Evita y el Che Guevara: dos mitos argentinos

Leyendas de pasión

* * *

Gabriel Cocimano

Abstracto

Combatidos o venerados incondicionalmente, Evita y el Che Guevara son los dos grandes mitos políticos de la Argentina del siglo XX. Encarnaron el ideal de justicia social en un territorio dramáticamente postergado. El misterio que rodeó ciertos aspectos de sus vidas y sus muertes fue alimentando la leyenda y, una vez apropiados por la maquinaria cultural, se convirtieron en objetos de consumo. En tanto personajes míticos, han sido rodeados de virtudes excepcionales —reales o novelescas— que los dotaron de una dimensión sobrehumana. Lograron canalizar fantasías colectivas, y el amor y el odio que encendieron los han convertido en únicos. El mito sostiene la llama de dos almas devenidas en leyendas de pasión.

Yo quiero ser como vos
Como una luz de bengala
Quiero seguir dando luz

Aunque se apague mi llama
[1]

Apóstoles de la rebeldía

Jóvenes, rebeldes y carismáticos, dueños de un romanticismo épico y heroico, de una presencia corporal deslumbrante y una pasión inquebrantable, Evita y el Che Guevara encarnan el ideal de justicia social en una nación —y, más aún, un continente— que conoce la opresión y la desidia del poder político hegemónico y de su clase dirigente.

Apropiados por la maquinaria cultural y las leyes del mercado, han sido devorados por su propia imagen, que logró trocar sus militancias concretas y activas para convertirlos en objetos de marketing. «Estos mitos —postuló la periodista Mabel Itzcovich (1997)— han ganado la efímera popularidad del espectáculo, la codiciada ubicación en el merchandising, y en su camino han perdido los odios, amores y rencores que los hicieron únicos. Las leyes del mercado han dado vuelta los bolsillos y los han vaciado de todo contenido».

Amada y odiada hasta el paroxismo, la pasión que generó Eva Perón tiene muy pocos antecedentes en la historia vernácula. Venerada por los humildes, el mito comenzó a tomar forma a lo largo de su agonía, en 1952, cuando ya se presentía el doloroso final:

En todo el país se ofrecían misas para implorar por la salud de Evita —afirmó Libertad Demitropulos (1984)—. Afuera de la residencia, la multitud, de rodillas, rezaba y lloraba a toda hora pidiendo por ella. Diariamente llegaban de todos los rincones del país toda clase de estampitas, amuletos, piedras milagrosas, reliquias sagradas, agua bendita; oraciones especiales, con el objeto de ser entregados a la enferma para que los tocara y pudiera salvarse.

La congoja popular por su muerte terminó de engendrar la estatura mítica de Evita («jefa espiritual» y «abanderada de los humildes»: ambos términos connotan sacralidad). Su acción, su figura, su discurso, su pasión, habían encendido en los sectores populares un genuino sentimiento de religiosidad pagana:

Y el amor y el dolor que eran de veras
gimiendo en el cordón de la vereda.
Lágrimas enjuagadas con harapos,
Madrecita de los Desamparados.

Escribía María Elena Walsh (1982), interpretando el mito:

En los altares populares, santa.
Hiena de hielo para los gorilas
Pero eso sí, solísima en la muerte (...)
Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva,
Única reina que tuvimos, loca
Que arrebató el poder a los soldados (...).

Su cuerpo embalsamado inició un atroz peregrinaje tras el derrocamiento del general Juan D. Perón. Como si para sus enemigos ese cuerpo prolongara —por efecto mágico— su presencia aborrecida de un modo fantasmal. En su obsesión por destruir el mito, el antiperonismo terminó no sólo reconociéndolo, sino también reforzándolo.

Odiada en vida por los sectores más poderosos, Eva muerta seguía siendo demasiado peligrosa. La determinación impuesta por sus enemigos de borrar todo vestigio que recuerde su figura y la del general exiliado, era coherente con la decisión de hacer desaparecer el cadáver de Eva: como ocurre con el principio de semejanza mágica, en el que un hombre que procura matar a su enemigo destruye su imagen, el odio antiperonista creyó que, decretando la desaparición —verbal y física— de toda la simbología peronista, obrarían en el colectivo popular el silencio y el olvido definitivos.

El escritor Rodolfo Walsh traza en un relato (1992) el diálogo mantenido por un periodista (el mismo Walsh) tras los pasos del cadáver de Eva con su supuesto detentor (en la realidad el coronel Moori-Koenig, jefe del Servicio de Informaciones del Ejército de la llamada «Revolución Libertadora», que derrocó a Perón en 1955):

—¿Qué querían hacer?

—Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuánta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

—Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Había que romper todo.

—Y orinarle encima.

(...)

