relato por
Lenin Solano Ambía

 

¡Qué poco cuesta construir castillos en el aire
y qué cara es su destrucción!

François Mauriac

 

S

e acomodó la corbata y abrió la puerta. Aún no eran las siete, pero él ya estaba de salida. Las calles de La Victoria lucían desordenadas. Mucha gente ya estaba sacando su carretilla para ir a vender a La Parada u otros se revolcaban en el parque mientras se desperezaban de la borrachera de la noche anterior. Sin embargo, él lucía distinto, ese día estaba mucho mejor vestido que cualquiera de la urbanización Balconcillo. Se había cansado de los trabajos habituales. Ya no quería seguir vendiendo en los carros que iban a La Parada, ni tampoco seguir probando suerte como cargador de comestibles en el Mercado de frutas, ni mucho menos volver al trabajo de niñez: limpiador de autos. No, ahora ya tenía 20 años y pensaba en un futuro mejor para él.

La tarde anterior había comprado El Comercio y había probado suerte leyéndose todos los clasificados para ver si había un trabajo distinto a los habituales cachuelos victorianos. Sintió mucha alegría cuando en la sección empleos logró resaltar que se necesitaban muchachos jóvenes para trabajar en una de las mejores tiendas de Lima. Y aunque amaba mucho a su patria, y aunque en el colegio sintió desapego por los chilenos cada vez que el profesor de historia contaba la guerra con Chile, esta vez no le importó que los dueños fueran nacidos en el vecino país del Sur. Presentía que ahora sí podría mejorar de condición y tener los pequeños lujos que soñaba y que los trabajos anteriores no le habían podido brindar.

Caminó lentamente, bordeando un montículo de basura maloliente que se encontraba en la vereda del frente desde hace días. No quería ensuciarse los zapatos, pues en primer lugar, no eran suyos y en segundo lugar, que la lustrada había sido con agua. Sólo tenía un par de soles, pero sabía que era suficiente para el pasaje. Además, de ahora en adelante tendría un sueldo fijo y podría ayudar a su madre quien nunca había dejado de trabajar desde que él tenía uso de razón.

—Oe, ¿qué te pasó? Ni pa las quinces te vistes así.

—Ja, ja, ja, veo que te has bañado, pero ¿sólo porque es lunes?

—Mira a este huevas, parece que ahora se templó de una pituquita.

Eran los comentarios que sabía iban a surgir de muchos de los del barrio. Especialmente de los amigos de la cuadra, que en ese momento estaban con sus ropas habituales para ir a trabajar a La Parada. Aunque el negro Martín se iba para hacer otro tipo de «trabajitos». Saludó sonriente y les dijo que más tarde les contaría. No quería revelar su secreto a nadie, quería dar la sorpresa después. Además, nadie le creería que podría ser aceptado en esa gran tienda comercial, pero él estaba seguro de que sí.

Levantó la mano al ómnibus que se acercaba. Se sentó al medio mientras sentía el olor que provenía desde atrás. Era el mismo que de cada mañana: mujeres que llevaban sus bultos para ser vendidos en el mercado, pero que el hedor se confundía entre sudor, sobaco, pezuña, cebolla y queso. No se sentía incómodo con eso, pero sabía que de ahora en adelante tendría que cambiar de hábitos, pues no trabajaría en cualquier lugar. Apoyó su cabeza en la ventana y empezó a pensar. ¿Qué era lo que más le faltaba? Sí, claro, ropa, una televisión para su cuarto, pues estaba cansado de que en casa todos se pelearan por querer ver el programa que más les gustaba. Quería dinero para poder salir con chicas, un muchacho de su edad ya tendría que invitar a señoritas a otros lugares y no a los sitios que hasta ahora había estado invitando. No, las carretillas de salchipapa y los emolientes de cincuenta céntimos no serían para el tipo de chicas que conocería de ahora en adelante. Tendría que comprarse perfumes para que su olor sea reconocido por las muchachas que atraería. También quería vivir solo, ya se había cansado de estar en casa y de que sus padres le recriminen que tenía que aportar dinero. No, ya no más de eso, quería cumplir sus sueños, pero ahora necesitando de sí mismo. Recordaba que muchas veces el negro Martín le decía que lo acompañe al mercado, que ganarse unos cuantos soles era bien sencillo. Sin embargo, él no quería incursionar en eso. Aguantaba al negro para jugar a la pelota, e incluso para ir a las fiestas, pero no para quitarle las pertenencias a los demás. Y no tenía porqué apurarse, pues sus sueños ya estaban muy cerca. Sí, demasiado cerca, pues este día volvería siendo aceptado en el trabajo y le haría comer sus palabras a sus padres que a cada rato lo molestaban. Además, sería la envidia de sus amigos. Aunque lo mejor era no contarle al negro Martín, pues no vaya a ser que un día quiera ir a apoderarse de las cosas de la tienda.

