Foster y Wren (I)

Mario Rodríguez Guerras

Las quejas habidas por la implantación de una arquitectura con un diseño moderno en un barrio con arquitectura tradicional han provocado una curiosa reacción por parte de eminentes arquitectos. En esta reacción encontramos un tono que unas personas que si se respetan a sí mismas no juzgarían conveniente utilizar sino en caso de extrema necesidad, lo que no es el presente. Y encontramos unas descalificaciones personales que nada tienen que ver con la cuestión que se dirime. Pero es muy posible que el público al que se dirige un escrito como ese valore más los efectos emocionales del artículo que el contenido y las razones que se presentan. Es posible entonces que el escrito cumpla su función siendo de esa forma, y que sus autores sepan que no conseguirían alcanzar su objetivo presentándole de otra. Bien parece que nosotros nos dirijamos a otro tipo de público o que nos tengamos otra consideración.

Cuando en su primera intempestiva Nietzsche utilizaba el término cultifilisteísmo lo hacía para referirse a los filisteos, que por naturaleza son lo opuesto a un artista, que se consideran a sí mismos hombres de una cultura superior. En otras ocasiones utiliza el término cultismo. En aquel caso Nietzsche elevaba su voz contra el éxito que el libro de David Strauss, La vieja y la nueva fe, había alcanzado en Alemania porque defendía una forma de cultura con la que el pueblo alemán parecía satisfacerse y a la que, en consecuencia, otorgaba una categoría superior sin merecerlo. La cuestión era que en general no se sabía comprender ese error. Desde entonces las consignas que marcan la evolución social no han dejado de adquirir valor, y como la muerte de Dios y la de los reyes nos trajeron la fe en la ciencia y la razón, éstas tienen hoy un valor enorme. De hecho, toda nuestra cultura se apoya también en la ciencia y la razón y ha olvidado el valor de los mitos y de los ideales. La cultura de la cerveza y la taberna, llamaba Nietzsche a aquel cultifilisteísmo, y constatamos que también ha crecido en el mismo grado que el resto de valores actuales cuando observamos la relación entre el arte y la fermentación de la levadura.

Porque ¿qué es el arte actual?, aunque para no entrar ahora a realizar un análisis del arte del siglo XX preguntemos simplemente: ¿Qué son la línea y el plano que caracterizan la arquitectura actual? Simplemente los elementos básicos de la construcción de una obra. Su uso significa la renuncia deliberada a una elaboración más profunda del trabajo. No es incapacidad para elaborar formas más complejas sino la creencia del valor superior de las formas sencillas a las que se da el significado de una vuelta al origen cuando nosotros vemos en ello la fe en la ciencia, al resaltar los elementos constructivos, y el rechazo a las formas culturales del pasado en lo que vemos la renuncia a toda cultura.

La línea y el plano significan la ausencia de aportaciones personales: el vacío, el mismo vacío que se persigue en todas las cuestiones actuales, aquí, en arte. Y no entramos a discutir la cuestión de si se debe o no buscar ese vacío, nos limitamos a constatar el hecho. El vacío del arte se consigue de dos formas: no construyendo y destruyendo. La mejor forma de demostrar el vacío es mostrándole sobre una construcción. Un paño bordado con un agujero redondo sería un ejemplo perfecto pues el valor del trabajo de confección hace resaltar el vacío que sobre él se produce. El problema es: ¿qué hace un artista si llena el paño de agujeros pues al quedarse sin paño su labor no podría percibirse? Un folio blanco es una idea perfecta de ciencia e ideas modernas. Un artista moderno puede colocar un folio blanco sobre una alfombra persa de seda resaltando el vacío pues el vacío no se ve sobre el vacío, donde resalta es en un entorno «lleno». Pero si llena de alfombra de folios blancos lo único que se percibiría serían los folios blancos y el público sabe que un paquete de folios cuesta cinco euros con lo que se dudaría del valor de su obra.

