relato por
Pedro M. Martínez

 

E

stoy sentado en el puf que trajo Alberto desde Marruecos. Él siempre cuenta que por el asiento de cuero, labrado con la geometría de los arcos del Palacio Imperial de Meknés, dio a cambio unas viejas Ray-Ban con los cristales rayados; la piel sigue oliendo a vaca que me imagino vagabundeando por una pradera tapizada de bolsas de plástico, indiferente a los camiones que transportan cuscús y pimienta blanca hacia los mercados del Tafilalet, cerca del desierto en donde se escucha la radio rebelde del Polisario que emite desde algún lugar al oeste de Merzouga. Lo más probable es que el animal intente cruzar la carretera, buscando algo mejor que pacer; uno de los camiones (o quizá un autobús de línea con ventanillas cegadas por el polvo) chocará contra la res, y los muertos nunca sabrán el valor intrínseco de unas briznas de hierba, solo esperarán durante horas sobre el asfalto teñido de sangre a que llegue un juez y permita que los levanten. Un campesino llora la pérdida de su única vaca, arrodillado ante el cuerpo exangüe del animal, y una mujer le increpa, sujetada por dos hombres, cerca de un cadáver arropado con una manta.

El piano no es un instrumento apropiado para el blues, me dice Alberto, su escala de notas tiene demasiada pureza para tocar el género, aunque los primeros pianistas de las barrelhouse se las ingeniaron para sacar del instrumento los sonidos más desgarrados. Las barrelhouse, continúa él, eran cabañas pringosas con suelo de tierra y mostradores de madera sujetos por toneles, en donde los negros de Mississippi o Lousiana bebían el licor que les vendía a buen precio la propia empresa que les explotaba. Alberto pone un disco de Champion Jack Dupree, del que solo me gusta Drunk again: —What you say woman? Yeees, I’ve been drinking! And I am… drunk again. And open the door and let me in!

No hace falta que Alberto me lo traduzca para saber que esta noche está afilada por la soledad y archivaremos otro sábado más entre la pasta negra de los vinilos.

El puf en el que Alberto consiguió pasar quinientos gramos comprados cerca de Asilah es algo incómodo para la espalda, pero nada duele demasiado después de beber algunos güisquis en las rocas. Me figuro el todoterreno de Alberto parado en un cruce de carreteras; él lleva puestas las Ray-Ban y tamborilea con los dedos sobre el volante. Las jícaras que sujetan los cables telefónicos a las perchas de los postes de madera brillan amarillas, como los cubitos de hielo que agonizan en el Passport, pespuntean la cuneta del asfalto espejado por las últimas luces del atardecer. En las colinas desoladas los oscuros arbustos parecen costras sobre la tierra parda que precede a una lejana cordillera; de uno de los cerros, próximo al cruce, surgen varios hombres que se acercan al vehículo. Brilla el papel de aluminio que envuelve la postura que recoge Alberto. Desde el casete del coche alguien sueña que está satisfecho y que nada le preocupa [1].

Durante un tiempo, el redondo asiento moruno olió también al ajo y a la cebolla que utilizó Alberto para disfrazar el olor del paquete, aunque tuvo suerte pues aquel día no le soltaron los perros en la aduana del puerto de Algeciras. Él dice que nunca volverá a repetir la experiencia, pero que alguna vez había que jugársela, como siempre se la jugó Bessie, la emperatriz de la ginebra, hasta que su coche se empotró contra la parte trasera de un camión, una madrugada de septiembre de 1937; limpia con una gamuza de terciopelo la pasta del 78 r.p.m. —por el que seguro daría la vida— y las soledades de un piano y una voz de contralto se funden en el aire de la habitación. Me deprime esta enésima repetición de Downhearted Blues [2] y le digo:

—Oye, ¿por qué no ponemos otra cosa…? —Alberto me mira y frunce las cejas con un gesto de mínimo fastidio.

—¿Algo de jazz? —es una pregunta que quiere sonar a ruego, pues sabe que mi ración de música negra se ha terminado por esta noche.

Sé lo que va a poner en el tocadiscos. Solo tiene un elepé que se sale del género que a él le obsesiona. Cuando hemos escuchado The Sounds Of Silence [3], dice:

—Se les nota que nunca han tenido que vagar por la carretera buscando curro. Universitarios blancos haciendo música blanca… Una mierda, diría yo; no quiero joder ¿eh? —me mira—. Nunca tendrán filin porque para tenerlo hay que sudárselo no aprenderlo de los libros. Mucho titirirititi melifluo y poco más… Ni siquiera los jipis se lo saben hacer. ¿Te acuerdas de Fiona, la que estuvo unos días aquí?, ¿qué coño es eso de la memoria posicional…? Si lo de olvidar la realidad, y fundirse con todo y ser uno con el universo diera resultado se habría visto ya hace muchos siglos. Como dijo no sé quién [4], la única forma de vivir es bajar a los infiernos, coger a puñados la mierda del mundo, porque el mundo es una montaña de mierda y para moverlo hay que pringarse del todo.

