Jean Baudrillard

Baudrillard; cultura, narcisismo y régimen de mortandad en el sistema de los objetos

Adolfo Vásquez Rocca

¿Cuál es en última instancia el entramado ideológico del sistema de los objetos? ¿Qué ideario encarna este sistema cuyos principios son la caducidad y la obsolescencia —el imperativo de la novedad—, la ley del ciclo y otros automatismos semejantes? Baudrillard [1] dirá que son dos: el principio personalizador, que se articula como democratización del consumo de modelos por la vía de la serialidad y la ética novedosa del crédito y la acumulación no productiva.

Hoy el glamour de las mercancías aparece como nuestro paisaje natural, allí nos reconocemos y nos encontramos con «nosotros mismos», con nuestros ensueños de poder y ubicuidad, con nuestras obsesiones y delirios, con los desperdicios psíquicos en el escaparate de la publicidad —verdadero espejo que nos devuelve nuestra imagen deformada— una verdadera summa espiritual de nuestra civilización, el repertorio ideológico de la desinhibición.

El carácter distintivo del American way of life, de la última sociedad primitiva contemporánea se escenifica en las formas del distanciamiento, en el paisaje [2], en los grandes desiertos y carreteras de ese país que deja entrever una profunda soledad, las inclinaciones que yacen bajo el optimismo americano; la decrepitud del capitalismo tardío en la tierra de las oportunidades, del american dream convertido en el insomnio incontenible de la banalidad y la indiferencia; los Estados Unidos han realizado la desterritorialización de la identidad, la diseminación del sujeto y la neutralización de todos los valores y, si se quiere, la muerte de la cultura bajo el régimen de la mortandad de los objetos.

En este sentido es una cultura ingenua y primitiva, no conoce la ironía, no se distancia de sí misma, no ironiza sobre el futuro ni sobre su destino; ella sólo actúa y materializa su política de Estado. Norteamérica realiza así sus sueños y sus pesadillas.

Los norteamericanos repudian la sofisticación. El anti-intelectualismo subyace a la idea de América. En lugar del intelectual —del teórico— el ciudadano medio americano tiene en mayor estima al hombre de sentido común y de conocimientos prácticos [3]. Una figura al estilo de Edison. En cada americano hay un empresario. La disposición para el trabajo práctico impera junto al afán de logro, la disciplina y las observancias religiosas. Un colegio que pusiera su acento en la erudición y la sensibilidad artística más que en el fortalecimiento de la personalidad y el pragmatismo sería visto con reticencia.

Así, en los inicios de la historia norteamericana las humanidades, la literatura y el conocimiento teórico y especulativo en general, fueron estigmatizados como una prerrogativa de la aristocracia. La cultura pragmática a la americana induce a la supresión de las asignaturas de humanidades de los planes de estudio antes o durante la universidad. Los Máster son americanos o inspirados en Estados Unidos. Los jóvenes sueñan en culminar su preparación en USA mientras la universidad europea ha tomado una deriva empresarial a su semejanza.

Algo similar a lo que ocurre en los países latinoamericanos que han importado este modelo «cosificador» para la reforma de los planes y programas de educación cuyo énfasis está ahora en los estudios técnico-profesionales por sobre las humanidades. El objetivo ha sido promover una sociedad centrada en las cosas, en su manipulación en función de las utilidades, en los saberes prácticos. Ahora mismo, la educación norteamericana en la high school se encuentra en manos de «educadores» que no ocultan su hostilidad al intelectualismo, declarándose más identificados con el modelo de pensamiento concreto propio de los niños. De hecho, Estados Unidos es un país tan anti-intelectual como «infantil», concebido y construido para grandes masas infantilizadas. En ningún otro país se acomodaría mejor una empresa como Disney o las obscenas cadenas de fast-food o unas superproducciones como las de Spielberg concebidas con alma y mente de matiné. Ahora bien, en defensa de la «industria del entretenimiento» cabe puntualizar que ésta no le impone sus formas de banalidad a un público que no la desea [4].

