Artículo anonimato y sobremoderndad

artículo por
Adolfo Vásquez Rocca

 

L

a ciudad como hecho colectivo se manifiesta, fundamentalmente, en la red de espacios públicos. La interrogación por los nuevos sentidos del espacio público adquiere una dimensión antropológica y estética. Pensar en los lugares y las formas urbanas de relación —la circulación acelerada de personas— permite definir los nuevos modos de ser humano, constatar la nuevas formas de soledad y aislamiento en una urbe sobrepoblada, la incomunicación del individuo en medio de las redes y las carreteras de la información, el entrecruzamiento de producciones socioestéticas diversas que producen ciudades metafóricas y fragmentadas, donde la heterogeneidad y la dispersión de los signos identitarios patrios nos convierte a unos respecto de otros en transeúntes que apenas intercambian huidizas miradas, desfigurados, con un rostro velado, verdaderas espectros, figuras del anonimato, desposeídos de nuestra identidad por la celeridad de nuestros desplazamientos reales o virtuales.

1.- Retratos, rostros y figuras del anonimato

Las galerías modernas ya no exhiben retratos, sólo figuras desenfocadas. No es posible discernir los nombres ni el lugar donde posan los personajes pintados, mucho menos sus familias de procedencia; en la mayoría de los casos irradian una identidad velada. Los rostros se funden con el cuerpo en siluetas anónimas y se difuminan entre toilettes y luces de neón, desaparecen en la bruma, se esfuman al despuntar el alba, se repliegan en los fundidos de una biografía anodina. Nada digno de ser contado. Ningún lugar reconocible a partir de esas enormes plazas públicas de Giorgio de Chirico [1], donde maniquíes aislados cobijan el secreto de la identidad urbana; ninguna distinción relevante entre el espíritu íntimo y las formas de la exterioridad, en las ciudades nocturnas de Paul Delvaux, donde uniformados funcionarios trabajan imperturbables entre mujeres desnudas.

2.- La deriva de la identidad

El arte contemporáneo es transido por el problema de la identidad, por las condiciones de nuestra inaccesibilidad. La historia del retrato occidental está dividida entre un retrato inocente y fiel que goza del rostro representándolo en la forma clásica, y un retrato que apuesta más bien a los recursos expresivos de la pintura, al gesto y la mancha, que no sabe o no quiere representarlo. El rostro mismo ha desaparecido de la pintura moderna y con él, todos los reconocimientos y filiaciones con la tradición aristocratizante de las Bellas Artes, donde el retrato era el modo de perpetuar el prestigio, la celebridad, la posición o la belleza de las damas y los señores de la corte.

El arte contemporáneo desde Bacon [2], con una sensibilidad desgarrada, propia de la pintura del desastre, inscribe su intimidad sobre la piel de figuras innombrables, de planos abstractos y objetos autistas, desheredados de una tradición académica tributaria de los estilos precedentes. Ahora es el retrato mismo del pintor el que se trasunta y queda inscrito en la superficie de sus telas, la cual opera como espejo de su pasión, de su encanto o de su furia. Sobre esta superficie especular no se inscribe el nombre del pintor, sino el clamor de mil voces que lo constituyen.

Todos aquellos espectadores, ansiosos de intimidades que asaltaban los museos antiguos como quien allana una vivienda burguesa, todos aquellos decepcionados por el lenguaje plano y discreto de la pintura abstracta, todos los espectadores corrientes del arte moderno se quedan sin palabras ante la patética soledad de los personajes que pululan en obras como las de Edward Hooper. Aunque Hopper mismo no lo supiese, lo que pintaba era un mundo sin salida, donde sus habitantes estaban atrapados. Todos sus cuadros parecen encerrarse en una impotencia tranquila, resignada, que fluye desde el rostro de las figuras solitarias o se disemina por las escenas urbanas, de gasolineras abandonadas. De los perfiles velados por la melancolía y el clima, de la American Scene, fría e impersonal, como si el lienzo fuera el registro agujereado por la descarga a quemarropa de dos gánsteres al amanecer [3]. Nunca un espacio público apareció tan desolado. La vulnerable intimidad de los Halcones de la noche nunca fue más vacía, nunca el espacio público estuvo habitado por fantasmas de una identidad más declinada.

