
El
diablo domado
H. Malone
Gabriel
se pisó los cordones y rodó por la pista de baile. Varios cuerpos
se zarandearon cuando chocó contra ellos. Se levantó igual que un
bicho, con las venas de la frente hinchadas como gusanos. Encaró a
un tipo menudo que andaba cerca. Le golpeó el pecho con las palmas
de las manos.
—¡Me has puesto la zancadilla, mamón!
El otro se tambaleó con cara de acojone. Gabriel
aprovechó para agarrarlo de la pechera y aplastarle la nariz de un
cabezazo. La sangre le corrió por el pecho al chaval, y goteó por
el suelo.
—¡He sido yo, cagón! —se oyó a sus espaldas.
—¡¿Quién ha dicho eso?! —bramó Gabriel.
—Yo.
Un japonés cuadrado, con camiseta de tirantes
y cara de gilipollas, se señalaba el ombligo con el índice, sonriente.
—¡Chino de mierda! —arremetió contra el japonés
con el puño replegado a la altura de la cabeza para lanzarlo con toda
su carga.
El golpe nunca llegó. Sin perder la sonrisa,
el oriental le atrapó la muñeca unos centímetros antes de que impactara
contra su morro, como en las películas. Gabriel era ágil y musculoso,
además de legía, y con la mano libre le propinó un directo en el hígado.
El puño rebotó contra el vientre de caucho que debía esconderse debajo
de la camiseta sudada de aquel tipo.
Su mano apretó la muñeca y Gabriel fue cambiando
de color, del rojo a un amarillo hepático, como de muerto. Los tatuajes
del brazo le temblaban, y se le doblaron las piernas. Se había formado
un corro alrededor. De rodillas, Gabriel se mordió los labios. Un
hilillo de sangre surgió del filo de sus dientes y se le descolgó
por la barbilla. Las lágrimas atravesaron los cráteres de sus picaduras
de viruela. Nunca lo había visto llorar. Su cara resultaba absurda.
—¡Sal de la pista! —le ordenó el amarillo.
Gabriel rompió el círculo y se abrió paso hasta
la barra, enfurecido como un diablo domado.
Un rato después me acerqué a pedir un golpe y
vi que el Pájaro discutía con él. No quería que condujera tan borracho.
Gabi decía que se largaba en cuanto acabara con sus ginebras. Bebía
con rabia del vaso que tenía en la mano. Otros dos, llenos hasta los
bordes, esperaban su turno sobre el mostrador. El Pájaro, como quien
no quiere la cosa, cogió uno para echar un trago, pero Gabi se lanzó
a su muñeca emulando al japonés:
―Si quieres beber pídete otro. Lo pago yo, pero
éstos son míos.
Había pedido una mano de ginebras. Cinco de golpe.
Solía hacerlo.
―No quiero uno entero, sólo un trago, joder ―dudó
un momento antes de decir: ―Bébete los que quieras, pero deja que
después te lleve a tu casa, tío.
—¡Mi coche sólo lo conducen mis cojones, Pájaro!
―No estás en condiciones, Gabriel.
―¡Qué puta manía! Os he dicho mil veces que mi
nombre es Grabiel, joder. El próximo que me llame así se come un piñazo.
―Vale Grabiel, no te encabrones. Te acompaño,
entonces. No quiero que vayas solo.
―¿A mi casa ahora? ¿Con la puta coja? ¡Estás
pirao! Yo sé adónde voy, y allí sólo entran los hombres, Pájaro.
—¿Soy yo una tía o qué? Eso me lo vas a demostrar
esta noche ―se zampó las ginebras sin respirar―. Venga, vamos.
El Pájaro me miró buscando apoyo. Me hice el
loco. Gabi le echó el brazo a los hombros y se encaminaron hacia la
puerta.
Gabriel no era tan duro como pretendía. Cuando
volvió de la Legión consiguió financiarse los vicios pasando hachís
a proyectos de hombres prematuros con acné: motos petardeantes, navajas,
drogas, y compañía femenina cambiante. El trapicheo le divertía, le
hacía sentirse importante, pero era un negocio que no daba para mucho.
En qué circunstancias conoció a la que después
sería su mujer, ni me lo imagino. Pero nos puso a todos al corriente
de sus intenciones cuando ya la tenía en el bolsillo. Se casaba con
una tipa con dinero para vivir del cuento. Era bastante mayor que
él y con una pierna más corta que otra. Supongo que para ella fue
tan evidente como para todos, pero bien porque no hubiera conocido
varón hasta la fecha, bien porque le saliera de los mismísimos ovarios,
se casó con él.