Esa mujer estaba desnuda —dice, argumenta contra un invisible contradictor—. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja, y el cinturón franciscano. (....) Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos pobres obreros que había por allí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, (...).

—¿Se impresionaron?

—Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: ‘Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordáte de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo’.


Fue Ernesto Guevara el viajero sin pausa de la revolución, el aventurero romántico que pretendió enlazar un sueño personal con un objetivo político común. Impetuoso, impaciente y fatalista, pero a la vez sensible, idealista y extremadamente obstinado, hizo de su natural resistencia a ser institucionalizado una bandera de lucha. Representó el antisistema y, cuando la revolución cubana se hizo carne y él integró sus cuadros ejecutivos, no dudó en retomar la aventura errante y la lucha en la selva boliviana.

El Che estaba dotado de un mecanismo de combustión interna —aseguró uno de sus biógrafos, Ignacio Paco Taibo II (1997)— que lo hacían vivir en el límite, mantenerse a prueba permanente, presionar un cuerpo gastado por la falta de sueño, el asma, las tensiones. Era el hombre que había hecho de la autodemanda un estilo vital. Y se quemaba, en la lenta hoguera que había encendido en el centro de sí mismo.

El apóstol de la revolución latinoamericana —asesinado trágicamente en cumplimiento de su ideal— ha devenido icono, vale decir, ha quedado atrapado en la fuerza expresiva de una imagen que se ha ido vaciando de contenido «para volverlo camiseta, souvenir, taza de café, póster o fotografía, destinadas al consumo. Y eso es la condena de los que provocan nostalgia: estar atrapados en los arcones del consumo, o en los reductos de la inocencia» (Ibid.). Si para los cubanos es un modelo revolucionario, un prócer como José Martí, para la sociedad occidental el mito del Che ha derrotado al Guevara soldado, al político, al filósofo, al idealista.

Pero el mito también tenía sus razones: el Che encarnó como pocos la figura arquetípica por excelencia del héroe que pelea contra la injusticia. Y que al final sucumbe, víctima de su propia ingenuidad, mártir de su propia utopía.

Tanto Evita como el Che tuvieron una muerte trágica, a edades tempranas. Otro condimento del mito.

No hay motivo de tristeza más universal y contagioso que la muerte en la juventud y en pleno apogeo. El gobierno de Perón interpreta la enfermedad de Evita en clave cristiana en los meses precedentes al desenlace; los 33 años la ungen con la santidad. El Che, por el contrario, es un mito plenamente laico, pero la Teología de la Liberación encontrará en él a un apóstol del cristianismo abnegado (...) También como en los santos, el destino del cuerpo prolonga el martirio. El embalsamamiento de Evita asegura una posteridad de rango faraónico, que resulta funcional a los vejámenes. El asesinato del guerrillero vuelve irrefutable la tesis de la guerrilla (Sánchez 1997).

Ambos resumieron la tragedia política latinoamericana del siglo XX: Evita representó el ascenso efímero del pueblo al poder, con su consiguiente caída, abrupta y dolorosa. La figura del Che, si bien simboliza la rebelión contra el orden establecido, refleja una cultura contestataria que no logró encarnar en acción.

El arte y la industria cultural han capturado el sentido emblemático de ambos personajes porque, como lo define el escritor español Manuel Vincent, el arte siempre está buscando unos rostros que sinteticen pasiones colectivas (...) (Pero) estos mitos de Eva y el Che ya no tienen nada que ver con la realidad. Son bienes de consumo, casi de degustación. El afiche con la cara del Che fue un bien de consumo que colgaba de las habitaciones de todos los progresistas del mundo. Eva Perón es una imagen romántica asociada al tango. El teatro, el cine, la televisión, los medios, son monstruos que necesitan alimentarse constantemente de imágenes (Ibid.).

Un guerrillero devenido icono pop —pósteres, bandas de rock, una cerveza, miles de remeras— en un mundo asediado por los destellos de un neoliberalismo totalitario. Una «imagen plebeya y trágica con los brazos tendidos en ofrenda de amor hacia los desposeídos» (Ibid.) en una nación devastada por la exclusión social, el descalabro institucional y el provocativo sometimiento a las leyes del mercado. Constituyen ambos el espejo de una Latinoamérica dramáticamente postergada.

