Acerca de las primeras
reflexiones sobre el tiempo en
el pensamiento occidental

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Indira Benito


«Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: —Que exista la luz y la luz existió. Vio Dios que era buena; y separó Dios a la luz de la tiniebla: llamó Dios a la luz ‘día’ y a la tiniebla ‘noche’. Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero» [1].

Así comienza el libro del Génesis, desvelando en él de un modo implícito y determinante, la concepción hebraica sobre el tiempo, la cual se caracteriza por hallarse en función del pasado y el futuro. Destaca el uso del verbo pasar en esta cosmogonía: pasan uno a uno los días de una semana, y Dios confiere a cada uno de ellos una parte específica de la «Creación».

Los hebreos determinaron importantes medidas de tiempo como el día y la noche o las épocas del año. Según Ferrater Mora [2]: «Concibieron el tiempo como una serie de ‘percepciones temporales’, en forma de ‘latidos’ (reghá) ‘interiorizando’, de este modo, el tiempo y convirtiéndolo en ‘duración’ y ‘temporalidad’».

Las concepciones temporales griegas difieren de éstas desde la base, pues perciben su mundo desde la intemporalidad del «presente», hablan del «ahora» y la «Presencia»; lo importante de la reflexión griega radica en el mantenimiento de los seres en el presente y en una aproximación al mundo a través de las cosas que hay en él. Los griegos ofrecieron grandes estudios sobre los movimientos planetarios, los cuales siguen ciertos ciclos temporales en su movimiento, y describieron al tiempo como una «serie de presentes».

No seríamos justos sin recalcar la gran influencia que ejercieron otras culturas sobre el pensamiento griego —mesopotámica, egipcia, hebrea e hindú— sin este caldo de cultivo, el apogeo Griego nunca se habría consumado.

Estas primeras investigaciones acerca del tiempo, están estrechamente ligadas al estudio sobre el origen del universo; hasta los Presocráticos [3], tal interés se explicó en términos predominantemente mitológicos.

Los primeros filósofos, se dedicaron a la fabricación de cosmogonías y cosmologías que solían situar a la tierra como centro inmóvil de universo, aunque con diferentes variantes, como flotando sobre el agua o rodeada de tubos de fuego (teorías de Tales y Anaximandro respectivamente). Además, buscaron un principio a partir del cual surgiera todo lo demás arché, el cual era un fundamento material que trataba explicar el devenir de un modo estable, implicando esto la no existencia de lo trascendente. Por tanto, lo que dirige el devenir, no es el alma, sino la physis (naturaleza).

Para Tales de Mileto [4] el arché es el agua, la cual además es el lugar hacia donde viene y va todo. Por el contrario, Anaximandro de Mileto, reconoció este principio en el ápeiron («lo indeterminado», «lo infinito», «lo indefinido»); su discurso se fundamenta en tres pares de opuestos: «nacer y perecer», «justicia e injusticia» y la organización de los acontecimientos «según la necesidad (hay una necesidad que delimita el espacio propio de cada cosa en relación a las demás) o según el orden del tiempo (éste tiempo es limitado y hay un principio y fin de las cosas)». La necesidad y el orden del tiempo se complementan porque éste último permite descubrir las cosas del presente.

Por otro lado, nos encontramos con las teorías de Anaxímenes, considerado por la tradición filosófica, junto con los dos anteriores, como el tercer y último representante de la filosofía jonia, cuyo arché es el aér, el aire. Introdujo una novedad fundamental, que consistía en la explicación del mecanismo del cambio (el aire se enfría pasando por diversas fases: viento, nubes, lluvia, tierra y piedras; también se calienta, configurando el fuego). La importancia de esta doctrina radica en la influencia que ejercerá en Aristóteles respecto a la distinción entre sustancia y accidente, fundamental para su reflexión temporal.

