MADRID Y SUS
MENTIRAS

por
Guillermo Ortiz



Reportaje 9
12.05.2004



Noviembre es un mes en el que cualquier cosa es posible, y David y yo nos paramos delante de la estatua ecuestre de la Plaza Mayor. En los soportales un grupo de chicos toca la guitarra y destroza una canción pasada de moda. Se me ocurre contarle a David una historia que me hace gracia: mi familia es dueña de una pequeña parte de una de las casas que rodean la plaza. Haciendo los cálculos de herencias resulta que a mí me tocaría aproximadamente una octava parte de esa casa, que no es mucho, pero que de alguna manera me hace sentir importante. Se lo digo a David muy ilusionado, y aunque me doy cuenta de que no le interesa en absoluto, sonríe, me felicita y bromea: «además, para entonces, sólo tendrás unos 60 años, ¡qué suerte, tío!». Me agarra momentáneamente del hombro mientras sigue riendo. Al rato me suelta y pasamos juntos bajo el arco de donde sale una calle empedrada que desemboca en la calle Toledo.

En la esquina con la Cava Baja hay un bar algo viejo al que solíamos ir en verano cuando ponían la terraza. Si Patricia salía de trabajar pronto, nos recogía en casa de David y nos pasábamos por ahí a tomar unas racioncillas y unas cervezas para cenar. Patricia es mi novia. La mayoría de las veces acabábamos los tres en el jardín de enfrente del Palacio Real, tumbados, tomándonos un helado, riéndonos de los turistas que todavía paseaban para hacer fotos de noche y contando historias de cuando íbamos al Instituto: el Pocas Prisas, el Cabra, el Tochas...

Soportales de la Plaza Mayor de Madrid

David me está contando algo de Nerea, su novia: dice que le agobia un poco, que cree que ya no está enamorado de ella y que tarde o temprano se lo tendrá que decir. No siento ninguna simpatía hacia Nerea, así que le contesto: «¿Y por qué no se lo dices ya?» y David me mira, con cara de estar pensando en algo importante y añade: «Porque no es fácil, Alberto. Porque sé que es lo que hay que hacer pero no es tan fácil. Imagínate que a ti te pasara con Patricia, ¿te resultaría fácil contarle algo así?».

Patricia es un encanto y yo no voy a dejar de quererla nunca, pase lo que pase. Aún así, digo: «Fácil no. Pero se lo diría. No queda más alternativa. Se dice y punto, aunque duela, y estoy seguro de que ella también me lo diría a mí». Esto último es mentira pero lo digo de forma tan convincente que David pone una cara extraña, casi asustado, se mete las manos en la cazadora y sigue hablando de Nerea.

Son las seis de la tarde pero ya es de noche. La calle se empina hacia la plaza del Humilladero, donde vive David. Pasamos por delante de una multitud de bares y restaurantes. Posiblemente estemos en la calle que mejor huele de Europa. David lleva una cazadora de ante algo gastada y cerrada hasta arriba. Aunque no lo veo bien, creo que también lleva una camisa de pana o algo parecido, vaqueros, y el pelo algo más largo cayéndole ligeramente sobre la frente.

David es tan alto que parece una estrella de cine. David es mi mejor amigo desde los catorce años, cuando nos escapamos juntos de un campamento de verano que organizaba la parroquia. David se está acostando con Patricia desde hace más de un mes pero él no sabe que yo lo sé.

Al cabo de un rato, llegamos a la plaza, saludamos a unos amigos que están en el Bonano y subimos el tramo de escaleras que lleva hasta su casa. Una vez dentro, David abre la ventana momentáneamente y sale a un pequeño balcón desde el que puede ver la confluencia de la Plaza de la Cebada, la Plaza del Humilladero y la Plaza de Puerta de Moros. Yo le miro desde el sofá mientras oigo el murmullo incesante que proviene de la calle y llena el salón en esta inconfundible tarde de sábado.

Mientras pelo cebollas para la tortilla, no puedo evitar recordar otros noviembres en el barrio de La Latina y del mismo modo no puedo evitar pensar en los noviembres que vienen. Noviembres en los que Patricia y David se querrán y se pelearán y se reirán, en los que pasearán por los mismos parques por los que paseaban conmigo. Noviembres en los que se acordarán de mí y me echarán de menos y me llamarán para ver qué tal estoy y yo les diré que bien y que a ver si nos vemos, pero no nos veremos más, porque yo ya he elegido, o más bien porque no puedo elegir, porque no podría soportar verlos a los dos juntos ni puedo soportar esta situación en la que no tengo a ninguno.

Al cabo de un rato, David se da cuenta de que estoy llorando a lágrima viva y me coge por los hombros y me pregunta: «¿Qué te pasa, Alberto, estás bien?» y yo le digo: «Sí, tranquilo. Ya sabes, la cebolla». Y aunque intento sonreír los dos sabemos que estoy mintiendo.

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FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez
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