Usos y resignificaciones del mito


Precisamente por su versatilidad, el mito ha permitido la reelaboración de versiones libres y hasta desvirtuadas, en una posteridad que siempre transita por disímiles contextos sociopolíticos e históricos. La corriente más radicalizada del peronismo de los años ’70 en la Argentina —«Si Evita viviera sería montonera», escribían en las paredes los jóvenes de esa generación— estableció un perfil de Evita construido a partir de ciertos fragmentos de su militancia. No era para los revolucionarios de la Juventud Peronista «una sombra de la presencia superior del Líder» (su esposo y presidente de la Nación, el general Perón) —tal como ella lo había planteado en su libro «La razón de mi vida»— sino una mártir, radicalizada y montonera silueta que encarnaba el papel protagónico de la revolución armada. «Por un lado, era asumida como propia la gestualidad de Eva y, al mismo tiempo, era desechado su discurso político (…) Recortada de su contexto, silenciada, tomada su muerte como emblemática, la nueva Eva Perón permitía una mayor manipulación y, a la vez, favorecía el contraste con Perón» (Ponce 1990), al que la juventud revolucionaria de entonces había desdeñado.

En cierto sentido, el retrato que hizo de ella cierto feminismo también contiene esa versión libre del mito: Evita construyó un nuevo rol, activo, participativo y revolucionario para la mujer en la trama sociopolítica, pero a partir de su función de «madre y compañera del varón». El modelo de mujer propuesto en La razón de mi vida parece plantear esta duplicidad: por un lado, tratará de hacerle jugar a la mujer un papel trascendente en la historia argentina y, por otro, la induce a la militancia activa a partir del despliegue de su arma más pertinente: el Amor, reflejo de su inmanencia y sucedáneo del trabajo hogareño. Si bien como enunciadora política su discurso era más radicalizado que el de Perón —sobre todo en lo referido a la construcción del enemigo— en el momento de asignarle un papel a la mujer, ésta queda circunscripta al ámbito familiar. Aun cuando aborda el tema de las mujeres que trabajan en las fábricas hace hincapié en su doble rol de obreras y amas de casa. «Una mujer de puertas adentro pero que, paradójicamente, por primera vez vota, obtiene jubilación, se organiza en torno de actividades partidarias, y es incluida genéricamente como rama de un movimiento político. El lugar de la mujer-sombra se anula en la acción concreta» (Ibid.).

En contraste con el tono discursivo de «La razón de mi vida», aparece el contenido de un testamento político titulado Mi mensaje que, según ha confirmado un peritaje judicial, fue la última creación de Evita, escrita en sus últimos meses de vida. Considerado un libro apócrifo —incluso por la familia de Eva— y desaparecido durante más de 30 años, es un texto encendido y radicalizado que contribuyó a delinear la leyenda de la Evita montonera de los ’70.

Quiero rebelar a los pueblos. Quiero incendiarlos con el fuego de mi corazón —expresa el texto, en el que descargaba su condena contra las cúpulas de la Iglesia y de las Fuerzas Armadas— (…) Yo no comprendo por qué, en nombre de la religión y de Dios, puede predicarse la resignación frente a la injusticia (…) Solamente los fanáticos no se entregan. Los fríos, los indiferentes, no deben servir al pueblo (…) Me revelo indignada con todo el veneno de mi odio, en contra del privilegio que constituyen los altos círculos de las fuerzas armadas y clericales (…) Es necesario que los pueblos (los) destruyan. ¿Cómo? Abriéndole sus cuadros dirigentes. Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo.

Según algunos autores, este texto fue ocultado, entre otros, por el propio Perón, por la inconveniencia de dar a conocer un pensamiento nada diplomático, tal como era Eva (Moreno, 2000).

La resignificación del mito de Evita ha adquirido, además, nuevos matices a lo largo de la historia más reciente: no sólo sigue siendo afiche de campaña de infinitos sectores afines al movimiento que encarnó el peronismo, sino que también una fracción importante de esas nuevas figuras de la protesta social argentina de los años ’00 que son los piqueteros la portan como emblema, «en cada chaleco identificatorio de sus militantes, con el lema: Donde hay una necesidad, hay un derecho. Hay quienes se imaginan a una Evita de cuerpo y alma marchando (con ellos), tal vez exigiéndole que asuma la condición de Evita piquetera: un graffiti de esta época» (Pavón, 2003).

En Santa Evita, el escritor Tomás Eloy Martínez afirma que, a lo largo del período conocido como la Resistencia Peronista (que comprende los años del exilio del caudillo) en cada lugar partidario en la Argentina se colocaban flores silvestres y velas encendidas al lado del retrato de Evita. Prohibido hasta su nombre por el gobierno militar que derrocó a Perón en 1955, sus fieles sin embargo desplegaban en secreto su imagen y murmuraban algunas palabras, o simplemente acariciaban la foto o estampa. Eran los arrestos subrepticios del país invisible, del cual Eva Perón había emergido como un producto con características propias e inéditas.