Nunca la sacaba a ningún sitio, decía que era
muy vieja y que no pegaba. Yo sólo la vi una vez que llevé el coche
a uno de sus talleres. Por lo que había oído, la mujer, de la que
nunca supe el nombre, gestionaba varios locales de reparación de automóviles.
Se ayudaba de capataces bien pagados y una escrupulosa contabilidad.
Para entonces ya llevaba un par de años casada con Gabi. Él no aparecía
por la empresa.
Mientras los mecánicos me reparaban las luces
la observé trabajar en el escritorio de una oficina diminuta, al otro
lado de un cristal. Cuando salió para darme la factura, se acercó
cabeceando de un lado a otro a pesar del grosor de la suela de su
pierna más corta. Pensé que aparentaba muchos más años de los que
en realidad tenía. La resignada determinación de su rostro olía a
naftalina. No consigo comprender por qué me sentí culpable, pero salí
de allí quemando neumáticos.
El Pájaro era buena gente, un ángel de la guarda
con una licenciatura en Ciencias Veterinarias. Cómo podía conciliar
las excursiones del Club de Antiguos Alumnos Jesuitas con nuestras
incursiones en las estupefacciones intravenosas es algo que no me
explico. Pero en los dos ambientes encajaba con pasmosa naturalidad.
Era un pedazo de pan.
Sólo lo vi cabreado en una ocasión. Mis colegas
querían fumarse unos canutos, pero hacía un frío de cagarse y decidimos
liarlos en el bar. Previendo algún malentendido con el camarero, el
Pájaro nos dejó las llaves y nos invitó a subir a su seiscientos,
para no dar el cante. Él nunca fumaba, y decidió esperarnos adentro.
Después de varias trompetas bien cargadas de cogollos olorosos nos
partíamos el culo de la risa, envueltos en una neblina narcotizante
de vaho y humo. Se me ocurrió entonces la insensatez de arrancar el
coche. Le metí la primera y pegué varios acelerones con el embrague
pisado. Todos miraron al frente, a la espera. Solté el embrague de
golpe para salir derrapando. Las cabezas, preparadas para la inercia
del empuje, se nos dispararon contra el parabrisas cuando el coche
brincó de culo y se estrelló contra una esquina afilada. Había puesto
la marcha atrás. Los otros se bajaron doblándose de la risa, a mí,
amarrado al volante, se me cristalizó delante de los dientes.
El Pájaro perdió los estribos cuando comprobó
el destrozo. Se empeñó en que pagara la reparación, pero yo andaba
pelado esos días, así que me mandó a la mierda y se largó enfadado.
Con un piloto tuerto, se alejó y se perdió en la noche. Unos días
después me dijo que le pagara la mitad de lo que le había costado
la reparación. Le dije que en cuanto pudiera.
Nunca lo hice.
Los vi desaparecer por la puerta de embarque
hacia la noche turbulenta. Estuve a punto de pensar que el Pájaro
era un tío super legal, pero acabé decidiendo que era tonto del culo,
sin más. Por mi parte no soportaba a Gabriel, y me jodía las noches
que acompañaba al grupo. Aunque nos pasara el costo gratis.
Despuntaba el alba cuando volvíamos en los coches
camino de la piltra. Nos acojonamos al divisar a lo lejos las luces
parpadeantes de la policía. Pero no era un control: un vehículo se
había empotrado contra un pilón de cemento a dos metros de la calzada
en el que se sostenía una enorme valla publicitaria. Sólo quedaban
hierros incrustados entre la chapa carbonizada. La ambulancia debía
haber hecho ya su trabajo porque pasamos muy despacio para mirar y
no vimos cadáveres por los alrededores. Un agente nos conminó a avanzar
agitando furiosamente una baliza luminosa.
Había algo irreal en aquella escena, algo que
no encajaba y que no reconocí hasta que Buendi comentó cómo coño podía
haberse salido el coche de la carretera en aquella larga recta y con
tres carriles para cada sentido.
Me desplomé en la cama.
Inconsciente, atravesé las horas hasta la tarde
del día siguiente. Me despertó un timbrazo del teléfono. Era Buendi.
