Ángela Vicario. El rapto

Félix Hernández de Rojas

Las ideas son el azote y
la esperanza de los pueblos.

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Una máquina de escribir y una lámpara de escritorio. Libros y periódicos. El cuentista no posee ropas especiales, quizás algún atuendo que lo identifica como periodista.

El cuentista inicia su actuación tecleando sobre la máquina, parece muy concentrado; está finalizando el presente relato, en realidad un libro más extenso. Alza la cabeza y mira al público:

«Disculpen la espera... ¿Cuánto tiempo llevaban ahí? Estaba finalizando de escribir unas líneas. Son urgentes. Debo enviarlas al editor. Hay que salvar la memoria de Ángela Vicario. Hay centenarios que discurren silencios, inadvertidos, anónimos. Hay héroes que nos rescatan, luego se diluyen en el río de los acontecimientos. Ángela Vicario sería uno de estos Quijotes olvidados... pero al que debemos tanto... Ahora dadme unos minutos para escuchar esta hermosa y terrible historia. Aprenderemos todos un poco de esta mujer».

1. Ángela Vicario

Ángela Vicario era considerada desde hacia tiempo toda una eminente muestra del orgullo indio. Menuda y tierna en sus movimientos, conservaba la singular manera de otras épocas, la fuerza interna de aquellos que fueron una raza de guerreros. Aún joven, había sorprendido la confianza que depositaban sus formas, las palabras medidas, y sobre todo, la extrema vitalidad de sus comentarios.

Quizás por aquello, no era sorprendente verla levantarse al pozo con las primeras luces en la agotadora jornada, recoger el maíz o la patata a media mañana y recomponer la pieza oscura, donde dormía la familia. Cuando caía el sol, marchaba camino abajo a la Misión. Nadie conocía las razones para aquellos largos recorridos diarios, pero, meses después, se le empezó a oír hablando con aquellas palabras que habría de repetir una y otra vez: levantamiento.

Y todo se había resuelto en aquellos días que llegaron del norte los dominicos. Pronto debieron volver a la ciudad, enfrentados con el caciquismo de la comunidad rural y sus modos; pero no antes consiguieron disponer de un pequeño cuartucho, donde escondieron algunos libros al cuidado del pater de la pequeña Misión. El pater Mendoza era ya anciano, su vista fallaba a menudo, y pensaba que no era razón leer tantos legajos y carpetas con demasiado ahínco; es más, creía que aquello no le sería totalmente necesario. Fue así, aunque también por el oculto desprecio que había sentido hacia los dominicos y sus renovadas conductas religiosas, que buscó alguien que sufriese la dedicación de clasificar por él el material que recibió y encontrar algún dato que comprometiese a sus enemigos. Por eso quiso una mujer lo aparentemente inteligente como para encontrar aquello que buscaba, y que, a la par, pudiera resultar de confianza en su silencio. Creyó, además, que una mujer nunca podría comprender toda la magnitud de su búsqueda, y menos aún, de comunicárselo a otros.

Fue por esto, hay sobradas razones que lo atestiguan, que le hizo llamar. El pater había aprendido a taladrar los corazones de los campesinos, y aunque años después, al volver a encontrarla convertida en todo un símbolo nacional, fue cuando distinguiese al mito, no pudo verlo en la delicada jovencita que lo escuchaba en absoluto silencio aquel primer día. No se planteó ninguna objeción y ella aceptó. Supo demostrar su papel resignado y sumiso. ¿Qué sucedió, al cabo, por sus pensamientos? Sería incierto argumentarlo, cuando ya a los pocos meses, acarreando el agua, repetía insistentemente la nueva consigna: levantamiento. Entre risas de comadres su mirada serena imponía respeto. No era aquel al que estábamos acostumbrados al recibir circulares gubernativas, no era el silencio del aparcero, llegaba mucho más allá, o mejor aún, carecía del respetuoso rencor contra el criollo dominativo; carecía de miedo.

Y en esto, que los sucesos se manifestaron muy distintos a lo esperado. La que hubiera de terminar como servil y prudente asalariada en la villa de algún próspero indiano, se trastocó y se desvió a posiciones más encontradas. Habría de ser odiada para después, por más resistencia que ejerciese, finalmente acallada.

Pero de esto, nadie sabía por entonces. Ni siquiera cuando a las primeras luces se alejaba, y ya puesto el sol, abandonaba el cobertizo, discutiendo a solas con sus queridos libros, olvidando las cabezas y las voces que a su lado se levantaban.

