Del avaro y su afán contemplativo

Nieves Viviani

Cuando el Padre Grandet ordena a su hija Eugenie traerle oro para así poder observarlo a sus anchas, se nos revela que luego de que ella le colocara alguna moneda sobre la mesa, «el avaro permanecía horas enteras con los ojos clavados en los luises, como un niño que en el momento de comenzar a ver contempla estúpidamente el mismo objeto y, como a un niño, se le escapaba a veces una sonrisa penosa.

—¡Esto me reanima! —decía a veces dejando aparecer en su rostro una expresión de beatitud».

Existe en el magnífico retrato de Balzac, una ajustada descripción de los caracteres que definen al avaro: la sordidez de su expresión, las estrategias de las que se vale para timar a sus adversarios, la simple aridez de un único pensamiento dirigido a la obtención de la ganancia permanente. Grandet hace de la obtención de oro principio y fundamento de su existencia, sentido último y primero, pasión inconmovible y absolutamente preponderante que guía cada uno de sus movimientos. Su especulación arruina por completo la vida de quienes lo rodean provocando muerte, infelicidad y dolor. Porque ninguna pérdida podría ser mayor que la de una ganancia pecuniaria, ninguna rivalidad opacará jamás los ribetes de su único deseo: el oro. Pero su obtención no le resulta complicada al buen Grandet, conoce y manipula excelentemente las artes del conspicuo timador y aunque en este despliegue es un triunfador, resulta que la sola obtención no es suficiente. Necesita contemplarlo, debe observar, mirar, perderse, disolverse en esa visión absoluta que lo reanima, que le devuelve la vida. Es un hombre extremadamente rico y sin embargo su riqueza debe asirse a un sentido casi espiritual: la mirada contemplativa desde la que parte la reflexión, el arrobamiento de la entrega, el despego hacia lo más profundo. Pero en Grandet esto es imposible, lo paradójico reside en esa imposibilidad: ver para creer poseer lo que nunca se tendrá porque es sólo materialidad que el ojo no puede sino digerir a medias, nunca incorporar completamente. En todo caso es una sensualidad incompleta porque en el avaro todo es siempre devorar para morir de inanición. Con la mística comparte el arrobo, pero hasta allí y luego nada más. El resto se difumina: en un caso hacia las alturas en el otro hacia lo más sórdidamente profundo de la humanidad. Volver a Balzac resulta imperativo, como escolares aplicados deseosos de realizar un ejercicio que les permita comprender algo más, caracteres de una humanidad extraña y por momentos desesperante.


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Honoré de Balzac
Honoré de Balzac

Nació en la ciudad de Tours (Francia) en 1799 y murió en París el 18 de agosto de 1850. Autor prolífico (escribía más de diez horas al día) tuvo que esperar un cierto éxito hasta 1831, cuando publicó la novela La piel de zapa. Está enterrado en el Cementerio de Père-Lachaise, de París, y su figura fue inmortalizada en una estatua por Auguste Rodin. En su funeral Víctor Hugo dijo que, a partir de ese momento, «los ojos de los hombres se volverán a mirar los rostros, no de aquellos que han gobernado, sino de aquellos que han pensado». Algunas obras de Balzac: Eugenia Grandet (1833); La búsqueda de lo absoluto (1834); El lirio en el valle (1836) y Las ilusiones perdidas (tres tomos entre 1837 y 1843).

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NIEVES VIVIANI
(1973). Docente. Estudiante avanzada de la Licenciatura en Letras y la Lic. en Antropología. (Universidad Nacional de Rosario - Rosario - Santa Fe - Argentina).
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Imágenes: (Cabecera) Marinus van reymerswaele, esattori delle tasse 02, I, Sailko [GFDL (http://www.gnu.org/ copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons ◽ (En el artículo) Balzac, Gaspard-Félix Tournachon [Public domain], undefined, via Wikimedia Commons.


▫ Artículo publicado en Revista Almiar, n. º 35, agosto-septiembre de 2007. Reeditado en agosto de 2019.

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