Disney World en principio es un juego de ilusiones y de fantasmas: los Piratas, la Frontera, el Mundo Futuro, etcétera. Se cree a menudo que este «mundo imaginario» es la causa del éxito de Disney, pero lo que atrae a las multitudes es, sin duda y sobre todo, el microcosmos social, el goce religioso, en miniatura, de la América real, la perfecta escenificación de los propios placeres y contradicciones. La única fantasmagoría en este mundo imaginario proviene de la ternura y calor que las masas emanan y del excesivo número de dispositivos aptos para mantener el efecto multitudinario. El contraste con la soledad absoluta del parking —auténtico campo de concentración—, es total. O, mejor: dentro, todo un abanico de gadgets magnetiza a la multitud canalizándola en flujos dirigidos; fuera, la soledad, dirigida hacia un sólo dispositivo, el «verdadero», el automóvil. Por una extraña coincidencia (aunque sin duda tiene que ver con el embrujo propio de semejante universo), este mundo infantil congelado resulta haber sido concebido y realizado por un hombre hoy también congelado: Walt Disney, quien espera su resurrección arropado por -180 grados centígrados. De cualquier modo es aquí donde se dibuja el perfil objetivo de América, incluso en la morfología de los individuos y de la multitud. Todos los valores son allí exaltados por la miniatura y el dibujo animado. Embalsamados y pacificados. De ahí la posibilidad de un análisis ideológico de Disney: núcleo del american way of life, panegírico de los valores americanos, etc., transposición idealizada, en fin, de una realidad contradictoria. Pero todo esto oculta una simulación de tercer orden: Disney existe para ocultar qué es el país «real», toda la América «real», una Disneylandia (al modo como las prisiones existen para ocultar la «lacra» que es todo lo social en su banal omnipresencia, reduciéndolo a lo estrictamente carcelario). Disneylandia es presentada como imaginaria con la finalidad de hacer creer que el resto es real, mientras que cuanto la rodea, Los Ángeles, América entera, no es ya real, sino perteneciente al orden de lo hiper-real y de la simulación. No se trata de una interpretación falsa de la realidad (como la ideología), sino de ocultar que la realidad ya no es la realidad y, por tanto, de salvar el principio de realidad.

Sería un error minimizar la relación entre estos fenómenos y el origen de la personalidad narcisista, que no conoce límites entre ella misma y el mundo que exige la gratificación inmediata de sus deseos, así como la erosión de la vida intima tenida lugar a través de la relaciones sociales que se tratan como pretextos para la expresión de la propia personalidad [5]. La transformación de la vida pública en un ámbito donde «la persona puede escapar a las cargas de la vida familiar idealizada... mediante un tipo especial de experiencia, entre extraños o, más importante aún, entre personas destinadas a permanecer siempre como extraños», y donde una silenciosa y pasiva masa de espectadores observa la extravagante expresión de la personalidad de unos pocos en la «sociedad del espectáculo», donde los medios de «comunicación» nos escamotean y disuelven el presente [6] con las fanfarrias del último estelar televisivo.

La construcción del sentido social se desplaza del espacio de la política, hacia un mundo que no tiene historia, sólo pantalla. Son las nuevas formas de producción, las de un nuevo universo simbólico en donde se resignifican las viejas utopías mediante un proceso de descontextualización que las convierte en imágenes sin historia; en mercancías.

En esos mismos medios de comunicación se desplazan hoy los actores políticos jugando su rol hegemónico en la construcción de sentido en tanto perpetran el secuestro de nuestra moral. La fe pública violada ha creado las condiciones para el desprestigio de lo político y con ello el de nuestras instituciones, qué puede extrañar entonces del robo hormiga de las grandes transnacionales, la extorsión «irrepresentable», sólo cognoscible por medio de una compleja organización multinacional articulada según un modelo gansteril. Nuestra vida cotidiana esta así signada por las abusivas relaciones mercantiles que experimentan una creciente densidad así como una significativa disminución de las relaciones interpersonales sin fines de lucro.

Pese a todo, incluso la personalidad de las celebridades esta sujeta a los procesos de obsolescencia y caducidad, al fenómeno postmoderno de la «sacralidad impersonal». La obsolescencia de los objetos se corresponde con la de los rock stars y gurús intelectuales; con la multiplicación y aceleración en la rotación de las «celebridades», para que ninguna pueda erigirse en «ídolo personalizado y canónico». El exceso de imágenes, el entusiasmo pasajero, determinan que cada vez haya más «estrellas» y menos inversión emocional en ellas, los revival son fenómenos de «nostalgia decretada» ideadas como estrategias de marketing por algún ejecutivo de una compañía multimedia.