Es bella la estampa de Alberto escuchando a los universitarios blancos de mierda. El humo del cigarrillo le rodea la melena rizada semejando agua turbulenta, pero él no está deprimido ni se siente perdido ni extraño [5] aunque la noche se nos haya caído encima sin piedad.

Fiona me habló aquella tarde que esperábamos a Alberto, en ésta misma habitación, de cómo ya le quedaban muy pocos recuerdos, de cómo había olvidado su casa, el colegio, la biblioteca de la universidad, la primera vez que hizo el amor… todo, menos a su padre que la escribía a lista de correo. Ella le contestaba siempre  y  cuando no le mandara un cheque  junto  con   la   carta,   quería   la   objetividad  total  y   solo  se  es objetivo —dijo— cuando el mundo racional está definido por cosas concretas:

—Nada más necesito saber dónde he dejado los zapatos o el peine…  el resto de mí está en el universo —concluyó, sentada sobre el puf redondo de cuero marrón; vestía una minifalda y abrazaba sus rodillas muy juntas, la melena ondulada de pelo castaño le prestaba una imagen que me recordó a Janis Joplin; una botella vacía de Coca Cola estaba tirada en la alfombra, junto a sus pies desnudos.

Recuerdo que cuando me acerqué para besarla sus ojos me parecieron una hoguera sin fuego… De rodillas los dos, frente a frente, no conseguimos decirnos nada. Luego ella se dejó quitar la camisa y la falda y resbaló hacia atrás sobre el cuero, abriendo las piernas. Mientras gemía le miré los pechos erguidos, la boca entreabierta, los ojos cerrados; me pareció tan lejana… como detrás de una frontera cuya puerta estuviera delimitada por sus brazos tendidos sobre la alfombra. Luego de cuando se vierten los sueños queda la melancolía de no poder apresarlos para siempre y la rabia de que estemos hechos de instantes. Cuando llegó el silencio, ella abrió los ojos y me miró desde una tierra de la que nunca encontraré el mapa. Le manchamos el puf a Alberto, pero no pude limpiar las quimeras en el cuero labrado…

Fiona se marchó una mañana, olvidando en el armario un par de calcetines blancos, una minifalda y cuatro cartas de su padre que la seguirá buscando por el mundo.

—Y encima, tanto que hablan de libertad sexual, de superar las represiones de la familia patriarcal… son iguales que los demás, tienen los mismos miedos. De revolución, nada —ultima Alberto.

Termina I Am A Rock y estiro las piernas para levantarme: no hay nada más que rascar por hoy. Imagino a mi amigo Alberto tomando thé à la menthe en el único bar de Larache en que se pueden ver mujeres moras, antes de salir camino de Tánger donde comprará ajos y cebollas en el zoco. Veo un ferri que cruza el Estrecho cargado de contrabando, pero sin la bandera negra del inglés que ahora vende por lo legal tabaco y alcohol en Gibraltar y guarda las tibias y la calavera en una caja fuerte con relojes canadienses de seguridad. A las afueras de Bailén, Alberto celebra su triunfo y yo espero en algún bar de Moratalaz a que llegue un puf sobre el que una tarde resumiré mis fantasías.

 

NOTAS:
[1] Alusión a la canción Just A Dream (‘Solo un sueño’), de Big Bill Broonzy (1939).
[2] 
Downhearted Blues (‘Blues desanimado’), de Bessie Smith (1923).
3] 
Sounds Of Silence, de Paul Simon y Art Garfunkel (1966)
[4] Se refiere a un poema de Allen Ginsberg, leído por su autor en la Universidad de Columbia, en 1959.
[5] (…) 
When you’re down and out/ When you’re on the street/ When evening falls so hard… (De la canción Bridge over troubled waters (‘Puente sobre aguas turbulentas’), de Paul Simon y Art Garfunkel (1970).


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© Pedro M. Martínez (2008) 
– https://martinezcorada.es/
(Ilustración relato: Fotografía por el autor).

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Revista Almiarn.º 58 / mayo-junio 2011MARGEN CERO

 

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