Efectivamente, ningún artista se ha dedicado a hacer agujeros en los tapetes ni a forrarlos con folios, pero Chillida nos decía que el vacío es lo que cuenta, Duchamp le pintó bigotes a la Gioconda y Bansky pone un semáforo en un paisaje romántico. En estas últimas obras la intervención del artista es mínima pero el efecto máximo y su labor no es una labor de construcción sino de destrucción de la obra previa para lo que se necesita una obra previa de calidad y una intervención destructora. La pirámide de cristal del Louvre define mejor lo que pretendemos expresar. Se trata de una construcción triangular, luego altiva, y por ser triangular tiene lados oblicuos que se enfrentan a todas las líneas ortogonales del patio que la rodea. Una construcción como esta en una ciudad moderna, en un entorno moderno, prácticamente no resaltaría pero aquí se produce un contraste con el entorno, que es de piedra, que es clásico y que es ortogonal, en el que la obra parece adquirir un significado al oponer sus cualidades a las de los edificios circundantes. Es «la prueba de la fuerza», si produce efectos debe tener un valor. Pero sus efectos no son los valores propios de la obra sino la sorpresa que produce el cambio de ubicación al pasar de una localización que le correspondería a una en la que desentona. La repetición en ese patio de una estructura similar acabaría por poner en evidencia, incluso el más recalcitrante defensor de la cultura actual, la calidad inferior de la estructura de hierro y acero respecto de la obra clásica.

Debemos buscar entonces nuevos lugares en los que producir el contraste de estilos, pues sólo el contraste concede alguna ventaja al arte actual sobre el pasado. Conviene, en lo posible, variar los entornos para no repetir el contraste que ya se ha conocido. Lo ideal para la obra actual, para producir el mayor enfrentamiento, son las obras clásicas y los paisajes naturales. Buscaremos hoy un desierto, mañana una selva virgen, otro día el centro de un lago. Pero lo realmente deseable sería poder intervenir en la Acrópolis griega, las pirámides de Egipto o Pompeya.

La iniciativa de los museos de mostrar el vacío es la prueba definitiva de cuanto decimos. Anteriormente, cuando un museo no tenía exposición, cerraba sus puertas, ahora, las abre con el orgullo de demostrar que la falta de intervención puede ser una forma de cultura. O puede valorarse también como el desmantelamiento de la exposición anterior. En todo caso, esa no-exposición puede realizarse porque no se han desmontado las paredes del museo. No estará lejos el día en que nuestras instituciones de enseñanza entreguen a sus alumnos libros en blanco porque, si aquella iniciativa tiene valor, ese valor debe ser extendido a todos los aspectos culturales, en caso contrario demostrará ser lo que es: una sandez. El apoyo del público y de la crítica sólo demuestra que el cultismo se ha impuesto en la sociedad y que nadie sabe apreciar la cultura. La elección democrática de las siete maravillas actuales ha incluido al cristo de Brasil y ha dejado fuera la Acrópolis Griega. Si la opinión social es una justificación para defender y establecer valores culturales se acabaron las apreciaciones de valor. Y ciertamente, las consideraciones sociales y numéricas serán las que se impongan en la nueva era cultural. No por ello dejaremos de advertir que existe una diferencia entre una opinión y un criterio.

Si un museo puede no-hacer exposiciones, si los modistos pueden no-diseñar vestidos, si los pintores pueden no-pintar cuadros, es debido a que siempre queda el soporte de la obra como prueba de su no-obra: el museo, el cuerpo de la modelo y el lienzo. Pero en arquitectura (y en escultura) el soporte de la obra es la obra, con lo que una no-obra no podría manifestarse, la salida que le queda a este tipo de artistas es o bien trasformar la obra de arquitectura en una construcción que no sea arquitectura, o bien emplear formas que reduzcan el significado cultural de la obra arquitectónica. Los representantes de estas posturas son Gehry y Foster.

El problema es que estas intervenciones suponen la destrucción de la unidad del entorno en el que se presentan pues siempre su presencia supone una alteración estética que anula el valor del conjunto que se contempla y que ya parece imposible volver a recuperar para el futuro. El rechazo a este tipo de intervenciones significa el deseo de mantener un patrimonio que se forma por la unidad de los elementos y no simplemente por la existencia de esos elementos. Estas intervenciones, quizás, no destruyan ningún elemento arquitectónico notable del pasado pero destruyen la identidad del entorno, con el significado de no negar una identidad para los individuos de un tiempo. Pero éste es realmente el significado de nuestra época, de una época que demuestra que desconoce el valor de la cultura anterior, del significado de la tradición y de la necesidad de adquirir una identidad; de una época cuyas máximas son el arte por el arte o quizás ahora, en el siglo XXI, el arte por el dinero, sin tener conciencia de ninguna obligación ni con el pasado ni con el futuro.


(Leer: 2.ª parte de este artículo / 3.ª parte)


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@ sustituida
Contactar con el autor: direccionroja [at] gmail.com

ILUSTRACIÓN ARTÍCULO: Chillida statue, By Andy Roberts from East London, England (statue) [CC-BY-2.0], via Wikimedia Commons.


📰 Artículo publicado en Revista Almiar, n. º 45, marzo/abril de 2009. Página reeditada en agosto de 2019.

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