Aunque Heráclito de Éfeso, que pensaba en el fuego como arché, no suscitó una gran admiración en su tiempo, para la filosofía moderna es considerado uno de los Presocráticos más interesantes y polémicos. Platón lo catalogó como «filósofo del devenir», ya que entendía el cambio como algo esencial («todo fluye, nada permanece») [5], aunque esto no es más que una simplificación de su pensamiento.

Heráclito habla de dos tipos de tiempo: «chornos» (análogo al tiempo de Anaximandro), el cual rige el orden de todas las cosas, y procede del logos [6], y el «tiempo de vida propio» o «particular». El «chronos» se encuentra bajo el tiempo «particular», y el hombre, a través de su pensamiento, es capaz de conocerlo. En el tiempo «particular» se da la contradicción, mientras que en el «chronos» encontramos la unidad: lo que es, fue y será; podemos decir que el «chronos» es padre del «tiempo de vida propio». En conclusión, cuando el logos se manifiesta, el devenir se oculta, y el hombre puede conocer al «chronos», al uno.

Los pitagóricos, constituyeron un movimiento filosófico, cuya repercusión se extendió a lo largo de los siglos; se trata de un conjunto muy heterogéneo de autores, seguidores de Pitágoras de Samos, que abarca desde el campo de la filosofía o la religión, al de la ciencia, la matemática o la astronomía. Su teoría se basaba en un dualismo radical entre alma (pura) y cuerpo (corrupto), que se traducía en una separación entre el mundo supralunar infinito, atemporal y eterno— y el mundo sublunar, sujeto a ciclos temporales.

La concepción temporal del pitagorismo, viene determinada por el orfismo, el cual fue un movimiento que tuvo mucha influencia en éstos. Los órficos aseguraban que Zeus devora el Sol, que es el órgano reproductor del tiempo; de este modo, Zeus queda embarazado de todos los seres, por lo que todo se genera en él, que se convierte, así, en una especie de arché. La noche le dice que el Aire conecta lo uno con lo múltiple, Zeus devora al primer demiurgo y el mundo se identifica con Zeus.

La cosmogonía del huevo cósmico [7] aparece con mucha frecuencia en su pensamiento, lo cual conecta muy de lleno con los Presocráticos: todo surge por escisión del uno que forman tierra y cielo.

Las teorías pitagóricas influirán fuertemente en Empédocles de Agrigento, el cual tendrá una concepción del mundo basada en los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua) como arché y que atribuirá el poder del cambio en el tiempo a dos fuerzas: Amor y Odio, constructora y destructora, respectivamente.

No fue otro sino Parménides, máximo exponente de la Escuela de Elea, el que se planteó el problema del ser en sí mismo; se pregunta qué es lo que es, a lo que denomina «to eon» es intemporal y también se pregunta por qué es lo que está, «ta eonta», lo cual es temporal y propio de aquello que está sujeto a cambio (estas cosas están, pero no son). De este modo queda inaugurada en la filosofía el estudio de la ontología (estudio sobre el ser).

Las «ta eonta» plantean el problema de la ausencia y la presencia: al hablar de lo presente y ausente hablamos de «pareonta» (las cosas que están) y «apreonta» (las cosas que no están). Frente al problema del ser, trata de compatibilizarlo con el devenir en su famoso poema («Acerca de la naturaleza»), donde aparece expuesta a la teoría de los dos caminos: el camino del ser y del no-ser.

Uno de sus seguidores, Zenón de Elea, hablará del ser como un continuo inmóvil; dice que en un tiempo finito no se puede recorrer un espacio dividido en una infinidad de puntos, de modo que si existe una división infinita de las partes, el movimiento sería imposible, ya que el tiempo es finito.

Anaxágoras de Clazomena entendió al mundo desde un punto de vista mecanicista, organizado por relaciones causa-efecto, siendo el nous (inteligencia cósmica y ordenadora) responsable de todo. De este modo, todo participa del todo, y siendo cada parte divisible excepto el nous. El nous es infinito y posee un absoluto poder sobre el tiempo, ordenando todo lo que deviene: lo que fue y no es, lo que es y no será, lo que no es pero será. Todo lo que no es nous está sujeto al devenir, arraigado al problema del cambio.

