Voracidad del calidoscopio

Norberto Luis Romero

No voy a decir cómo llegó a sus manos. Sí divulgaré, en cambio, que por ambición y desmedido afán, desoyó las palabras de quienes creyó enemigos cuando le advirtieron que acabaría víctima de su propio egoísmo.

Su vida cambió desde entonces y conoció la felicidad y el poder que antes le habían sido negados. Tuvo el mundo en sus manos. Todo cuanto miró a través de las lentes le perteneció. Los dones ajenos siempre codiciados, y también lo desagradable y doloroso de este mundo, fueron convertidos en un jardín cautivo al que recurría con una mirada, y podía refugiarse en él y en su belleza cambiante.

Se convirtió en un hombre respetado, querido y envidiado por todos. En ocasiones también llegó a infundir temor en quienes recelaban de él. Conocida su existencia y poder, el calidoscopio fue la mayor de las riquezas a las que podía aspirar un hombre. Su fama se extendió con rapidez y desde los sitios más remotos llegaron peregrinos ansiosos de mirar a través de las lentes. Jamás permitió que nadie se acercara, se limitó a exponerlo a discreta distancia y a explicar su mágico funcionamiento contando cuanto él veía.

Flores formadas por seis triángulos girando en torno a un punto central, convergiendo sobre sí mismas, devorándose unas a otras sin descanso...

Los curiosos escuchaban azorados sus palabras, con los ojos clavados en el estuche abierto, que él colocaba sobre una mesa. No podían disimular la codicia asomando a sus ojos con un brillo intenso. Mientras, proseguía su exposición: «...nunca queda vacío el fondo del tuvo de cartón que contiene los espejos, el calidoscopio no descansa jamás mientras un ojo curioso e insaciable mire en su interior en busca de sus flores; únicamente la oscuridad de la noche anula su poder, que cada amanecer se regenera...».

Se marchaban decepcionados; muchos habían recorrido un largo camino, inquietos por mirar a través de él. Las súplicas jamás lo conmovieron. Poderosos ofrecieron sus riquezas a cambio de una sola mirada. Otros urdieron infructuosos planes para adueñárselo.

Con el tiempo dejó de exponerlo, pues eran muchos lo que venían, y su casa parecía una barraca de feria, de la que no obtenía ganancia alguna.

Nunca lo sacaba fuera del estuche ante situaciones adversas en las que pudiera extraviarlo o alguien sustraerlo, a pesar de la custodia celosa de los hombres que contrató para tal fin; no se desprendía de él, y donde fuera lo llevaba consigo como a su propio corazón.

Huyendo de curiosos, durante horas se apostaba en lo alto de una colina solitaria y observaba la ciudad. En el fondo del cilindro oscuro, en su vórtice, las cosas miradas se fraccionaban en astillas multiplicándose por seis, girando sobre el eje perpendicular trazado por su ojo ávido, formando flores simétricas. Los edificios, los jardines y las plazas; los hombres que se ufanaban en las calles por sobrevivir y ser dichosos, estallaban multicolores y fugaces, prisioneros de su codicia. También el sufrimiento, la miseria, la iniquidad e incluso la muerte, fueron mudados en bellas y coloridas flores. Recuerdo a una mendiga en cuyo rostro espantaba el reflejo de la proximidad de la muerte; sé que fue cambiada en una rosa amarilla. Las heridas sangrantes y las pústulas de quienes regresaban de la guerra, en flores rojas.

Muchas mañanas, al despertar extraía el calidoscopio de su escondite y se apostaba a la ventana sin ser visto. Deslizando la mirada por las calles, fue haciendo remolinos de flores que podían trasformarse raudamente en otras vivas y erráticas, imposibles de aprehender. Este exiguo jardín, si bien fue suyo, fruto de la voluntad de sus ojos, no tardo en descubrir que también poseía una vida propia imposible de dominar: su estatismo era tan frágil, que continuamente lo perdía. Jamás vio dos veces las mismas flores, pues se desvanecían como la chispa luminosa de un fuego de artificio, y nuevas flores las sustituían.

Le inquietaba su mutabilidad constante, su belleza efímera capaz de doblegar el deseo y retener eternamente las flores más hermosas, que se escapaban de sus manos dejándolas vacías. Ahora tiene la certeza de que el calidoscopio vive con una vida ajena, de pasiones y deseos robados, que depende de la mirada de un hombre para construir jardines simétricos y magníficos de inocente apariencia.