Abrió los ojos y notó que ya sólo faltaban unas cuadras. Miró bien la dirección que se había apuntado en el antebrazo. Sí, era entre la avenida La Marina con la avenida Universitaria. Bajó como pudo y se peleó con el cobrador del ómnibus quien quería cobrarle un sol veinte desde La Victoria hasta La Marina. No le hizo caso y bajó apresuradamente. Cruzó la pista y preguntó la hora. Siete y cuarenta y cinco, buena hora para llegar a presentarse a un trabajo en donde decían que la atención sería a partir de las nueve. Se acomodó nuevamente la corbata y miró los puños de su camisa. Le quedaban un poco sueltos, pues era de su padre, pero no era tan evidente. Lamentó no haber tenido saco, pero apenas ganase su sueldo, ahorraría para comprarse uno e ir vestido así al trabajo. Llegó a la esquina de la tienda comercial y grande fue su asombro cuando vio una cola de unas catorce personas esperando en la puerta. Tímido, y caminando lento, se puso al final y preguntó al que estaba delante de él si ellos habían venido también por el anuncio de trabajo. La respuesta fue afirmativa. Lamentó no haberse levantado más temprano que todos los que ahí estaban. Lo peor era que la gran mayoría llevaba saco. No importa, él era hábil, sólo tenía que calmarse y pensar que podría ganarle a todos esos. Además, ya había oído cómo eran estas entrevistas. Primero, para descartar a la sobra, les hacían dibujar una persona y no importaba quién la dibujaba mejor, sino quién le ponía piso, pues no podía estar en el aire. El que hacía este dibujo quedaba entre unos de los que sí podrían ser aceptados. Y si le pedían que dibujase una persona bajo la lluvia sabía que tendría que ponerle un paraguas, pues no debía mojarse. Esto sería muy sencillo.

Se recostó en la pared y respiró profundamente. Lamentó el no haber tomado desayuno, pero como había estado tan emocionado decidió dejarlo para después. Y aunque pensó llevarse un pan en el bolsillo, sabía que esto no era correcto mientras esperaba una oferta de trabajo. Ya cuando ganase su sueldo podría ir a comer a los lugares que él quisiera. E incluso mejorar de restaurantes y dejar de a poco el plato llamado «siete colores» que consta de siete comidas distintas por un solo sol (plato típico de La Parada y que muchas veces degustó). No, esto no podría mencionarlo con la gente de este trabajo, este mundo era distinto. Es más, le daba mucha vergüenza decir que vivía en La Victoria, pero no tenía otro lugar más para dar como domicilio.

Una hora después, la cola se había triplicado. Muchos jóvenes habían llegado, algunos con vestimenta tan igual o mejor a la suya y otros muy mal vestidos que sabía que iban a ser depurados rápidamente. Fue en ese entonces que un hombre alto y con terno salió ante ellos y dijo que solo admitirían entrar a las primeras treinta personas que estaban en la cola. Se sintió feliz, pues sabía que si hubiera tardado media hora más, habría vuelto a su casa con la cabeza gacha y la humillación encima. Respiró profundamente mientras el conjunto de jóvenes sin suerte se dispersaba y el conjunto privilegiado entraba al grandioso centro comercial. Sí, ahora estaba más cerca. Tendría dinero, comodidades y saldría lo más rápido de Balconcillo. Lo mejor sería alquilarse un cuarto por San Miguel para poder estar más cerca de su trabajo y porque la zona le parecía extremadamente tranquila y atractiva.