Se había corrido la voz por el pueblo: era Gabriel el que había estrellado
el coche contra el monolito de hormigón. El altavoz de la torre de
la iglesia anunció a los vientos el sepelio para la mañana del día
siguiente. Su cuerpo, para aquellos que desearan brindarle un último
adiós, reposaba en el tanatorio Arco Iris.
Gabriel iba solo en el coche. El Pájaro no estaba
con él... Pero no había vuelto a casa.
No sólo me alivió que el buenazo del Pájaro no
muriera abrasado, también me alegró la muerte del otro. Me regocijó
la certeza de que jamás volvería a verlo ―al menos en esta vida―.
Pero, ¿dónde estaba el Pájaro?
Su madre ―él aún vivía con sus padres― había
llamado a Buendi para preguntarle si sabía algo, que el chico no había
vuelto desde que lo recogimos el día anterior. Por no inquietarla
Buendi no le dijo que se había marchado con Gabriel. Que estaría durmiendo
en casa de algún colega, le comentó para tranquilizarla.
Me duché. Cuando bajé, un plato de potaje frío
me esperaba en la cocina ―yo también vivía con mis padres, sí―. Cogí
una San Miguel del frigo, y mientras me tragaba el potingue de acelgas
y garbanzos mi madre me sermoneó un rato sobre los peligros que me
acechaban en las salidas nocturnas, y ahí estaba la evidencia del
legionario... Después se calló varios minutos, preparándose para darme
la segunda noticia del día, más inverosímil aún que el accidente:
la hermana de Pedro, el indio, había cruzado desnuda esa misma mañana
por las calles del pueblo. Su tío, tras de reconocerla y recuperarse
del estupor, la había cubierto con una manta y acompañado hasta su
casa. Mi madre no llegó a verla, pero la gente decía que caminaba
alelada, con la mirada perdida, como si estuviera soñando o algo así.
Me quedé flipado. La realidad parecía haber perdido
una tuerca, lo irreal se colaba en lo cotidiano con una naturalidad
insana.
Pasamos por el Arco Iris esa misma tarde. En
el velatorio había poca gente. La viuda, de luto riguroso, estaba
sola, sentada en una silla cerca del expositor con el féretro. Las
manos en el regazo, y las dos rodillas a la misma altura gracias al
corcho enorme de su pie derecho. Miraba las losas del suelo con gesto
rígido. Las pocas personas que hablaban entre sí debían ser parientes
del muerto. Me acerqué al cristal. Por consideración a los visitantes
el ataúd estaba cerrado, no se permitía ver el despojo de chicharrones
y huesos, pero un primo suyo que fue a reconocer los restos nos contó
ciertos detalles sobre líquidos rezumantes que chapotearon en mi cerebro
durante varios días. No me animé a dar el pésame a la viuda.
El resto de la tarde y hasta bien entrada la
noche buscamos en todos los sitios en los que podía andar el Pájaro,
sin ningún resultado. A pesar de lo delirante de la conducta de Alicia,
pude comprobar que, como yo, mis colegas no habían podido evitar la
decepción de no ver con sus propios ojos su cuerpo desnudo. Mientras
corríamos de un lugar a otro hablamos de su extraña conducta, de su
boca jugosa, de su culo altivo, de sus tetas como cachorros, de qué
le habría sucedido, y de que estaban pasando demasiadas cosas en muy
pocas horas.
Dos días después, las fuerzas del orden público
iniciaron con desgana la búsqueda del Pájaro. La guardia civil de
por aquí no es, que digamos, la policía científica, y bien por ineptitud,
bien por el poco entusiasmo que pusieron en la tarea, todas las pistas
e indicios morían agotados en el poste publicitario donde lo hizo
Grabiel —curiosamente los beneméritos pronunciaban su nombre como
a él le gustaba—. Según ellos, yo era el último que los había visto
con vida, y me miraban con la secreta esperanza de que se me iluminara
algún rincón de la memoria que les resolviera la investigación. Me
miraban, sí, pero nada más. No sabían qué preguntarme, ni qué hacer
conmigo.
Les di el nombre de los locales más frecuentados
por Gabi —el Topazio y el KKO, en los que se le ponía la lengua de
zuro y el pene de mármol de aspirar vasoconstrictores en polvo—, y
otros a los que habíamos ido a menudo o esporádicamente, pero no consiguieron
dar con nadie que los hubiera visto después que yo. «Habrán sido abducidos
esa puta noche, no te jode», se quejó Buendi. Él era el más cercano
al Pájaro y se iba derrumbando conforme pasaban las horas.