2. El rapto

La golpearon. Cerró sus ojos y en la oscuridad, fija y distante fue arrastrada a la noche blanca y brillante de la celda. Recordaba fieramente cada palabra, una voz insultándola y los golpes escandalosos de la mano. Fue amenazada.

Vio su rostro impreciso escondido. Se reía. La miraban. Vicario lloraba: la rabia se acumulaba cerca de su abdomen, subía y bajaba. Vomitó. Aquel rostro se acercó, abofeteándola. Del interior aún salieron dos mujeres más. Una de ellas lloraba violentamente, con el pelo enredado al cuello y la boca abierta. Sintió una fuerza brutal en su cuerpo, caído al suelo, luego varios quepis dispararon al aire.

Recordaba el silencio posterior, dilatado, ambiguo, las órdenes de la voz, la sangre, los gritos desaforados de las mujeres.

Tendida contra el camino contó cada segundo, contuvo la respiración: otra detonación. Los ojos de la mayor permanecieron fijos sobre ella, abiertos, rotos, inservibles, agonizando.

Llegaron más quepis. Fueron amordazadas. La selva se abrió a varios jeeps. A culatazos desmontaron otras mujeres, sus manos atadas a la espalda, las ropas desjironadas, aterrorizadas. Arrastraron el cadáver lejos de la choza.

Recordaba como caía el sol cuando comenzaron las ejecuciones. Los faros de los vehículos iluminaban sus cuerpos amontonados. La voz pronunciaba firmemente su nombre. Se paseaba y retrocedía. Lo repetía insistentemente, con impaciencia. Vicario incorporó la cabeza. No lloraba. Un dolor repugnante golpeaba las sienes.

Separaron a una de ellas. La recostaron junto a una piedra. Uno de los quepis montó su arma. Recordó para siempre su pequeño cuerpecillo, casi de niña, casi. Sonreía a su verdugo, esperando el tiro definitivo. El soldado se acercó a ella, le acarició el pelo, le preguntó: —¿Quién es Ángela Vicario? —sin mediar respuesta la asesinó.

—¡Cabrones, yo soy Vicario! —se había adelantado varios metros y frente al horror del cráneo ametrallado, exclamó, derrumbándose.

3. La huida

Poseemos diferentes versiones y fragmentos de sus notas, que nos demuestran que Ángela Vicario no logró escapar a la Sierra. No así fue asaltada por los militares, o se refugió en las minas de plomo. Rumores confusos afirmaron verla, en un mismo momento, cerca de las provincias interiores y a la vez, en las puertas de Tucupita. Censurados sus modestos partidarios, uno a uno fueron paseados a media noche, y sus cadáveres reclamados por los familiares, semanas después, en estado lamentable. Lo cierto fueron las desconcertantes visitas del Alto Mando a la Presidencia, con vistas de una orden contundente. El General Duarte solicitó en brillante alocución la pena capital. Afortunadamente, Ángela Vicario, se dio por desaparecida a tiempo. Tal vez huida. Años después, fueron reconstruidos aquellos meses con singular precisión, usando sus propios testimonios, encontrados en la celda.

Río abajo, Ángela burló la frontera y llegó cerca de Manaos.

Todo sucedió rápido, pero una nueva crisis de fiebres la retuvo incomunicada tiempo suficiente como para ser finalmente dada en fuga. En su favor hizo enviar un correo a la capital, pero éste fue interceptado y destruido, o al menos manipulado. La imaginamos convaleciente, derrotada en su camastro, dictando notas. Aún permanecen algunas de ellas en la ciudad de Manaos, donde pueden ser leídas:

«En la dominación, la rebeldía se manifiesta de una manera sincera y honesta. Lo popular se funde en un grito, arrastra la decisión de lo solidario. Hay pueblos acomodados, moderados en sus maneras, que asemejan la solidaridad a un discurso de cancha y barbacana, a una acción de los demás».

«La civilización suele dividir en bloques de inquilinos las estanterías de los pueblos. A nosotros nos ha tocado asentir las decisiones del casero, como si pisásemos unas haciendas rentadas».

«Alimentemos nuestro servilismo y habremos entregado nuestra conciencia y nuestros hijos».

«Tu mejor gobernante no tiene nombre ni signo, no es un yo individual. Ningún gobernante salva al pueblo. El pueblo salva al pueblo».