La explicación atomista del mundo es la creadora de una física mecanicista, contraria a la de Aristóteles. Sus principales representantes fueron los Presocráticos, Leucipo y Demócrito, y posteriormente Epicuro (fundador del epicureísmo, escuela filosófica de la época helenística). Afirmaban que todo lo que es se compone de átomos (ser) y vacio (no-ser). En un principio existía un caos donde se movían los átomos como producto de un juego azaroso y por causas mecánicas —no fines— se configuraban formando cuerpos que dieron lugar al cosmos.

Sin alejarnos mucho de la reflexión temporal, llegamos al s. V a. N. E., explicando la concepción platónica del tiempo, la cual expresa fundamentalmente en su diálogo Timeo. En esta obra afirma que el tiempo es una figura móvil de la que siempre permanece: la Presencia. Según Platón, la eternidad es la idea suprema del tiempo (ésta es el modelo, y el tiempo una imagen de la misma); el tiempo se expresa en el perpetuo movimiento de las esferas celestes.

Aunque Platón se sintió interesado por las matemáticas y la geometría, consecuencia directa de su gran admiración por el pitagorismo, no destacó en ninguno de estos terrenos. No obstante, fue un gran mecenas del saber, y por tanto, algunos de sus discípulos de la Academia platónica, sí que formularon teorías con gran alcance, como el sistema cosmológico de Eudoxo.

Llegando a este punto, la reflexión aristotélica [8] es la que nos ocupa, la cual, a grandes rasgos, consiste en la relación del concepto de tiempo con el de movimiento. Ambos siempre van juntos.

En el concepto de tiempo se hayan subordinados otros: «ahora», «antes» y «después»; sin éstos dos últimos no existiría el movimiento.

Según Aristóteles, el tiempo es «el número [la medida] del movimiento según el antes y el después. Medimos el tiempo por el movimiento pero también el movimiento por el tiempo» [9].

Además, aunque el tiempo no es número, sólo puede medirse numéricamente.

Respecto a la relación del tiempo con el cosmos parte el mundo de los pitagóricos hasta Eudoxo, hablado de un quinto elemento, «éter», del que están compuestos los cuerpos celestes.

Su cosmos es eterno, porque la materia no ha empezado a existir en un tiempo dado (al contrario de cómo veíamos al principio del artículo con la idea dada en el Génesis de un tiempo dado en el cual Dios dispone la materia), además, los seres etéreos carecen de principio y fin, por lo que no están sometidos al cambio y no evolucionan en el tiempo. Por lo tanto, los seres etéreos son atemporales, imperecederos, increados e indestructibles.

Esta fue la definición de tiempo con mayor repercusión en la creación filosófica posterior. Las teorías posteriores se dividen en dos tendencias aunque las más importantes son una combinación de ambas—: «absolutistas» que pensaban que el tiempo es una realidad completa en sí misma, y aquellos que, por el contrario, creían que el tiempo era una relación, eran conocidos como «relacionistas» (si simplificamos el análisis aristotélico podríamos enmárcalo aquí).

Plotino, filósofo neoplatónico del I. a. N. E., propone una síntesis: Aristóteles había hablado de una medida del tiempo, de un «número», y para Plotino, éste es el «alma». A partir de aquí elaboró una teoría absolutista del tiempo porque el tiempo es algo real en el alma y el alma es la que se encarga de medir y relacionar (teoría relacionista).

Adopta a Platón en cuanto a que el tiempo es una imagen de la eternidad, por lo que está por debajo del alma. Cuando ésta se refugia en lo inteligible, prescinde del tiempo, mientras tanto vive en él y como él. El tiempo del alma nace en la Inteligencia.