También en el caso de Guevara la leyenda logró desplegar nuevos abanicos de interpretación. Y en la histeria de nuestro tiempo por resignificar el pasado, todo mito parece particularmente susceptible. Si el Che había sido un soldado de la revolución prosoviética, años después de la disolución de la URSS fueron publicados por el «Centro de Estudios Che Guevara» de La Habana algunos textos críticos del revolucionario argentino para con el estalinismo soviético. ¿Estrategia del régimen cubano, o peripecias del mito? Uno de los principales dirigentes cubanos —Carlos Rafael Rodríguez, otrora polemista contra el Che en los años ’60— reconoció que Guevara había pronosticado el fracaso de las políticas soviéticas en el terreno económico. En 1997, la revista cubana Contracorriente publicó una carta inédita del Che en la que se quejaba de los ladrillos soviéticos (los manuales de filosofía oficiales en la Europa del Este) y en la que propuso reemplazarlos por una nueva manera de estudiar la filosofía, más histórica. En otro texto que vio la luz en 2001, Guevara polemizaba con los que pronosticaron en su momento una caída inminente del imperialismo norteamericano. Dos décadas antes de la Perestroika de Gorvachov, ya sostenía que en la URSS se estaba «regresando al capitalismo» (Kohan, 2003).

Otras versiones sostienen que el Che fue prosoviético dogmático en la Sierra Maestra, pero que cambió de posición después de sus viajes a Moscú. El fue un romántico, un místico de la revolución; los rusos detestaban el idealismo y ni siquiera estaban convencidos de exportar su propia revolución. En febrero de 1965, en un seminario en Argelia, criticó fuertemente a la Unión Soviética, en solidaridad con los pueblos de Asia y África y, a partir de allí, se produjo su alejamiento de la revolución castrista (Castro Arenas 1999).

En Cuba forjó su aureola guerrillera, pero ¿fue en verdad un estratega militar? Casi todas las versiones existentes descartan esta condición en Guevara.

Su desprolijidad militar en la Sierra Maestra se arregló con la toma de Santa Clara, que dividió Cuba. Fidel le entregó el mando de la toma del cuartel Columbia a Camilo Cienfuegos y no a Guevara, que capturó La Cabaña, una posición menor. En África no tuvo mando militar importante. En Bolivia comprendió que no era lo mismo enfrentar un ejército profesional —aunque con pertrechos nada sofisticados— que una fuerza en desintegración moral como la de Batista. (…) En Bolivia falló la concepción general de la estrategia guerrillera rural. Era utópico fundar un ejército revolucionario sudamericano (…) el Che desconocía la psicología del indígena boliviano y las limitaciones de comprensión del discurso revolucionario marxista (Ibid.).

Por otra parte, sin ser economista ocupó la presidencia del Banco Nacional de Cuba; sin ser ingeniero, fue designado ministro de Industrias. Sin haber sido agricultor, quiso organizar el Instituto Nacional de la Reforma Agraria en Cuba. No obstante ello, el joven Guevara hubo de participar en la revolución cubana como número dos en la jerarquía política. ¿Cuál era el halo personal que lo condujo hasta tan alto sitial? Patriota y modelo revolucionario en Cuba, también en Bolivia quedó impregnado el mito del guerrillero en la vida cotidiana de los pobladores de la región de Vallegrande, donde combatió en 1967. Todo mito suele repeler cualquier intento de explicación lógica.

El historiador argentino Mario O’Donell ha afirmado que las visiones mitológicas y hasta idílicas sobre el Che provienen, a su juicio, de la «historia oficial cubana», que ha pretendido apropiarse de su figura y su obra, cubanizando la memoria del comandante argentino.

Las paradojas también sobreviven en el mito: en los años del pacifismo, el Che era militarista a ultranza y, sin embargo, fue exaltado como una figura romántica e idealista pese a que nunca se movió dentro del austero esquema racionalista del materialismo dialéctico propio del marxismo, del cual había hecho una tardía profesión de fe. El héroe romántico y a la vez nietszcheano que se rebela contra todo orden imperante y termina con su propia destrucción, constituye la verdadera esencia del mito. El año de su muerte coincide con el «verano del amor» de los hippies, en los meses anteriores al no menos mítico mayo del ’68 (Gómez Pérez, 1998).

Pasiones


Si pudiera yo entregarme
Sin medida a una pasión
Como quien quema las naves
Como quien habla con Dios.
[2]

Los años posteriores a la muerte de Eva Perón intentaron apagar —tal vez vanamente— el fuego que había generado su vida. El afán de relegarla a un recuerdo silencioso y transformarla en estatua no ha logrado suprimir la impetuosidad y la irreverencia de su atrevida personalidad. Difícilmente las generaciones posteriores puedan imaginar el odio que generó en la clase dominante de la Argentina, que hasta entonces había manejado a discreción el pulso de la política local. Toda transacción entre Eva y la oligarquía —tal como mencionaba a aquella clase con aire desafiante y desdeñoso— resultaba imposible. Para esa oligarquía, Evita, una ex actriz, era considerada una prostituta, aún en ciertos círculos del Ejército, hostiles a Perón. Versiones escandalosas de sus humillaciones como aspirante a actriz o de sus romances con generosos protectores, eran voz corriente en su época. Es claro que este odio era compensado por el amor de los sectores sociales más humildes, a quienes había reivindicado con medidas inéditas en el país.