4. Pater Mendoza

El pater Mendoza había visto a Ángela en dos momentos muy diferentes de su vida. Ella siempre hubo conservado unos ojos vivos, de una fuerza casi brutal. Como si en sus ojos, que luego siempre recordara amenazantes, ojos de guerrero, se hubiesen escondido la preclaridad de su desgracia. Él había aprendido a leer el fondo de los corazones de los campesinos, sus pequeñas y sencillas vidas, y a fin de cuentas, Ángela nació y persistió en su condición, hasta el fin de sus días.

Y recordaba, sobre todo, la enorme sinceridad, casi angustiosa, de aquellos ojos, tejida delicadamente cerca de sus diecisiete años, cuando le sonriera, manteniendo tímidamente su gesto. Aún recordaba cuando le hizo pasar y sentarse. La examinó:

—Tu trabajo tiene que ser discreto. Leer, seleccionar y callar. En aquel cobertizo he guardado parte de los libros. No es necesario que los leas todos. Una vez terminado, destruiremos el resto. Si encontramos alguna Biblia podrás llevártela. Como comprenderás, sabrás excusarme en el trabajo... son cosas de la edad.

También recordaba el segundo encuentro, una vez pasados los años, un encuentro mucho más distante, ella envuelta en un saco sucio y teñido de gris, escapando a los quepis. Había cambiado y envejecido lo suficiente como para causarle una nueva sensación. No era una nueva mujer tan sólo. Era un símbolo. Representaba todo aquello por lo que un pueblo cambia y evoluciona. Ella le reconoció. Por momentos detuvo su caballo. El frío aguijoneaba la piel amoratada. No existía ninguna deuda entre ellos. No era necesaria la venganza de las palabras. Sabía ya por entonces que habría de sobrevivirla, aunque ahora todo sería un poco diferente: había nacido la denuncia.

Finalmente ella había desaparecido. Mendoza no podía ya tan siquiera levantarse de la cama. Respiraba con dificultad. Arruinada su salud, hablaba despacio y sus silencios hacían más incomprensibles las palabras. Su torpeza había educado las ansias de la joven. Y recordaba como aquella misma noche, tras el precipitado encuentro con Vicario, pater Mendoza reunió la exigua biblioteca que Ángela había seleccionado años antes. No encontró ninguna Biblia. Fuera quizás por aquello o por alguna oscura razón que desconocemos, que hubo reunido el postrero esfuerzo para leer los tomos, y uno a uno, hacerlos luego desaparecer en el horno de la cocina.

No obstante, sus ideas huían hacia el Sur y pasaban de boca en boca continuamente. Habían sobrevivido.

5. Proclama de Ángela Vicario al pueblo de Guayaquil la primavera de 19.. (sobre la unidad)

«...No es necesario hablar alto y decir demasiado. No conferenciarle con mis palabras, aquí tenemos libros. Pero si he subido al estrado, y subo, les vocifero para ser despertados, una y otra vez, de todo este estado ruinoso. ¡Seamos francos y despertemos! Ustedes no pagan impuestos... les arrebatan sus impuestos. Están deseosos de ofrecer su esfuerzo. Pero ha llegado el momento y llega la situación de atajar a los poderosos, no a golpes, no a latigazos, sino a razones. Es la poderosa arma de todas sus pequeñas manos armas unidas. Lo primero es lo primero: la unión. Los destinos no se dictan en gabinetes, tampoco se consolidan en grandes asambleas. Uno a uno, enmendaremos lo nuestro puertas adentro. Sin intervención violenta. Pacíficamente. Demostrando nuestra valía. Hemos de salir del pozo. Lo digo con rotundidad. Exijo la unidad. La común acción. El propio dominio de los intereses. Ustedes miran las haciendas mal guiadas por los amos, las ciudades mal abastecidas, las fábricas beneficiando al capital exterior.

Se creen inútiles: ¿No es así? Y mi mensaje no desea ser largo o confuso. Levanten su conciencia, la desunión siembra nuestra cosecha y manierismo de marioneta. Oigan que nosotros, los pobres, uno sin otro, somos dos veces pobres...».