Con el tiempo, no pudo evitar su tiranía, y fue cayendo prisionero de sus promesas, de su poder de redimir todo sufrimiento y fealdad, y trocarlos por alegría y belleza. Le fue imposible dejarlo reposar en su estuche de cuero durante mucho tiempo, la urgencia del milagro le acuciaba a abrirlo y extraer el preciado ingenio, y sus espejos borraban el dolor de las calles, la sangre y las llagas de los leprosos, e incluso la muerte.

Me consta que su hambre no tiene límites ni perdona: todo aquello que cae en su eje de mirada es fatalmente engullido, fragmentado hasta la saciedad, y regurgitado en forma de rosas perecederas, cuyo fulgor hiere la retina y cuya fugacidad induce al vértigo.

Únicamente las noches le proporcionaron descanso. deseó que éstas fueran eternas, que nunca amaneciera. La luz del día despertaba el apetito del calidoscopio instándole a extraerlo de su estuche y a no abandonarlo hasta el anochecer, cuando la oscuridad desvanecía las cosas del mundo, y el fondo del cilindro se vaciaba entregando sus flores al sueño. Aunque donde brillara una vela o saltase la chispa perdida de un brasero, allí estaban al acecho su ojos cautivándola. Hasta que la noche se quedó sin luna y pudo por fin dormir sin sobresaltos.

Me interrogo si existe un mundo más allá del fondo luminoso del cilindro, que no sea igualmente arbitrario, atomizado e inconexo; un mundo vibrante capaz de cambiar al menor movimiento, de recomponerse en una nueva realidad, tan frágil que una mínima agitación baste para sustituirla por otra.

Llegó a poseer cuanto le rodeaba; lo que miró a través de las lentes, desapareció del mundo real para ingresar en su jardín de espejos. Los seres queridos, los que sufrían, los que amaban, sus amigos y enemigos, el paisaje con sus montañas y ríos, fueron mutados en algo hermoso y vivo, eterno aunque quebradizo.

El calidoscopio le permitió ver únicamente lo concreto del mundo. Cuando quiso mirar las almas y convertirlas en bellas imágenes prisioneras en el azogue, no pudo hacerlo, y fue entonces cuando comenzó a cansarse de él, pues, además de un paraíso, pretendió un cielo colmado de almas hermosas.

Una noche, por descuido, lo dejó fuera de su escondite. Los guardianes cayeron en el sopor mortífero de un bebedizo suministrado por sus enemigos, y mientras dormía le hurtaron el calidoscopio. A la mañana siguiente, desesperado salió a la calle dando gritos. La gente lo miraba atónita, siempre le habían visto radiante y tranquilo, rodeado de una aureola de paz. Bajo el tibio sol de amanecer, percibió el peso de una mirada, de inmediato sintió un dolor agudo invadiéndolo y vio sus manos agrietarse. Los brazos, las piernas y todo su cuerpo astillándose con un dolor inmenso. Todo su ser se atomizaba en el aire, y cada uno de los añicos se multiplicaba por seis en torno a un punto.

Muchos fuimos testigos de su desaparición.

Quiso retener eternamente lo que creyó la belleza; ahora es él quien conoce la eternidad. Un ojo hambriento lo contempla desde el extremo opuesto a donde se halla cautivo. Lo aterra esa pupila oscura, tan profunda como la infinitud del calidoscopio, tan negra como la noche cerrada. No existen puertas en ese paraíso de espejos donde su propio ser le acosa multiplicándose a sus espaldas, rodeado de vergeles fugaces y perversos, de ese mundo perfecto y sublime que él mismo ha creado, convertido también él en una rosa más, una monstruosa flor con seis cabezas convergiendo en el centro abismal del hexágono y fragmentándose en infinitas rosas simétricas sometidas a la voracidad de una mirada.


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NORBERTO LUIS ROMERO nació en Córdoba (Argentina) en 1951. Ha publicado numerosas obras entre las que citamos: Transgresiones (1983), El lado oculto de la noche (1994) y El momento del unicornio (1996). Ha recibido varios premios por su obra literaria, tales como el Hucha de Plata (1994), el Ciudad de Huelva (1996) y el Antonio Machado de relatos (1998).

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http://www.norbertoluisromero.com/

ILUSTRACIÓN RELATO: Imagen por Carmen López León © (de su exposición en Almiar: Mandalas).


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006)

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