MADRID Y SUS
PERFILES

por
Guillermo Ortiz



Reportaje 3
30.03.2004




Atardecer en Vallecas


«Aquí se puede ver Madrid desde atrás, como por sorpresa», dice Rosa. Estamos en su casa, un pequeño piso en lo alto de una de las torres de Aluche. Son las seis y media de la mañana y el verano está amaneciendo de nuevo... Nunca había estado aquí antes y tengo la sensación de que nunca debí haber venido. No quiero parecer un mal tipo pero estoy haciendo tiempo hasta que el metro abra y me pueda ir a casa. No soporto el calor, la habitación de Rosa parece una sauna y, de hecho, no hemos podido dormir desde que llegamos hace un par de horas.

«¿Por qué no vuelves?», dice mientras deja de hojear una revista con un cantante en la portada y aplasta con la mano mi lado de la cama. Eso me pregunto yo, por qué no vuelvo. Ahora mismo parece como si no pudiera apartar la mirada de la bruma que se disipa y las luces que desaparecen, dejando la ciudad sin maquillaje, recién despertada. Desde lejos todo parece estar cerca. Recuerdo cuando entraba con mi familia por la carretera de La Coruña y el faro de Moncloa quedaba casi al lado de la Catedral de la Almudena, las torres inclinadas de la Plaza de Castilla junto a la de la plaza de Picasso... Ahora aparece todo a una misma altura, a una misma distancia. A ninguna.

¿Por qué no vuelvo? Esa es una buena pregunta. «Mira, ahí queda mi casa», le digo sin mucho entusiasmo a Rosa, a la que he conocido en un chat de Internet. Es lo que está de moda. En el fondo, si uno lo analiza fríamente, es como si la hubiera conocido en un bar o en una exposición si la vida fuera una película francesa. Los sitios públicos se dan cada vez menos al encuentro, es normal que se busquen métodos alternativos para intimar. El caso es que ahora estoy pegado a una ventana y el pelo me cae sobre la frente mojado de sudor.

—«Ahí queda mi casa», repito, y le señalo justo detrás del enchufe de la plaza de Colón, cerca de la «B» de Iberia que se enciende y se apaga cada veinte segundos.

Rosa se incorpora un poco y desde la cama puede ver lo que le señalo. «Siempre me he preguntado qué es ese edificio tan raro». Son las Torres Blancas, digo, pero no parece demasiado interesada. Supongo que tiene sueño, como yo. Supongo que quiere que esto se acabe cuanto antes, como yo. Sé que es una idea que repito con demasiada frecuencia pero no puedo quitármela de la cabeza y menos ahora: Madrid es una ciudad de altos y bajos, y conforme el sol va golpeando las ventanas y agrisando los edificios, aún me parece más claro. El perfil de la ciudad se expande y se contrae como una montaña rusa. Pensar que tres millones y medio de personas se están despertando ahora...

«Me tengo que ir, Rosa. He quedado en ir a ver a mi abuela y tengo que dormir un poco y ducharme y esas cosas». Esas cosas. Rosa pone mala cara, como si me hubiera adelantado a su petición de que me fuera. «Muy bien», dice, «¿te lo has pasado bien?». «Claro que sí», respondo. «Ha merecido mucho la pena». Claro que ha merecido la pena, pienso mientras deambulo por las calles vacías del barrio de Aluche, camino de un hipermercado donde se supone que está el metro de Campamento. Los que somos del centro, sea eso Sol, Goya, la Castellana, la Plaza de España o incluso el barrio de Prosperidad, como es mi caso, nos sentimos extraños en lo que consideramos la periferia: Moratalaz, Vicálvaro, Hortaleza, San Blas, Fuencarral, Campamento... con sus discotecas de hormigón, sus motos en la puerta, sus niños corriendo sin ningún orden...

Extraños y asustados, de alguna manera.

Si nos hemos atrevido a descubrir a la ciudad despeinada, somnolienta, «por sorpresa» que diría Rosa... ¿Quién sabe lo que la ciudad puede hacer ahora con nosotros?

Web del autor: http://www.guilleortiz.com


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FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez
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