Maś allá de la «sociedad del espectáculo» [7] y «el imperio de lo efímero» se instala la «norma de consumo» en el plano de las necesidades sociales, también gobernadas por dos mercancías básicas: la vivienda estandarizada, lugar privilegiado de consumo, y el automóvil como medio de transporte compatible con la separación entre el hogar y el sitio de trabajo. Ambas mercancías —y en especial, desde luego, el automóvil— fueron sometidas a la producción masiva y la adquisición de ambas exige una «amplia socialización de las finanzas» bajo la forma de nuevas o ampliadas facilidades de crédito (compra a plazos, créditos, hipotecas, etc.). Más aún, «las dos mercancías básicas del proceso de consumo masivo crearon complementariedades (crédito hipotecario y automotriz) que producen una gigantesca expansión de las mercancías, apoyada por una diversificación sistemática de los valores de uso. El individuo se ve obligado a elegir permanentemente, a tomar la iniciativa, a informarse, a probarse, a permanecer joven, a deliberar acerca de los actos más sencillos: qué automóvil comprar, qué película ver, qué libro leer, qué régimen o terapia seguir. El consumo obliga a hacerse cargo de sí mismo, nos hace «responsables», se trata así de un sistema de participación ineludible [8].

El dispositivo que activa este sistema de «obsolescencia acelerada» —que impera a consumir compulsivamente— consiste en convencer al consumidor que necesita un producto nuevo antes que el que ya tiene agote su vida útil y funcionalidades. Ésta es una de las tareas de los diseñadores: acelerar la obsolescencia. A este respecto el automóvil ha sido un caso paradigmático de las obsolescencias decretadas del estilo, asociadas a las imágenes de prestigio y estatus que le rodean.

Así, el propósito es hacer que el cliente este descontento con su actual automóvil, su cocina, sus pantalones, etc., porque esta «pasado de moda». Ya no debe esperarse que las cosas se acaben lentamente. Las sustituimos por otras que si bien no son, necesariamente, más efectivas, son más atractivas. Pese a todo es difícil discernir la frontera entre progreso técnico real y obsolescencia del diseño y —más aún— sustraerse al influjo de estos condicionamientos.

Siempre los objetos han llevado la huella de la presencia humana [9], pero ahora no son sus funciones primarias (el cuerpo, los gestos, su energía...) las que se imponen sino las superestructuras las que se dejan sentir. Así, el objeto automatizado representa a la conciencia humana en su autonomía, su voluntad de control y dominio. Ese poder va más allá de la prosaica funcionalidad —y de eso saben mucho los vendedores de automóviles—. El objeto es irracionalmente complicado, se llena de detalles superfluos y viaja en su juego de significaciones mucho más allá de sus determinaciones objetivas.

El automóvil es un signo de poder, de refugio, una proyección fálica y narcisista, que —según Baudrillard— reúne «la abstracción de todo fin práctico en la velocidad, el prestigio, la connotación formal, la connotación técnica, la diferenciación forzada, la inversión apasionada y la proyección fantasmagórica» [10].

El ejemplo del automóvil es paradigmático. A éste muy rápidamente se le sobrecargó de funciones parasitarias de prestigio, de confort, de proyección (fálica) inconsciente... que frenaron y después bloquearon su función de síntesis humana [11].

El consumo, como se ve, no es la base sobre la que descansa el progreso, sino más bien la barrera que lo estanca o, al menos, lo lanza en la dirección contraria a la de la mejora de las relaciones sociales. El espíritu que realmente funciona es el de la fragilidad de lo efímero, una compulsión que se debate de forma recurrente entre la satisfacción y la decepción y que permite ocultar los verdaderos conflictos que afectan a la sociedad y al individuo.

