y, cuando gesticula, se mueve con torpeza cual ave zancuda.

Las estadísticas siempre han avalado esta prisión. Siempre me trataron bien, que no con respeto. Sólo amenazas, sólo miedos infundados, pero nunca me pegaron. Aquí se respira soledad a cualquier hora. Mi compañero es una sombra, ni siquiera sé cómo se llama. Un día le rompieron la nariz y trataron de acusarme a mí por ello, pero saben que mi cabeza funciona bien y que si estos abusos llegan a oídos del alcaide perderán su empleo. Al final dijeron que se cayó de la cama. Cualquier cosa. Jamás lograrían entender su mímica.

Falta poco para que venga Pascual con la cena de los funcionarios. Tenemos un trato cordial, yo le doy tabaco negro y él me trae buena comida. Y noticias frescas. Pero de mi compañero sólo acierta a decirme que tiene un gran secreto y que perdió su voz cuando contempló aquella tortura. Sólo balbucea sílabas y ellos tienen miedo de que recuerde su nombre.

José Alberto Andrés
searbamadrid [at] yahoo.es

Todos dijeron después que eran cuatro los hombres que lo vinieron a buscar, pero yo siempre supe que estaban equivocados, porque ellos eran tres más uno. Y estoy bien segura de por qué digo esto. Yo era la novia de Anselmo por aquellos tiempos, y estaba escondida detrás del mostrador porque él siempre me decía que a los hombres no les gustaba ver a las mujeres decentes en un lugar como ése. Por eso casi me agaché al costado de una lámpara vieja que colgaba desde el techo y casi tocaba la primera mesa, y lo escuché todo. El hombre no era tan viejo como ellos le contaron al juez cuando los llamó a tomar declaraciones, y aquellos tres hombres eran muy diferentes del cuarto en cuestión. Ellos tenían una mirada de fiera salvaje hambrienta de sangre emanada del sufrimiento humano, pero el cuarto no. El era distinto porque sentía de otra manera. En un momento en que todos se descuidaron para mirar a otro lado, él le acarició un brazo casi con ternura, mientras el otro que se levantaba despacio le susurraba al oído:

—¿Era necesario que vinieras vos… papá?

Mónica M. Volpini C.
leonyyo (arroba) hotmail.com

Al verles salir del bar se me ocurrió —no se por qué—, tal vez por que eran cinco. Son los jinetes del Apocalipsis… Mi Apocalipsis personal estaba recién comenzando… El final de los tiempos, esos que transcurrían para él solo anidado por su Águila, no son los mismos que transcurren para mí… Sin sentido sin objeto, sin razón… Parece que respirar fuera la tarea, la única tarea en medio de la podredumbre en la que nos hundimos lentamente… como el Vasa en la bahía de Estocolmo… Apostaría —si alguien quiere— a que en un año más nos llegará hasta la boca. Algunos la comerán felices otros la tragaran a disgusto, yo me asfixiaré, la cobardía —como el cianuro— …mata.

No me costó aprender electricidad, de pequeño me dio un golpe de corriente por meter un clavo en el enchufe, la fuerza invisible me dejó fascinado. Ahora manejaba la fuerza invisible del cuartel, pocos son capaces de callar cuando la fuerza les acaricia las bolas… Esos treinta pesos semanales no me alcanzan para comprar treinta monedas de plata, a veces creo que es nada, sobre todo cuando les doy gratis la fuerza invisible a más de treinta… ¿Cuántos dólares habrán sido las treinta monedas que cobró Judas Iscariote…?

Paporcoy
patoportales [at] vtr.net

Con fecha 15 de agosto de 2005, finalizó la presentación de relatos para este capítulo de la serie Personajes secundarios.
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Personajes secundarios, es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León

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Revista Almiar – 👨‍💻 PmmCMargen Cero™ (2005)

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