Estamos hablando del tiempo en relación al alma, que es el «ser», por lo tanto el tiempo reside en el «ser» del hombre. Tal y como él dice, el tiempo es la «prolongación sucesiva de la vida del alma».

El tiempo es real en tanto en cuanto a la vida del alma y por eso no se preocupa con el problema de su posible «inexistencia», como Aristóteles o San Agustín.

El alma hace real al tiempo como mediadora entre el «devenir» y el «ahora»; el tiempo es una sucesión de «ahoras» que es capaz de unificar el alma.

En las puertas de la Edad Media, se relajan los caminos de la reflexión filosófica —y temporal como consecuencia de la primera—; el fervor filosófico por el conocimiento racional queda debilitado pasando el control del tiempo bajo el mandato eclesiástico. San Agustín, dispondrá las bases de la reflexión sobre éste, que serán fundamentales durante toda la Edad Media. El tiempo será tratado en una doble vertiente: creación y regalo de Dios, pero también castigo [10]. La Iglesia será considerada la más apta intermediaria entre Dios y el hombre; entre el tiempo, que de Dios proviene y es donde el hombre habita.




NOTAS:

[1] De la Biblia: Génesis 1, 1-15.
[2] Ferrater Mora, Diccionario filosófico, III tomo. «Definición tiempo».
[3] Según Ordóñez, J. Historia de la ciencia, Espasa Calpe, 2003; pág. 57: «Se denomina presocrático al periodo de la historia del pensamiento griego que transcurre entre la vida de Tales de Mileto (cuya biografía se sitúa entre el 625 a. N. E.), y la muerte de Sócrates que tuvo lugar en el 399 a. N. E. A todos los filósofos que se enmarcan en ese periodo son considerados Presocráticos».
[4] Primer filósofo, ampliamente reconocido por la predicción de un eclipse en el 584/5 a. N. E y por ello considerado padre de la astronomía.
[5] Platón le calificó de este modo en contraste con Parménides, al que denominó «filosofo del ser» y del que hablamos un poco más adelante.

[6] El logos heracliteano corresponde con el fuego; fuego y logos son dos formas de decir lo mismo: el logos es el modo en que se manifiesta el devenir y se da en el hombre en cuanto microcosmos y macrocosmos.
[7] El mito del huevo cósmico lo utilizan culturas muy lejanas a Occidente, como la China de P’an-ku. Una de las muchas versiones es la siguiente: Al principio todo era caos y el universo un enorme huevo cósmico, en cuyo interior estaba P’an-ku. Éste despertó y con un hacha enorme abrió el huevo; la clara formó los cielos y la materia fría y turbia de la tierra, quedando él en medio con la cabeza en los cielos y los pies en la tierra.
Empezó a crecer, y con él, tierra y cielos, siendo éste el elemento que impedía que se uniesen. Cuando murió, algunas de sus partes pasaron a ser elementos del mundo: su sangre se convirtió en agua, su aliento en viento, su voz en el trueno, sus ojos conformaron en Sol y la Luna, etc. El más directo antecesor del ser humano fueron las pulgas de su cuerpo.

[8] Aristóteles, destacado filósofo, discípulo de Platón y fundador del Liceo. Interesado por las ciencias naturales y humanas, consiguió destacar por encima de todas las épocas y aún hoy su pensamiento permanece con fuerza.
[9] Ibid. 220a y b.
[10] Pueden percibirse en el libro del génesis ambas concepciones: la primera en el fragmento anteriormente citado, donde Dios crea el mundo y coloca al hombre como centro del universo; el tiempo como castigo se hace visible en la lectura referente al pecado original, cometido por Adán y Eva. Con la expulsión de estos del paraíso el origen del tiempo adquiere un tono dramático en su origen.

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Indira Benito es una joven estudiante de Filosofía.
indira_desiree[at]hotmail.com
Imagen de cabecera:
Pedro Sánchez ©. Ambos autores son
colaboradores de la Revista Almiar.


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