6. Trascripción radiofónica a la intervención de Ángela Vicario, en la Primera Comisión Indiana de 19.., tras el desastre de San Pablo

Sr. Portavoz SP

Ángela Vicario AV

Presidencia PR

(Breves momentos y finalizaremos los turnos de intervención. Se dirige a presentar el Texto Marco su Señoría, el Sr. Portavoz. Viste chaqueta azul mate. Solicita la venia a la Presidencia. Pueden comprobar el silencio que se hace en la sala. Ha abierto su portafolios.)

SP- Lectura de conclusiones. Reunidos los presentes, representantes, delegados, etc., evaluando los sucesos acaecidos en la provincia Noreste, a tal fecha, quince de marzo, concluye y firma. Las autoridades no manifiestan responsabilidad a los actos, ni encuentran soluciones conciliadoras hacia la población indiana, allí reunida y masacrada. No se justifica la conducta, pero no así tampoco aprueba la posterior violencia. Las tierras, señores míos, son a última instancia, propiedad nacional, cedidas en explotación minera a la empresa St. Louis.

AV- ¡Su señoría!

SP- Podemos lamentarnos y aún...

AV- ¡La venia!

SP- ...sin razón por nuestra parte.

AV- ¡Pido la palabra!

PR- ¡Silencio!

(Una señorita se levanta. Sostiene ostensiblemente con la mano un libro. Se dirige a Presidencia. Grita. Con sus gestos, exige un turno de comparecencia. Ruegan que se siente. Eso que escuchan, son más voces que se unen a ella. No es una congresista, no ocupa ningún escaño. Se encuentra más allá, en las gradas. Guardias van a su alcance.)

PR- Hagan desalojar a la joven: ¡La insto al silencio!

AV- ¡Acallarme a mí!

(Todo un tumulto. Más se levantan. Son voces de apoyo. La joven se mantiene firme. Violentamente la arrastran fuera. Se oyen silbidos. Pataleo generalizado del piso superior).

SP- ¿Puedo continuar Sr. Presidente...?

PR- Muevo al orden la sala. Mandaré desalojar a quien no cumpla. Continúe.

AV- Comprendemos, Sr. Presidente, los intereses de las partes. No podemos satisfacer las causas dañadas, no podemos reparar el dolor indio hacia aquellas tierras que no les pertenecen. El Gobierno...

(Más pataleos. Tiembla en suelo. Arrojan carne a la tarima. Gritan: —¡Ahora ya tenéis carnaza! —se oyen risotadas. Entran más guardias de seguridad. Van armados. Otras voces solicitan turno de palabra.)

SP- ... El Gobierno... considera necesario el sacrificio de las tierras. Existen acuerdos internacionales, hay deudas y créditos...

(El discurso del portavoz cae en saco roto. Toda una gresca. Vociferan a Presidencia. Dicen: —Coño, nos han vendido —discuten entre sí los parlamentarios. Señores, falta de orden, no hay concierto gobernante.)

SP- … hay deudas y créditos, obligaciones para con otros estados. Estamos atados. Hemos de cooperar. Sus propuestas son dignas. Haríamos bien para con nuestra democracia. Son alternativa que el pueblo indio debe aceptar. Y si no...

(Entran a saco. Golpean con sus machetes. Están desalojando. El señor Portavoz ha callado pero se mantiene firme. Ha encendido un enorme habano, un República. No oímos bien qué dice a Presidencia.)

SP- Buena se armó. Habrá que suspender.

(Hay disparos. Nos van a cortar. Carreras a la puerta. Se dirigen al portavoz —¡So puta!, mirate donde vas. —han tomado la sala y están vaciándola. Se quedan ellos a puerta cerrada, con los más problemáticos fuera. Otro tiro al aire. Nos cortan. Se encierran a leerse el informe ¡Oigan que nos cortan!)

................

Una vez reanudada la transmisión fuera, leo. Nos llegó en breve lo siguiente.

Acuso. Acuso al gobierno de su torpe desprecio. El señor Portavoz habla por boca de pocos. He visto muchas bocas y muchas de ellas grandes, pero pocas tan ajenas. ¿No fue a San Pablo a contar los cuerpos? ¿Cuántos contó?¿O tal vez, llegó y asustado reclamó justicia, y reclamando justicia a efectos oficiales, se olvidó de contar las cabezas destrozadas a la puerta de la mina? Reclamo su número. Ni papeles, ni valiosas ofertas. ¿Estará nuestro preciado funcionario finado por la compañía St. Louis?