foto Paulistiska artículo Anonimato en la sobremodernidad

3.- Espacios del anonimato

Los cuadros modernos están llenos de rostros sin perfiles, son los espacios del anonimato. En nuestra sociedad de la masificación, en la que la mayoría de las personas portan el rostro del anonimato, en calidad de sujetos estadísticos, el espacio público se comporta no como un espacio social, determinado por estructuras y jerarquías, sino como un espacio en muchos sentidos protosocial, un espacio previo a lo social al tiempo que su requisito, premisa escénica de cualquier sociedad. El espacio público es aquél en el que el sujeto que se objetiva, que se hace cuerpo, que reclama y obtiene el derecho de presencia, se nihiliza, se convierte en una nada ambulante e inestable. Ese cuerpo lleva consigo todas sus propiedades, tanto las que proclama como las que oculta, tanto las reales como las que simula, las de su infamia como las de su honra, y con respecto a todas esas propiedades lo que reclama es la abolición tanto de unas como otras, puesto que el espacio en que ha irrumpido es anterior y ajeno a todo esquema fijado, a todo lugar, a todo orden establecido. Quien se ha hecho presente en el espacio público ha desertado de su sitio y transcurre por lo que por definición es una tierra de nadie, ámbito de la pura disponibilidad, de la pura potencia, de la posibilidad como del riesgo, territorio huidizo —la calle, el vestíbulo de estación, la playa atestada de gente, el pasillo que conecta líneas de metro, el bar, la grada del estadio— en el más radical anonimato de la aglomeración, donde el único rol que le corresponde es el de tan sólo circular. Ese espacio cognitivo que es la calle obedece a pautas que van más allá —o se sitúan antes, de las lógicas institucionales y de las causalidades orgánico-estructurales, trascienden o se niegan a penetrar el sistema de las clasificaciones identitarias, dado que se auto-regulan a partir de un repertorio de negociaciones y señales autómatas— [4]. Las relaciones de tránsito consisten en vínculos ocasionales entre «conocidos» o simples extraños, con frecuencia en marcos de interacción mínima, en el límite mismo de no ser relación en absoluto. Aquí se esta librado a los avatares de la vida pública, entendida como la serie de interacciones casuales, espontáneas, consistentes en mezclarse durante y por causa de las actividades ordinarias. Las unidades que se forman surgen y se diluyen continuamente, siguiendo el ritmo y el flujo de la vida diaria, lo que causa una trama inmensa de interacciones efímeras que se entrelazan siguiendo reglas explícitas, pero sobre todo latentes o inconscientes. Los protagonistas de la interacción transitoria no se conocen, no saben nada el uno del otro, y es en razón de esto que aquí se gesta la posibilidad de albergarse en el anonimato, en esta especie de película protectora que hace de su auténtica identidad, de sus secretos que lo incriminan o redimen, o de, igual forma, de sus verdaderas intenciones, como terrorista, turista, misionero o emigrante, un arcano para el otro.

Todos, también, hemos estado solos en algún aeropuerto, en ese terminal de una red inmensa e indeterminada de flujos que se mueven y se mezclan en todas direcciones, en esa situación de tránsito tan propio de los no-lugares, se experimentan ciertos estados de gracia posmodernos como el del viaje, cuando en lugar de estar, nos deslizamos, transcurrimos, sin afincar nuestra identidad ni tener que comprometernos más allá de dos horas. Aquí, en estos nuevos espacios de la indefinición donde el tiempo se extiende como goma de mascar advienen nuevas y extrañas enfermedades como las cronopatías —derivadas del abrupto cambio de usos horarios no asimilables a los ciclos biológicos—. Este extraño personaje, el viajero, nunca está, ni nunca estuvo realmente en un sitio, sino que más bien se traslada, se desplaza, él mismo «es» sólo ese tránsito que efectúa y en el momento justo en que lo efectúa.

Todo esto acontece —o deja de acontecer— en los así denominados «no lugares» en oposición al concepto «antropológico de lugar» asociado por Mauss y toda una tradición etnológica con el de cultura localizada en el tiempo y en el espacio. Los «no lugares» son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transportes, o también los campos de tránsito prolongado. En este momento en el que, sintomáticamente, se vuelve a hablar de patria [5], de la tierra y de las raíces, lo que prevalece es el turismo a gran escala.

Para convertirse en turista es necesario adoptar una actitud: revisar folletos, proyectar itinerarios, tramitar documentación, e iniciar la aventura que transformará los sitios que visitemos en no lugares. ¿Por qué? Porque los no lugares mediatizan la relación del individuo con el espacio al crear una contractualidad solitaria; los no lugares se definen por las palabras o los textos que nos proponen para que podamos establecer una relación con ellos. Cuando la relación con la historia se estetiza y desocializa, cuando se vuelve artificiosa, como en el caso del turismo y en el del calendario que el fotógrafo está armando en Armenia, los sitios y las ciudades se transforman en museos y, en muchos casos, en meras alusiones: la imagen suplanta al monumento, al lugar y la relación que con él pueden establecer los individuos, y deja, por tanto, de ser una forma de fijar la identidad.

Suplantación, simulacro. Como el protagonista es incapaz de crear un vínculo real tanto con los espacios como con las personas, el simulacro es la única manera que se le ocurre para reencontrarse consigo mismo.

La ciudad como hecho colectivo se manifiesta, fundamentalmente, en la red de espacios públicos. Principales referentes de la memoria colectiva, representan el encuentro con el otro y con el lugar, y a ellos se asocia la capacidad de identificación y apropiación ciudadana, contribuyendo decisivamente a la estructuración y al reconocimiento de la ciudad. Ello explica que los espacios públicos ocupen tradicionalmente un lugar preferente en los discursos sobre la ciudad, pues, a fin de cuentas, reflexionar sobre el espacio público significa reflexionar sobre la ciudad, sobre las maneras de habitarla y las formas a través de las cuales se construye y se representa [6]. Sin embargo, estos discursos se han vuelto ambiguos, dominando más bien la despreocupación de los ciudadanos por la cosa pública, cuestión que marcha de la mano con la crisis de identidad y falta de albergue metafísico. Ambos síntomas suelen ir acompañados de notorias desorientaciones geopolíticas, desconocimientos históricos y prejuicios ideológicos.

Excárcel de Valparaíso (foto por Paulistiska)

Aludir a la «cosa pública» significa remitirse a ese ámbito de la vida en el que nos encontramos con los otros humanos, un espacio abierto de concurrencia caracterizado orteguianamente como «vida en común» pero que el léxico progresista gusta designar como «esfera pública», o espacio de actuación ciudadana y cívica, y que de una forma más clásica se conoce como sociabilidad o praxis política. Con el término «identidad» significamos el sentimiento de pertenencia a un determinado lugar o espacio de acción en el que los hombres se desenvuelven; esto es, no designa tanto un sitio en el que nos encerramos o aislamos, sino en el que nos situamos, conformando así la perspectiva particular de nuestro horizonte vital, a fin de poseerlo plenamente y de extenderlo. Identificarnos con un entorno vital permite, entonces, más que atarnos a un lugar, actuar libremente; vale decir, de manera lo más desenvuelta posible.

Un mundo donde se nace en una clínica y se muere en un hospital, donde pueden tener lugar futuristas ceremonias fúnebres con el cuerpo expelido en un cohete de acero, un contenedor rumbo a realizar periplos de inmortalidad. Un mundo extraño, donde se multiplican en modalidades lujosas o inhumanas los habitáculos, desde un foso en Guantánamo a un lujoso hotel-cápsula de Japón [7] —diseñados para ejecutivos sin tiempo para volver a casa—; los puntos de tránsito y las ocupaciones full time, las cadenas de hoteles y las habitaciones ocupadas en el Green Plaza Shinjuku, los clubes de vacaciones, los campos de refugiados, las barracas miserables destinadas a desaparecer o a degradarse progresivamente produciendo zapatillas Nike; un mundo donde se desarrolla una abigarrada red de transporte que son también espacios habitados [8], donde el habitué de los megamercados, de los malles, de los cajeros automáticos renueva con los gestos pantomímicos del comercio autista. Un mundo así desacralizado por oficio y sin rituales, mudo e indiferente, prometido a la individualidad solitaria, a lo fugaz y efímero, al paisaje de neón, a los fundidos del inconsciente un destello turbador y una oquedad donde hundir la cabeza. Sólo las ciudades del «futuro» pueden ofrecer la esperanza de un verdadero lugar donde el corazón no sea turbado, un lugar proféticamente anunciado, donde hay muchas moradas, más que las del Green Plaza de Tokio. Allí donde finaliza el país retórico y una alteración del umbral del entendimiento ciega al sabio, dando paso a una zona de indiscernibilidad espiritual. Se abren aquí nuevas perspectivas ya no sólo para una antropología de la sobre-modernidad, sino para una etnología de la soledad y la esperanza escatológica.

4.- Rostro, subjetividad y conciencia

El rostro humano es el lugar a la vez más íntimo y más exterior de un sujeto, es el que trasluce de modo más complejo su interioridad psicológica, así como el más expuesto a coerciones públicas: el velo que tapa el rostro femenino en el islam, por ejemplo, lo confirma. Para convertirse en turista es necesario adoptar una actitud: revisar folletos, proyectar itinerarios, tramitar documentación, e iniciar la aventura que transformará los sitios que visitemos en no lugares. ¿Por qué? Porque los no lugares mediatizan la relación del individuo con el espacio al crear una contractualidad solitaria; los no lugares se definen por las palabras o los textos que nos proponen para que podamos establecer una relación con ellos, una observación de Freud, en el sentido de que allí donde hay una prohibición es porque existe un deseo. La mirada nos inspecciona, a muchos les violenta el ver llorar o la risa estruendosa que crispa lo adusto del ceremonial público. El rostro es, a la vez, la sede de la revelación y de la simulación, de la indiscreción y de la ocultación, de la espontaneidad y del engaño.

Pese a todo, existen datos objetivos que permiten ensayar la posibilidad de una ciencia fisionónica. Tanto la expresión facial como la gestualidad se asientan en una fisiología universal (es decir, en códigos biológicos de respuestas mímicas y comportamientos innatos), sobre la que se superponen los códigos culturales de cada sociedad.

Al referirnos a las diferenciaciones culturales hay que recordar que el protestantismo privilegió, en contraste con el catolicismo, la vida interior, el diálogo con Dios sin intermediarios, favoreciendo la introversión sobre la extroversión, mientras que el catolicismo romano privilegió la exteriorización de la culpa, mediante la confesión. El rostro templado (impávido), testimoniando control de las pasiones, se convirtió así en un atributo característico de la virtud protestante, mientras que la extroversión y la gran movilidad facial —que delataba falta de control de las emociones y vulnerabilidad al pecado— fue propia del catolicismo. Tal vez sólo los jesuitas, desde la Contrarreforma, también comenzaron a valorar el dominio propio pero bajo la equivoca vía de la autorrepresión psicológica, al punto que uno de sus más ilustres miembros, Baltasar Gracián, prescribió la impasibilidad facial como la virtud pública por antonomasia. La palabra impasible significa, literalmente, ‘sin pasiones’. Pero es bueno recordar que la frontera que separa la elegancia distante del impasible del rechazo del taciturno es muchas veces frágil.

Finalmente habrá que referirse a las gafas de sol como máscara de las emociones, como adminículo del ocultamiento, se trata de un repertorio común que podemos rastrear desde la pintura metafísica de Giorgio de Chirico al look de Jack Nicholson en Cannes, lugar donde hace más de cincuenta décadas se acuñó el concepto de glamour, asociado a la atracción de los rostros de las estrellas y la fotografía en blanco y negro, un concepto que luego se banalizaría con la publicidad y la visualidad de masas.

NOTAS

 

[1] Giorgio de Chirico inventaba la «pintura metafísica»: última variación del simbolismo finisecular que se pretendía interpretación visual de Schopenhauer y Nietzsche. Giorgio De Chirico retomaba entonces las reglas clásicas de representación del espacio, y las llevaba hasta sus consecuencias más absurdas: sus cuadros de factura convencional y un aspecto seudoantiguo recreaban el mundo en su inverosimilitud. Giorgio de Chirico es uno de los pintores que más influencia ha tenido en el siglo XX. Una influencia sorda, inconfesa, subterránea; inquietante además, como sus mismos cuadros. Este pintor «talentoso pero poco dotado», como escribió Apollinaire, no sólo marcó a los primeros surrealistas (Dalí, Magritte, Tanguy, Masson, Max Ernst, etcétera) y a los pintores del Novecento italiano (Carra, Morandi), introdujo una manera de comprender el cuadro figurativo como objeto de contemplación poética que si, en su momento, pudo parecer antimoderna, se reveló a la postre fructífera y completamente a tono con cierta idea de la modernidad pictórica.

[2] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Artículo Francis Bacon; la deriva del yo y el desgarro de la carne. Francis Bacon; The Drift of I and the tear apart of the flesh – Vol. 18 , 2006, en Revista Arte, individuo y sociedad, Facultad de Bellas Artes, Universidad Complutense de Madrid. Versión impresa, pp. 151-164, versión digital www.ucm.es/BUCM/revistas/bba/11315598/
articulos/ARIS0606110151A.PDF

[3] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Edward Hopper y el ocaso del sueño americano, en Revista Heterogénesis N.º 50-51 [Swedish-Spanish] – Revista de arte contemporáneo. Tidskrift för samtidskonst: www.heterogenesis.se/Ensayos/Vasquez/Vasquez2.htm

[4] DELGADO RUIZ, M., Anonimato y ciudadanía, Mugak, Centro de Estudios y Documentación sobre racismo y xenofobia, N.º 20, tercer trimestre de 2002.

[5] Ver SLOTERDIJK, Peter, Patria y globalización; Notas sobre un recipiente hecho pedazos, en Revista Observaciones Filosóficas: www.observacionesfilosoficas.net/patriayglobal.html

[6] MENDOLA, G., La ciudad postmoderna. Magia y miedo de la metrópoli contemporánea, Ed. Celeste. Barcelona, 2000.

[7] El Green Plaza Shinjuku, es el mayor hotel-cápsula de Tokio y probablemente del mundo. El precio –4.300 yenes (31 euros)– da derecho a Hiroshi a pasar la noche en una cápsula, a guardar sus pertenencias en una estrecha taquilla en la que le esperan la yukata (el tradicional albornoz japonés) y una toalla, y a hacer uso de las instalaciones colectivas del hotel, que se publicitan como propias de un establecimiento de cuatro estrellas. El recepcionista ofrece una llave-pulsera a Hiroshi, que se ajusta a la muñeca, y le dirige hacia la zona de taquillas, estrechos espacios diseñados para contener un traje y un ordenador portátil, el equipaje del hombre de negocios japonés. Junto a medio centenar más de hombres silenciosos, cambia su traje por el albornoz, la única vestimenta permitida en el interior del hotel. Con las zapatillas de celulosa en las que luce el logo del Green Plaza, Hiroshi recorre interminables pasillos repletos de cápsulas que dan la sensación de encontrarse en un cementerio. Filas de dos pisos de nichos. Un piloto verde encendido avisa de cuáles están ya alquiladas, aunque la mayoría de ellas tiene recogida la esterilla de bambú que hace de puerta, y aparece vacía. Busca su cápsula, la 2136, y se introduce en el pequeño cubículo amarillo: 1 metro de alto, 1 de ancho y 1,90 de largo. Hace calor. Abre la boca del aire acondicionado, situada en el techo sobre la cabeza, a pocos centímetros de la única fuente de luz del interior. Una fresca corriente de aire inunda el pequeño nicho, acompañada de un susurro. Un blanco haz de luz revela los detalles del alojamiento, que no cuenta con ningún ángulo recto ni esquinas afiladas, que suponen un peligro en tan reducido espacio. En el lado izquierdo, la pared sólo cuenta con un espejo circular y un panel en el que se explican las rutas de escape en caso de emergencia. También se detallan algunas prohibiciones como la de fumar en el interior o la de pernoctar dos o más personas en un solo cubículo, algo incomprensible para la mentalidad occidental. El lateral derecho cuenta con un pequeño saliente a modo de repisa, y sobre él se encuentra el panel de mandos, con el que se controla desde la intensidad de la luz hasta el canal del televisor. Tras comprobar que la pantalla empotrada en el techo funciona, se dirige con su toalla al quinto piso del hotel, donde están los baños y las saunas comunitarias.

[8] AUGÉ, Marc, Los «no lugares»; espacios del anonimato, Ed. Gedisa, Barcelona, 1998, p. 84.

 

IMÁGENES

 

(Orden descendente) Cabecera del artículo: Para un Pueblo Fantasma, fotografía de Adolfo Vásquez Rocca © | En el cuerpo del artículo: Tránsito o la velocidad como la vejez del mundo y Excárcel de Valparaíso, por Paula Salgado Cortez (Paulistiska) ©

 

artículo Anonimato en la sobremodernidad

 

Adolfo Vásquez Rocca. Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV. Profesor de Postgrado del Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Profesor de Antropología y Estética en el Departamento de Artes y Humanidades de la Universidad Andrés Bello UNAB. –En octubre de 2006 y 2007 es invitado por la ‘Fundación Hombre y Mundo’ y la UNAM a dictar un Ciclo de Conferencias en México–. Miembro del Consejo Editorial Internacional de la ‘Fundación Ética Mundial’ de México. Director del Consejo Consultivo Internacional de Konvergencias, Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo, Argentina. Director de Revista Observaciones Filosóficas, Profesor visitante en la Maestría en Filosofía de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Profesor Asociado al Grupo Theoria –Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado– UCM. Académico Investigador de la Vicerrectoría de Investigación y Postgrado, Universidad Andrés Bello. Artista conceptual. Ha publicado recientemente el libro: «Peter Sloterdijk; Esferas, helada cósmica y políticas de climatización» (Colección Novatores, N.º 28, Editorial de la Institución Alfons el Magnànim -IAM-/ Valencia, España, 2008).

 

Paula Salgado Cortez

Paulistika (http://paulistika.deviantart.com/)

 

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Artículo publicado en Revista Almiar n.º 33
abril/mayo de 2007Margen Cero™

 

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