Baudrillard [12] habla de un gran happening colectivo dominado por el espectáculo de la mortalidad impuesta y organizada de los objetos, por su artificial obsolescencia, pero sabe que esa imposición no es sólo una consecuencia del orden de producción capitalista. Es difícil saber qué género de instinto de muerte del grupo, qué voluntad regresiva domina todo ese ceremonial que, bien pensado, recuerda a ciertas ceremonias salvajes como la del potlach. Potlach es una práctica antes que un concepto, parte de un lenguaje perdido en la Historia, pero aun vivo en ciertos ritos modernos: el sexo, el banquete y la embriaguez de la danza, «donde se ve que la dispersión no va hacia el sin sentido, sino que es una modalidad de encuentro con el sentido que pasa a través de la pérdida de centralidad del sujeto». Una economía ya no basada en la acumulación sino en el derroche, en el goce de lo producido. Nuestras sociedades viven de la acumulación de lo que producen, vigilan este excedente de forma celosa. En cambio, cuando se habla de Potlach nos referimos a los experimentos históricos basados en el gasto improductivo, al disfrute y la prodigalidad.

Finalmente nos resta por analizar el aspecto «mitológico» del capital y la sacralización de sus productos más emblemáticos: la Coca Cola, el Cadillac, los Mac Donald's. Los aspectos ideológicos del consumo rebasan los límites de la organización política para instalarse en el inconsciente colectivo y los usos rituales de una población. Se busca implantar sobre bases afectivas y nemotécnicas un nuevo y particular ethos, una forma de ir por el mundo, ya no como recolector o cazador, ni siquiera como consumidor, sino como el agente del desperdicio, carácter que surge sólo desde la conciencia de la prosperidad, la abundancia y el lujo.

Para estimular el flujo de la mercancía, a través del desperdicio y el derroche, entendida éste como clave de la prosperidad futura del mercado, se opera en varias direcciones. Primeramente —en el plano ideológico— contra el pensamiento orientado al ahorro, mentalidad difícil de desarraigar ya que corresponde a una práctica ancestral de la humanidad, la de precaverse para el desconocido y con frecuencia temido día de la escasez [13].

Por otra parte está la vertiente sentimental y poética del diseño, que se corresponde con una novedad metodológica importante, la apelación a la memoria emotiva. La vertiente sentimental de la mercadotecnia se refiere a la persistencia aún en los nuevos productos de un elemento visual implícito que marque una filiación con el pasado, asegurando la continuidad histórica en la espesa trabazón de los objetos. Casi sin excepción los nuevos diseños incluyen un ingrediente que los especialistas denominan «forma sobreviviente». Deliberadamente se incorpora al producto un detalle evocador que recordará a los usuarios un artículo similar, de uso semejante, tenido en una buena tarde o un feliz verano. La gente aceptará más fácilmente algo nuevo, sostienen los expertos en innovación, si reconocen en ello algo que surge «orgánicamente» del pasado. Al incluir un patrón familiar en una forma nueva, sea o no radical, se podrá hacer aceptable aún lo más inusitado, productos y usos que de otro modo rechazarían.

Esta es una de las causas del amor disfuncional que le profesamos a los objetos, aquel que los abraza a la vez que los rechaza. La misma dualidad entre coleccionismo y desperdicio da cuenta de esta ambivalencia.

Por una parte está el individuo que colecciona desde sellos de correos hasta alfombras persas, y se siente así impulsado a «realizarse» en el placer que supone la posesión de un conjunto de objetos, donde la idea misma de colección está directamente vinculada a la posesión —no funcional— por encima de la necesidad, es decir, a la riqueza y por otra las maneras de «usar» el excedente como desperdicio. Aquí es posible identificar otra forma de mitología, la de ciertas lógicas capitalistas, según la cual a épocas de prosperidad, cuando la economía se expande y el crecimiento del producto es sostenido, le debiera seguir o suceder tiempos donde el beneficio —en razón de los excedentes— alcance a toda la población, incluso a la más desfavorecida, esto de acuerdo a la conocida estrategia de «crecimiento y chorreo» que dominó el «paraíso» neoliberal del Chile de los '80. Pero en realidad esto nunca sucedió, en su lugar advino la acumulación —incluso— del excedente; nuevas formas de codicia y de fraude fiscal terminaron por ahogar esta promesa escatológica del libre mercado.