Ciertos aspectos del mito de Evita han pretendido palidecer su acción que, con aciertos y errores, llevó a cabo con una pasión inquebrantable. «Se había lanzado a la política —sostuvo Ramos (1982)— con un aire desafiante, orgullosa de ser ella misma y encarnar a los olvidados, pisoteados y ofendidos. Fue la gran vengadora de las clases sociales postergadas». Fue, además, «una mujer que logró —afirma Abel Posse (Iacoviello, 1999)— una gran actuación en su vida: que el pueblo se enamorara de ella (…); encarna el ideal femenino en un mundo machista e ineficaz, de villanos y pícaros, que no posee ese elemento femenino de la pasión que Evita tuvo. Es el motor que nos recuerda esa otredad de la que hablaba Octavio Paz: para ella, el Otro, el semejante, también existía».

Sanguínea, vehemente, encendida y fogosa, indignada por humillaciones y resentimientos producto de la profunda desigualdad social de la Argentina en los años ’30 y ’40, Eva fue implacable con la clase social más poderosa, a la que ni siquiera Perón se le atrevió a tanto. El famoso episodio que la enfrentó con una consagrada actriz de la época —Libertad Lamarque, por entonces diva de la escena nacional, le propinó una bofetada en un set de filmación— es un retrato vivo de su exaltación ante cualquier figura que representara el poder en sus distintas formas. Pedro Orgambide, en la citada ópera «Eva», recrea el episodio, poniendo en boca de la protagonista unos versos de impecable factura, que grafican la pasión recurrente que encendía el corazón de esa mujer:

No me pegue, señora, no me pegue,
yo guardo el rencor del indefenso,
no me toque, que tengo la desgracia,
de estar sola peleando como un huérfano.

Y anticipaba la cuota de insumisión y rebeldía de que dispuso una vez llegada al poder:

Y ya no puedo más estoy cansada
del circo, de los buenos sentimientos
no me toquen, que ya no aguanto nada
y no pido perdón por lo que siento.
Yo no pongo el otro lado de la cara (…)
yo sí devolveré la bofetada.


Fue «Santa Evita» o «la abanderada de los humildes». «La mujer del látigo» o «bonapartista con faldas». Frágil pero enérgica, dulce o combativa, el recuerdo popular aun la venera «como una especie de ángel tutelar, que ayudó a los marginados sociales, especialmente a los niños, ancianos y mujeres trabajadoras» del país profundo.

Y el odio entre paréntesis, rumiando
venganza en sótanos y con picana.
[3]

El odio pintaba en las paredes de Buenos Aires la leyenda «¡Viva el cáncer!», cuando Eva agonizaba, mientras sus descamisados y grasitas la canonizaban. Era una época de pasiones, sin medias tintas. Ese odio visceral también tenía su razón de ser. Sus aires desafiantes y su acción en defensa de los desvalidos eran toda una novedad en la Argentina de mediados de siglo. Era mujer, actriz, joven y, además, una muchacha provinciana encaramada en el poder. Todo resultaba un fruto amargo para el paladar de esa estupefacta oligarquía, a la que Eva despreciaba y denigraba. ¿Quería armar al pueblo? En el libro de Otelo Borroni y Roberto Vacca, La vida de Eva Perón, los autores revelaron los documentos, correspondencia y otros papeles por los cuales la Fundación Eva Perón compró armamentos para armar eventualmente al pueblo peronista (Argenpress, 2002).

El fuego de su pasión la consumió rápidamente. Cuando murió, el 26 de julio de 1952, «la adulonería en su torno —afirma Ramos (1982)— que había llegado a constituirse en un opresivo flagelo nacional, inventó la fórmula: ‘entró en la inmortalidad’’. Y esta vez tenían razón. Eva Duarte ya no habría de morir en tanto la mujer tuviese memoria de su dolor y claridad en su destino».

Cuando hagamos escándalo y justicia
el tiempo habrá pasado en limpio
tu prepotencia y tu martirio.
[4]

¿Fue el Che Guevara el abominable asesino descrito por algunas de las tantas biografías aparecidas en los últimos años? ¿Fue el idealista dispuesto a todo que consagra la versión romántica del mito? Independizado del verdadero personaje, el mito crea una especie de imagen definida, aunque acaso simplificada, de la realidad. Su fama de implacable y su proverbial dureza no coinciden con la del héroe frágil, víctima de una traición. Cuando, capturado en Bolivia, se decidió su ejecución, el gobierno boliviano prefirió guardar el secreto sobre el entierro de sus restos «para no levantar más el mito Guevara». Con lo cual la leyenda había sido ya previamente construida. «Se tejieron historias de oficiales embriagados para poder cumplir la orden. Por lo que he escuchado, no hubo borracheras ni debilidades a la hora de ejecutarla. Guevara no fue torturado, ni vejado, ni sometido a interrogatorios afrentosos. Los bolivianos respetaron el valor de un combatiente abandonado en la selva cuyo coraje se sobrepuso a la pobreza de medios materiales. Cumplieron órdenes como soldados, como él se ciñó a su deber como revolucionario» (Castro Arenas 1999).

El periodista Rogelio García Lupo lo recuerda como un hombre duro y exigente, bromista corrosivo, pero no como un pragmático. «Le escapaba a la identificación con el poder. A pesar de su formación comunista ortodoxa, yo creo que era básicamente un anarquista» (Aulicino, 1992). A través de la correspondencia privada del Che que ha logrado ser publicada, se asoma el hombre en toda su expresión: «(…) yo sigo con ese espíritu anárquico —le escribía en 1956 a Tita Infante, su compañera en la Facultad de Medicina— que me hace soñar horizontes en cuanto tengo ‘la cruz de tus brazos y la tierra de tu alma’, como decía Pablito (Pablo Neruda)». A su vez, en una carta a su madre, Guevara le dirá que, después de dejar Cuba, sintió la necesidad de montar su rocín de nuevo, como Don Quijote. Se sentía un combatiente libre, un condottiero, como se autodefinía. Para el historiador Fermín Chávez, Guevara era un romántico y Fidel Castro, un hombre político: una diferencia esencial que, tarde o temprano, los separaría. ¿En que consistía aquel romanticismo? El Che era una figura desaliñada y libre, espontánea y atractiva, que puso el desorden creador por encima de la rutina burguesa. En segundo lugar, la distancia enigmática y su doble juego de compromiso intenso y de huida permanente hacia otros propósitos. «Se ha desarrollado en mí —le decía a su padre en una carta (Clarín, 1997)— el sentido de lo masivo en contraposición a lo personal. Soy el mismo solitario que era, buscando mi camino sin ayuda personal, pero tengo el sentido del deber histórico (…) Me siento algo en la vida, no sólo la fuerza interior poderosa que siempre sentí, sino una capacidad de inyección a los demás y un absoluto sentido fatalista de mi misión me quita todo el miedo».

Fue, además, un personaje novelesco. En su libro Los cuadernos de Praga, Abel Posse centra la acción en la ciudad donde Guevara pasó cinco meses decisivos antes de saltar a Bolivia. «Después del Congo se fuga y llega a Praga vestido de mujer, un tema que facilita muchas cosas novelescas. Por la mañana tiene que disfrazarse de mujer para poder salir a la calle, sentarse en un café o caminar. El ya sabe que, de alguna manera, está tentando a la muerte» (Iacoviello, 1999).

El Che murió cuando las palabras aún tenían valor y consistencia, y sobrevive en una era mediatizada y light. Su muerte lo arrojó fuera de la historia hacia una especie de religión laica desorganizada y confusa. En todo mito, se consuma una paradoja: el instante, lo fugaz, queda fijado para siempre. Y, en el caso de Guevara, hay dos instantes que eternizan la leyenda: una es la fotografía del joven gallardo de boina negra que lo presenta como el Cristo guerrillero. La otra es el macabro retrato del Cristo fusilado. Ambas imágenes han contribuido a difundir el soporte sobre el que se encarama el mito: la del justo y la del justo ajusticiado (Mathews, 2000).

Las viejas consignas se suceden a lo largo de las pintadas callejeras, que evocan —como la famosa canción de Carlos Puebla— su partida, y que atesora la mitología revolucionaria: El Che vive y Hasta la victoria siempre. Incluso, ya entrado el siglo XXI, cierta consigna que recorre las calles de Buenos Aires pretende unir, en un utópico ideal común, el significado mítico en que convergen ambas figuras políticas de la Argentina del desencanto: Evita-Moncada, la Patria liberada.

Parecidos y diferentes


De los dos grandes mitos políticos argentinos, sólo Eva es un destino nacional. El origen del Che acaso sea irrelevante (podría haber nacido en Chile, Colombia, Venezuela), aunque algunos autores acentúan con vehemencia los rasgos de su argentinidad y el influjo que esta condición provocó en su pensamiento y su accionar.

Ambos tuvieron su viaje iniciático. El de Eva, de Junín a Buenos Aires, una metáfora de la búsqueda personal y necesaria del héroe. Guevara representó al perpetuo nómade, al aventurero errante e idealista que recorrió los confines de la patria latinoamericana, donde fraguó su personalidad y radicalizó su inconformismo. La muerte joven los remonta a lejanos tiempos, en los que se sostenía que los héroes —como los griegos Héctor y Aquiles— que entraban en el panteón de la eternidad sin nunca haber envejecido, eran los preferidos de los dioses.

El derrotero de ambos cadáveres ha alimentado y amplificado el sentido mítico de sus figuras. Del embalsamamiento hasta el posterior secuestro y destierro del cadáver de Evita, su vía crucis póstumo es una alegoría de la agitada historia vernácula del siglo. El itinerario del cadáver momificado ha sido alimentado de ficción, pistas falsas y conjeturas: una verdadera novela, de no ser en verdad «la historia de un encarnizamiento político en el que la misoginia adoptó su forma más perversa. No hubo mitología en el secuestro de Evita: su cadáver era un enemigo político» (Seoane—Sanchez 1997). Pero ese cadáver disponíase a ser enterrado —en contra de su condición de inmortal, ya que la tumba es el reino de la corrupción— o, en el peor de los casos, destruido definitivamente, como el símbolo más emblemático de la resistencia contra el régimen que había destituido a Perón. Finalmente, inició un alucinado itinerario —del que no faltaron pasiones necrofílicas— hasta su posterior sepultura en Italia y con un falso nombre, gestionada por miembros de la Iglesia.

El cadáver del Che, oculto durante casi 30 años, también «se multiplica en la imaginación. Encontrar los huesos sagrados, como en la antigüedad de los tiempos; y luego desde Santa Cruz de la Sierra vuelve en triunfo a La Habana, pero primero el mito ha reclamado sus manos, igual que en la vieja hagiografía católica, donde las partes del cuerpo de los mártires tienen cada una cualidades propias de santidad» (Ramírez, 2004).

En tanto, el cuerpo momificado de Eva fue exhumado y finalmente entregado a Perón en 1971, en su residencia en Madrid. En 1974, ya muerto el general, sus restos son repatriados a la Argentina, hasta que el 22 de julio de 1976 —en plena dictadura militar— «tal vez por los mismos miedos irracionales a ese cadáver, los militares lo enterraron en el mayor secreto en la bóveda de la familia Duarte. Descansa bajo una gruesa plancha de acero, a seis metros de profundidad» (Algañaraz, 2004). Ironías de la historia: ese cuerpo incorruptible yace, desafiante como en vida, junto a la clase social que tanto la aborreció, en la necrópolis más aristocrática de la capital argentina.


Fotografía de Alberto Korda


A decir verdad, ambos seres fueron, en algún punto, incompatibles. Si el Che Guevara «abominaba de los escritorios y se sentía a gusto predicando su revolución en la selva, Evita disfrutaba en su oficina regalando máquinas de coser, juguetes o dinero en efectivo» (Gambini, 2002). Sus orígenes, vivencias e ideologías no tenían en común más que la exaltación de sus ulteriores imágenes asociadas a una mitología nacional.

¿Qué efecto ha producido en ellos la maquinaria cultural de la llamada globalización, simbolizada por Hollywood? ¿Qué historias prevalecerán, la de los verdaderos seres pasionales y carismáticos que fueron Eva y Guevara, o la de los personajes globalizados, despojados de contenido y devenidos en objetos de consumo? Ambas leyendas son anteriores a la apropiación de sus personajes por la maquinaria hollywoodense. Para Tomás Eloy Martínez, «los mitos latinoamericanos son más resistentes de lo que parece. Ni siquiera (…) el aislamiento del régimen de Fidel Castro ha erosionado el mito triunfal del Che Guevara, que continúa vivo en los sueños de miles de jóvenes en Latinoamérica, África y Europa (…) La imagen de Eva Perón ya está instalada en la historia con tal fuerza y con tantas luces y sombras como la de Enrique VIII, o María Antonieta, o JFK. La inmortalidad de los grandes personajes comienza cuando se convierten en una metáfora con la cual pueda identificarse la gente. Evita ya es varias metáforas: es la de Robin Hood del siglo XX, es la Cenicienta del tango y la Bella Durmiente de Latinoamérica» (Martínez, 1996).

Como en el origen de los tiempos, en donde los héroes y las heroínas contaban con sus rapsodas, los personajes míticos siguen teniendo sus cantores capaces de extender la fama de sus hazañas y tragedias. En «Hasta siempre Comandante», Carlos Puebla ha logrado propiciar el himno del Che cuyo estribillo se ha convertido en emblema de los revolucionarios años ’70:

Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia,
de tu querida presencia
Comandante Che Guevara.