Qué vale un indio a efecto cotidiano. ¿Y qué vale a efecto internacional? Cuánto vale una vida humana. Cuántos sacrificios y a fin de qué. Los salvajes indios se arrastran por sus tierras, ya no son comunidad, se hacinan en campos de trabajo. Acuso al gobierno, y también, acuso a su verborrea diplomática. Ningún indio entiende de relaciones panamericanas. No entiende de revolución, de ideologías, de dictaduras. Poco entienden de enemigos. Nada de minas. Y demasiado de armas. De hambre. De odios. De presos. Ninguno ha leído nuestra Constitución ni conoce las leyes. Sólo saben cómo matar. No por qué. Conocen la miseria de la patata si la hay. Conocen muy bien la miseria del día a día. Y yo le digo, al señor Portavoz del gobierno, que ahorre sus palabras y estudie las otras, no las mías, las que pudo escuchar en San Pablo.

Nos sentimos saciados de promesas panamericanas y su dinero llovido. Que diga arriba que no necesitamos una ayuda televisada y contundente. Necesitamos una respuesta más precisa. Necesitamos una solidaridad menos humillante y menos perecedera. Es tan fácil atracarse de conferencias y mítines. Es muy fácil llorar la tragedia latinoamericana y vaciarse las narices occidentales a base de estos. Digo, es muy fácil engendrar tantos tratados con palabras.

(Y lo firmó Ángela Vicario).

6. La prisión. La muerte

Blanco. Blanco de techo. Blanco de pared sin ventanas. Blanco fósil de neón. Una y otra vez. Blanco de prisión blanca. Blanco siempre. Blanco por siempre. Día y noche; blanco y blanco. Blanca armadura metálica: la cama. Blanco de prisión. Sin fondo. Ningún rojo, azul de madrugada, sin ocres otoñales. Blanco de ropa. Blanco de suelo. Blanco de prisión. Blanco de semanas o de meses, blanco de reloj blanco. Vicario de blanco. Novicia Vicario. Libros en blanco. Tiempo en blanco. Blanco en prisión. Blanco.

Ángela Vicario fue, definitivamente, desaparecida a mediados de 19.. sin mayor rastro. Su cadáver apareció varios meses después, abandonado, en los arrabales de Ayacucho. No conocemos donde tuvo lugar su asesinato ni aún antes su presidio, ni fechas exactas. Si cierro los ojos y pienso en ella, de seguro la encierro en su blanca prisión. La prisión de Vicario fue blanca, así ella la describió en sus notas, encontradas junto al cuerpo. ¿Se imaginan?, mirando una y otra vez la pared, perdida, los ojos bien abiertos, más allá, lejos de Lima. Afirmo que Ángela Vicario lloró. Y fue de rabia. De impotencia. De orgullo.

Lo blanco ciega, oscurece los sentidos, los aturde y confunde. Y fue, que Vicario, condenada a tal confusión, se pudo mostrar digna y así lo hizo. Tal condición no sabemos cuanto hubo de durar: nada o todo, bien nos parece. Ella habló de la gran tragedia latinoamericana y su confusión le habló de otras tragedias. Ella hablaba de Lima y su confusión de cadáveres huérfanos. Hablaba, su voz sola retumbaba, de los altiplanos y la confusión de jóvenes desaparecidos. Habló de libertad y entonces vio todo aquel odio. El odio tintaba las paredes, los techos, su cama, la ropa que poseía: el odio tenía color. Era cruelmente blanco y puro. Traspasó con su voz los páramos, las selvas y cruzó mares a golfos inabarcables, llegó a las grandes ciudades del norte. Humo y desilusión. Se le mostró la misma miseria de la misión y Vicario reconoció los mismos niños sin hogar, las mismas mujeres abandonadas. Y la violencia de los quepis. No cabía duda, eran poblaciones enteras exterminadas, las ideas son igualmente el azote y la esperanza de los pueblos. Cerró los ojos. Luego, al cabo, nada sucedió, todo parecía inamovible, manteniendo su inútil orden y silencio. Sintió una esperanza absoluta y vio una misión por concluir, pero no para ella. Así fue que luego, no importa ya cuando, de madrugada, llegaron a ofrecerle una confesión, no aceptada, y con los ojos vendados, al fin llegó la oscuridad, fue conducida por sus compatriotas y fusilada.


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FÉLIX HERNÁNDEZ DE ROJAS es un autor que vive en Torrejón de Ardoz (Madrid)
felix.hernandezderojas (at) telefonica [dot] es

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006)

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