Al día siguiente, Pedro, el indio, vino a mi
casa, o más propiamente a la de mis padres. Mi relación con él era
ocasional. Me dijo que tenía que comentarme un asunto. Le hice subir
a mi cuarto. Estaba inquieto y no sabía cómo empezar. «Sabes que a
mi hermana le pasó algo el otro día... Ella no quería que se enterara
nadie, no ya porque la cosa no tiene remedio, sino porque no serviría
de nada puesto que Gabriel está muerto... Te lo cuento por lo de tu
amigo, el Pájaro». Y esto fue lo que me contó:
«Esa noche ella hacía autoestop cerca de la discoteca
cuando vio salir el coche. Iba sola, ya conoces a mi hermana. Se lo
hemos dicho mil veces, pero no hay manera, es rara y va a su puta
bola. Le puso el dedo pero pasó de largo rechinando ruedas. De pronto
frenó con una humareda blanca de neumáticos quemados. Retrocedió hasta
donde ella estaba. Vio que eran Gabriel y el Pájaro, y se subió con
confianza. Les dijo que venía hacia el pueblo, que si podían traerla.
El Pájaro le dijo a Gabi que sí, que la acercaran en un momento y
después ellos ya seguirían la marcha. «No jodas, Pájaro», dijo Gabi.
Tiraron rumbo al pueblo, con la música a toda
pastilla. Mi hermana tarareaba en el asiento de atrás. Antes de llegar
a las primeras calles, Gabi giró y tomó un camino de servicio. Dijo
que se iban a fumar el último canuto a la luz de la luna. A mi hermana
―cómo no― le pareció perfecto. Detuvo el coche en una granja de cerdos
abandonada, a varios kilómetros de la carretera. Ahí empezó el mal
rollo.
Gabi se sentó junto a ella en el asiento de atrás.
Alicia se dejó besar, tonteando, pero se asustó cuando vio la cara
del Pájaro. Intentó quitarse a Gabi de encima. El Pájaro había bajado
del coche, y le decía a Gabi que la dejara tranquila. Gabriel le dio
un guantazo y le buscó las bragas. El Pájaro abrió la puerta y tiró
de él. Entonces Gabi se le encaró y le golpeó: «Deja de joder, cabronazo».
Alicia lo vio caer. «Ese dormirá un rato. Ven aquí». La desnudó completamente.
Tiró la ropa al suelo y la empujó hasta el asiento delantero. «Vamos
a otro sitio, no vaya a joder otra vez el maricón éste. Desnuda no
te escaparás».
Dejó varios caminos atrás y detuvo el auto entre
huertos. La violó contra el maletero del coche, pero menos mal que
no consiguió correrse. Le dijo que no ponía de su parte y que era
una puta frígida. Lo intentó en la boca, pero ya la tenía floja. La
abofeteó, y se montó en el coche. Antes de acelerar y dejarla allí
tirada le escupió desde la ventanilla.
Alicia intentó buscar la granja largo rato para
recuperar su ropa, pero acabó perdiéndose en caminos que se cruzaban
unos con otros. Al final se vino campo a través hacia las luces del
pueblo.
Cuando llegó había amanecido y estuvo escondida
entre los matorrales, sin saber qué hacer… El resto…, bueno, ya lo
sabes».
―¿Una granja de cerdos abandonada?
—Debe ser Las Cárnicas, supongo.
El viento había arrastrado la ropa entre los
rastrojos. La blusa había volado sobre un limonero seco, y batía sujeta
por las espinas pinchudas. El Pájaro estaba en la misma posición en
que debía haber caído. La sangre bajo su nuca se había resecado. Tenía
el pelo rubio del cogote apelmazado en una plasta grumosa de coágulos.
La policía dedujo por las huellas que el coche
había estado allí dos veces. Seguramente Gabi volvió a por el Pájaro,
pero no debió servirle de mucho muerto.
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H. MALONE
es el seudónimo de un autor que reside en Murcia (España).
gam(at)ozu.es
ILUSTRACIÓN RELATO:
Colorful bottle, By Matthew Bowden www.digitallyrefreshing.com
(http://www.sxc.hu/photo/206169) [Attribution], via Wikimedia Commons.

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