En tanto, Víctor Jara, en «Zamba al Che», canta el dolor desgarrado por la muerte del guerrillero:

San Ernesto de La Higuera
le llaman los campesinos,
selvas, pampas y montañas,
patria o muerte su destino.

Vicente Feliú dedica a la memoria del Che estos versos de Una canción necesaria:

Y haga leyenda tu imagen formadora
y haga imposible el sueño de alcanzarte
y aprenda alguna de tus frases de memoria
para decir: «seré como él», sin conocerte.

Y Luis Pastor canta en sus Nanas unas estrofas épicas de cuna:

Despierta mi niño, que está con nosotros
un pastor del pueblo que espanta los lobos.
Duérmete mi niño, que es mejor no ver
lo que aquellos lobos han hecho con él.

Eva, a su vez, logró movilizar la fantasía de creadores del cine, la televisión, la música y el teatro en el mundo. La ópera rock Evita, del británico Andrew Lloyd Webber, estrenada en Londres en 1978, fue uno de los musicales más exitosos de la época, y su tema No llores por mí, Argentina un suceso musical que se multiplicó en incontables versiones. Desde entonces, la Evitamanía ha logrado extenderse en el mundo de la industria cultural, con puestas teatrales y fílmicas que recorrieron el planeta. Hollywood retomó el musical de Webber y lo llevó a la pantalla grande, de la mano de Alan Parker, en 1996, con Madonna como protagonista. El cine argentino le ha rendido su homenaje: realizadores como Eduardo Mignona, Leonardo Favio, Juan Carlos Desanzo y Tulio Demichelli han abordado diferentes versiones y enfoques sobre su vida y su obra. En teatro, además del musical ya citado, Raúl Damonte Taborda estrenó en París en 1970 una polémica puesta de su obra Eva Perón; Agustín Pérez Pardella escribió Evita, la mujer del siglo, que debutó en Buenos Aires en 1980. Años más tarde, Mónica Ottino mostró un aspecto particular del mito en Eva y Victoria, al crear un encuentro ficticio con la escritora argentina Victoria Ocampo, y Leónidas Lamborghini escribió Eva Perón en la hoguera.

¿Hasta dónde llega la historia real de ambos seres? ¿Hasta qué punto existió una adulteración de esa historia capaz de construir una leyenda? ¿El mito los ha convertido en seres inofensivos? ¿Contribuyó a delinear una imagen contradictoria de sus vidas reales? ¿Fueron Evita y el Che los seres pasionales que describen los relatos que envuelven a la imagen mítica de cada uno de ellos? El misterio que rodeó ciertos aspectos de sus vidas y sus muertes fue alimentando la leyenda, que creó infinidad de imágenes y de situaciones, mientras ambos se reencarnaban en el personaje que cada cual ha querido inventarse.

Y en esto radica la sustancia del mito. Rodeado de virtudes excepcionales —verdaderas o novelescas— que lo dotan de una dimensión sobrehumana, todo personaje mítico canaliza fantasías colectivas, y queda definitivamente instalado como arquetipo y paradigma. Pero más allá de la asociación mediática de sus figuras con determinados clichés de la época, es difícil prever qué versión quedará arraigada en el imaginario popular a través de las generaciones venideras. El tiempo seguramente podrá suavizar el odio en ligero resentimiento, y la pasión exaltada en ternura y admiración. Pero el mito estará siempre allí, para sostener la llama de dos personajes que lograron convertirse en leyendas de pasión.

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Notas y fuentes utilizadas:

[1] Fragmento de la ópera «EVA», protagonizada por Nacha Guevara, con libro de Pedro Orgambide y música de Alberto Favero. Estrenada en el Teatro Maipo, Buenos Aires, 1986.
[2] Fragmento de la ópera «EVA», ob.cit.
[3] WALSH, María Elena, «Eva», en ob.cit.
[4] Ibid.

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Gabriel CocimanoGABRIEL COCIMANO nació en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1961. Licenciado en Periodismo (Universidad Nacional de Lomas de Zamora), ensayista e investigador en áreas culturales, ha publicado numerosos artículos en medios gráficos nacionales e internacionales (Todo es Historia, Sumario, Gaceta de Antropología de España, entre otros) y expuesto algunas teorías en eventos educativos (VI Congreso Latinoamericano de Folklore del Mercosur). Productor de radio, participó en espacios independientes (Radio Cultura FM 97.9 y FM 95.5 Patricios) abordando diversas temáticas: arte, salud, música ciudadana y espectáculos. En abril de 2003 publicó El Fin del Secreto. Ensayos sobre la privacidad contemporánea (Editorial Dunken).


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