Subieron hasta el segundo piso, observando las cosas que estaban al alcance de la mano. Observó mucha ropa, olió distintos aromas de perfumes, se deslumbró con tantos elementos tecnológicos y empezó a soñar que ya formaba parte de ese mundo. Cuando llegaron al segundo piso aún él conservaba esa sonrisa que era casi imborrable. Los treinta jóvenes se sentaron en cinco mesas. Le dieron, a cada uno, un papel y un lápiz. Un hombre con terno impecable y un bigote ridículo salió a recibirlos. Anunciaba que la corporación chilena les daba una cordial bienvenida y que ahora dependía de ellos si querían formar parte de dicho consorcio. Sonrió mucho cuando el de bigote ridículo dijo que tenían que dibujar una persona bajo la lluvia. Lo dibujó lo mejor que pudo y trazó un paraguas que cubría toda la cabeza de su personaje. Miró al compañero de al lado y alegremente observó que no había dibujado el paraguas. Un eliminado ¡qué bien! Observó al de su lado izquierdo y notó que éste sí había dibujado el paraguas, pero que ahora lo que le faltaba era piso. ¿Y qué crees?, que va a estar en el aire. Sabía que esto iba a ser sencillo y por ahora ya iban dos eliminados. Estaba seguro de que en las otras cuatro mesas habría más torpes. Colocó el brazo encima de su dibujo cuando el de su derecha intentó espiar. Ah no, eso sí que no. A copiarse al colegio, que en cuestión de chamba cada cual se juega su pellejo.

Diez minutos después el de bigote ridículo recogió las hojas. Les dijo que descansasen unos cuantos minutos, que observaría detenidamente los dibujos y que habría una depuración de aquellos que no pasasen el examen sicológico. En cuanto a los que sí aprobasen, tendrían que prepararse para el segundo examen el cual sería tomado en ese mismo momento. Pasaron quince minutos y el de bigote ridículo salió y anunció que las personas que llamase deberían pasar a la otra sala. En cuanto a los que no aprobaron, se les agradecía su visita y que en cualquier otro momento podrían volver a postular. Una forma muy amable de decir qué brutos que son, vayan a limpiar carros, carajo. Llamaron a tres personas, cuatro, cinco, pero ninguno de ellos era su nombre. Se puso un poco nervioso cuando ya eran siete. Respiró profundamente cuando la octava persona se levantó y se comió una uña cuando la novena fue llamada. Sin embargo, casi salta de felicidad cuando escuchó su nombre en la persona número diez. Claro, así debía de ser, era imposible que no aprobase. Caracho, por algo no le iba a poner piso y paraguas, ¿eh? Una persona más fue llamada y las 19 restantes se les dio una muy respetable patada en el culo y de vuelta a sus barriadas.

La segunda sala era más pequeña, pero no menos acogedora. Se sentaron los once que eran y el de bigote ridículo fue reemplazado por una mujer vestida elegantemente, pero con una cara de estreñida. ¡Qué rayos pasa aquí! ¿Es que todos los trabajadores tienen algo de anormal? La que tenía cara de estreñida les pasó un boletín y una hoja de respuesta. Dijo que en ese boletín había 133 preguntas y que tendrían que marcar entre 5 opciones: siempre, casi siempre, algunas veces, raras veces, nunca. Que contestasen con la verdad y no como quisieran ser o como que quisieran impresionar al que corrige esta prueba. Que habría preguntas que se repetirían, con distintas palabras, pero en síntesis serían iguales. Y que si alguien marcaba una respuesta distinta quería decir que había mentido y que la empresa no quería mentirosos así que tendrían que ser depurados, pues aún faltaba un tercer examen. Sabía algo también de este examen. Sabía que el truco estaba en marcar solo tres opciones. Si estaba de acuerdo tendría que marcar casi siempre. Si la pregunta era ambigua o polémica debía ser neutral, es decir, marcar algunas veces. Y si había que dar una negativa debía marcar raras veces. Sólo en caso extremo la respuesta sería siempre o nunca. Contestó lo mejor que pudo y le sorprendió algunas preguntas como ¿se siente acosado por una fuerza superior? O ¿ha pensado en el suicidio? Estas preguntas recibieron una gran tacha en el NUNCA. Pero también hubo una que le hizo titubear mucho: ¿se divierte en una fiesta de homosexuales? Sabía que si respondía siempre, podría ser catalogado de marica, pero que si respondía nunca, podría ser visto como homofóbico. Sin embargo, analizando la pregunta, supo que aquí había un truco y que muchos iban a colocar nunca. Por eso, y a pesar de su odio hacia los del sexo no definido, marcó la respuesta raras veces. Quince minutos después había terminado de marcar todas las respuestas y sonrió al notar que había sido el primero en acabar. Dejó la hoja de respuestas a un costado de la mesa y la cara de estreñida pasó cerca a él. Moviendo la cabeza le preguntó si había concluido, aunque no esperó respuesta, pues se llevó la hoja inmediatamente.

Minutos después, cada postulante había concluido. La cara de estreñida afirmó que tendrían que esperar alrededor de media hora, pues debían corregir todas las hojas de respuestas. Durante la espera, uno de los ejecutivos de ventas les iba a dar una charla acerca de la empresa, los negocios y sobre los tres nuevos integrantes que necesitaban para el local de San Miguel, los cuales tendrían una capacitación de una semana. Fue en ese momento que sintió un poco de temor. Se sentía muy seguro, pero no supo porqué un pequeño temblorcillo empezó a darle en la pierna izquierda. Ocho debían ser eliminados. No, no creo, yo he marcado todo bien, los otros serán los eliminados, yo no. Escuchó atento la charla y no bostezó como uno de los blanquiñosos enternados de la otra mesa. No, él era educado en esas situaciones. Además, le había emocionado eso de si eras bueno el sueldo subiría y que tendrían todos los beneficios laborales. Es decir, seguro, gratificación y por supuesto, vacaciones. Sí, era precisamente el tipo de trabajo que tanto había soñado. Media hora después la cara de estreñida salió y dio un discurso similar al que ya había dado el de bigote ridículo. Agradeció a todos, pero dijo que solo cinco habían pasado a la entrevista con el gerente. Que se les agradecía su participación y que podrían volver a presentarse para otro momento.

Fue llamado en tercer lugar, seguido del blanquiñoso y de un tipo que tenía un parche notorio en el bolsillo de su camisa. Los otros seis se fueron agradeciendo, pero sintiendo la humillación de haber recibido la misma patada que los otros, pero con mayor retraso. Los cinco restantes se quedaron mirándose unos a otros mientras una señorita muy bonita repartía vasos de gaseosas y unas galletitas. Supo que es esos casos lo más recomendable era coger una sola galleta aunque se moría de hambre por la falta de desayuno, sumado a que ya estaba cerca la hora del almuerzo. Por otro lado, el blanquiñoso cogió un puñado con gran desparpajo, en tanto que él masticaba lentamente su única galleta porque la fuente ya había sido llevada por la guapa señorita y estaba arrepintiéndose de no haber cogido una más.

Minutos después salió el joven que había dado la charla y dijo que pasarían uno por uno, pero que ninguno podría retirarse hasta saber los resultados finales. El gerente de ventas entrevistaría por un lapso de diez minutos a cada uno de ellos. Les aconsejó que se mostrasen lo más sinceros posibles seguido de un mucha suerte para todos. Sólo faltaba pasar esta tercera fase y eliminar a dos más. No, sus sueños no podían romperse, ya casi se había acostumbrado a ese estilo de vida mental que había creado. No, él tendría que pasar la entrevista. Además, sabía también algo de esto. Debía mostrarse seguro y no titubear con sus respuestas. Responder con énfasis, pero sin exageración ni conchudez. