Juan Carlos Onetti
Onetti, entre la soledad y el desencanto 1

por Gabriel Cocimano

Yo soy un hombre solitario que fuma
en un sitio cualquiera de la ciudad;
la noche me rodea, se cumple como un rito,
gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella.

La resignación recorre la ciudad de punta a punta. El amor es un absurdo, y la soledad absoluta el único destino posible. Desde su cuarto de pensión, el hombre espera, como una bocanada de aire, «la aparición dócil de las palabras». A través de la ventana percibe el frío de la madrugada, los vapores, la bruma, los vientos tibios o helados, los seres y sucesos sin valor…

El vaso de vino o de whisky —¡lo mismo da!— el humo del cigarrillo, todo ayuda a recordar «el frenético aroma absurdo que destila el amor». Por las rendijas se cuela apenas una tibia nostalgia, seguida de un aire de inefable resignación. Con su tristeza sólo disimulada por unas gruesas gafas, continúa su porfía de amarga derrota: «estoy solo y muriéndome de frío. Solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido».

Pensiones, cafés, redacciones, madrugadas… Ámbitos en donde Juan Carlos Onetti instala a sus criaturas, ávidas de recuerdo, vencidas y angustiadas, incrédulas y desahuciadas. Los mundos sórdidos ni siquiera redimen a los seres en sus miserias. La muerte prueba que la incredulidad es, acaso, una de las fórmulas más coherentes de lo absurdo de la vida. Personajes que arrastran la «soñolienta ineptitud para la fe» y una angustia metafísica entre sus dedos: «¿Por qué los sucesos no vienen al que los espera y los está llamando con todo su corazón desde una esquina solitaria?».

Hay una amarga belleza en su prosa poética, como si el combustible de la melancolía oxigenara su vena narrativa: «muchas noches volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor o increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse enseguida a recordarlos con desesperada codicia».

El amor es, para él, corto y ambivalente. Está condenado, de antemano, al fracaso. La soledad es así una presencia omnisciente, producto de aquella fatal incapacidad del hombre para sobrellevarlo. «El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden». La desilusión por el fracaso es una condición inevitable. De ahí que «la única sabiduría aceptable sea la de resignarse a tiempo».

Un desprecio ambivalente hacia las mujeres, una imposibilidad congénita de darse a ellas, de amarlas: «he leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre». Una cierta obstinación con el sexo y la posesión carnal habita a los seres de su universo: «creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas».

El desamor, transformado en indiferencia, o convertido a veces en rencor misógino, aflora en la prosa descarnada del narrador: «cuando pienso en las mujeres… Aparte de la carne, que nunca es posible hacer de uno por completo, ¿qué cosa de común tienen con nosotros?».

El prostíbulo es un ambiente recurrente en su escritura, todo un universo de sentido. Acaso una consecuencia de esa absurdidad fatalista del amor. «Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y mujeres. Mujeres para marinero, gordas de piel marrón, grasientas, que tienen que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres que no entienden el idioma (…) Contra la pared del fondo se extienden las mesas de los malevos, atentos y melancólicos, el pucho en la boca, comentando la noche y otras noches viejas que a veces aparecen, en el aserrín fangoso, en cuanto el tiempo es de lluvia y los muros se ahuecan y encierran como el vientre de una bodega».

En ese universo lóbrego, sus personajes van en busca de lo que no tienen. Pero sólo encuentran más de lo mismo, sólo almas desangeladas, frío o indiferencia. Una extraña fuerza los empuja —tanto como la soledad— y los devuelve a su propio mundo, los lanza por interminables callejones oscuros y madrugadas silenciosas y vacías.

Toda la narrativa de Onetti está urdida con la materia de los sueños y del recuerdo: «yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás». Materia que es el alimento con que se nutren sus seres, y a partir de la cual se movilizan, como aquel personaje que vive «sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables».

Esos seres se reconocen en sus sueños y en su evocación. Son apenas eso: hilachas del desencanto y el fracaso del presente. «Por aquel tiempo no venían sucesos a visitarme a la cama antes del sueño; las pocas imágenes que llegaban eran idiotas. Ya las había visto en el día o un poco antes. Se repetían caras de gentes que no me interesaban, ubicados en sitios sin misterios».

La noche es el ámbito ideal de sus relatos: soledad, pena, silencios e indiferencias. «Soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas (…) El cansancio me trae pensamientos sin esperanza». La noche blanquea el pesimismo brutal y los escasos y tenues sonidos no son más que malos augurios o sinsentidos. «Esa es la noche; quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos, atentos y sin comprender».

Seres que transcurren en la vigilia de la noche, con sus sueños despiertos de humo y congoja, con el tiempo que se arrastra indiferente e inútil, urdiendo sentimientos sin amparo: «aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la venganza era esencialmente menos grave que la traición, pero también mucho menos soportable».

Un cuarto de pensión. O de hotel. Los personajes que allí habitan están abatidos por el descreimiento. El afuera parece acecharlos o, cuanto menos, no ofrece atractivos: «fuera de la habitación se extendía un muro desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor”. Indiferencia por el desencanto de una sociedad opaca en un mundo sin esperanzas.

El escenario de Onetti —sintetizado en Santa María, ese paraíso ruinoso donde el uruguayo da vida a sus criaturas, tal como la Macondo garciamarquiana— es un universo sitiado, decadente y deprimido, al igual que sus habitantes. Una alegoría de nuestra América desencantada de ideales y modernidad, el pueblo que alberga toda la desolación del ser humano, el individualismo y la falta de comunicación. Detona en su narrativa el rechazo por los sectores medios de la sociedad: «hay en todo el mundo gente que compone la capa tal vez más numerosa de las sociedades. Se les llama “clase media” o “pequeña burguesía”. Todos los vicios de que pueden despojarse las demás clases son recogidos por ella. No hay nada más despreciable, más inútil».

Y el suicidio o la muerte como una consecuencia natural del estado anímico u opresivo de sus seres, condenados «a perseguir la destrucción, la paz definitiva de la nada».

Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1994) decidió vivir sus últimos años sin levantarse de la cama. Desde su habitación —tal como sus personajes instalados en espacios oclusivos, lejos de la indiferencia del afuera y con la suya propia a cuestas— recibió amigos, bebió y se entregó a la lectura: «Hay momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las sienes se acompasan con el latido de la noche».


[1] Todas las citas fueron extraídas de dos de las obras de Onetti: la novela El Pozo (1939) y el cuento El infierno tan temido (1957).

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Gabriel Cocimano

Gabriel Cocimano nació en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1961. Licenciado en Periodismo (Universidad Nacional de Lomas de Zamora), ensayista e investigador en áreas culturales, ha publicado numerosos artículos en medios gráficos nacionales e internacionales (Todo es Historia, Sumario, Gaceta de Antropología de España, entre otros) y expuesto algunas teorías en eventos educativos (VI Congreso Latinoamericano de Folklore del Mercosur). Productor de radio, participó en espacios independientes (Radio Cultura FM 97.9 y FM 95.5 Patricios) abordando diversas temáticas: arte, salud, música ciudadana y espectáculos. En abril de 2003 publicó El Fin del Secreto. Ensayos sobre la privacidad contemporánea (Editorial Dunken).

🔗 Página web: http://gcocimano.iespana.es/

🖼 Ilustración: Juan Carlos Onetti 1981, por Elisa Cabot, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

Fotografía en Almiar

📰 Artículo publicado en Revista Almiar, n.º 52, mayo-junio de 2010. Página reeditada en agosto de 2019.

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