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N O T A S

[1] BAUDRILLARD, Jean, El sistema de los objetos, Siglo XXI Editores, 1999.
[2] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Edward Hopper y el ocaso del sueño americano, en Heterogénesis N.º 50-51 (Swedish-Spanish) Revista de arte contemporáneo. Tidskrift för samtidskonst, http://heterogenesis.se/Ensayos/ Vasquez/Vasquez2.htm
[3] VERDÚ, Vicente, El planeta americano, Ed., Anagrama, Barcelona, 1999, p. 105
[4] ZIZEK, Slavoj, La suspensión política de la ética, Ed. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2005, p. 77
[5] VEBLEN, T. Teoría de la clase ociosa, Fondo de Cultura Económica, México, 1999.
[6] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Baudrillard; Alteridad, seducción y simulacro, En PSIKEBA Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales de Buenos Aires, 2006; http://psikeba.com.ar/articulos/AVRbaudrillard.htm
[7] Existen dos intentos recientes de utilizar el concepto de fetichismo de la mercancía para explicar la cultura capitalista del siglo XX. Uno de ellos es, desde luego, la crítica a la «industria de la cultura» elaborada por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la Ilustración, y el segundo es el análisis desarrollado por Guy Debord y otros miembros de movimiento situacionista en los años sesenta. Parodiando la frase con que se inicia El capital, Debord afirma que «toda la vida de las sociedades donde reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una acumulación inmensa de espectáculos», y agrega que el espectáculo «en todas sus formas específicas, como información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimiento», debe ser visto como «una relación social entre las personas mediada por imágenes». Como tal, la «sociedad del espectáculo» es «la realización absoluta» del «principio del fetichismo de la mercancía». Si bien Baudrillard admite la influencia de los situacionistas, rechaza sin tapujos sus ideas: «No vivimos ya la sociedad del espectáculo... como tampoco los tipos específicos de alienación y represión que ésta conlleva». Podemos presumir que ello se debe a que conceptos como los de alienación y represión presuponen la existencia de algo alienado o reprimido. Debord afirma decididamente que la sociedad del espectáculo implica un forma distorsionada de relación social, habla de «la praxis social global escindida entre realidad e imagen» y dice que «dentro de un mundo puesto realmente de cabeza, lo verdadero es el movimiento de lo falso». Todo lo anterior es rechazado de plano por Baudrillard, para quien realidad e imagen, falso y verdadero, se confunden de manera endémica en el mundo hiperreal de la simulación.
[8] LIPOVETSKY, Gilles, L'Ere du vide, París, 1983, pp. 7, 14
[9] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, Coleccionismo y genealogía de la intimidad, en Almiar (Margen Cero), Madrid, 2006,
[10] BAUDRILLARD, Jean, El sistema de los objetos, México, Siglo XXI, 1985; p. 74.
[11] BAUDRILLARD, Jean, Amérique, París, 1986, pp. 21 y sgtes.
[12] BAUDRILLARD, Jean, La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras, Ed. Plaza y Janés, Barcelona, 1974.
[13] EWEN, Stuart, Todas las imágenes del consumismo; la política del estilo en la cultura contemporánea, Ed. Grijalbo, México, 1998, p, 284.


Ilustración
: Jean Baudrillard portret, Europeangraduateschool [CC-BY-SA-2.5 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/2.5)], via Wikimedia Commons

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ADOLFO VÁSQUEZ ROCCA. Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Postgrado Universidad Complutense de Madrid, Departamento de Filosofía IV, Teoría del Conocimiento y Pensamiento Contemporáneo. Áreas de Especialización: Antropología y Estética. Profesor de Postgrado
del Instituto de Filosofía de la PUCV, del Magíster en Etnopsicología, Escuela de Psicología PUCV, Profesor de Antropología y de Estética en el Departamento de Artes y Humanidades de la UNAB.
Profesor asociado al Grupo Theoria, Proyecto europeo de Investigaciones de Postgrado. Director de la
Revista Observaciones Filosóficas
http://observacionesfilosoficas.net/.
Secretario de Ejecutivo de PHILOSOPHICA, Revista del Instituto de Filosofía de la PUCV http://philosophica.ucv.cl/editorial.htm, Editor Asociado de Psikeba
Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, Buenos Aires http://psikeba.com.ar/, miembro del Consejo Editorial de Escaner Cultural
Revista de arte contemporáneo y nuevas tendencias http://www.escaner.cl/ y Director del Consejo Consultivo Internacional de Konvergencias, Revista de Filosofía y Culturas en Diálogo.
sin @ para evitar el spam adolfovrocca [at] gmail.com

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▫ Artículo publicado en Revista Almiar, n. º 31, (diciembre de 2006 - enero de 2007). Reeditado en junio de 2020, durante la pandemia de la Covid-19.

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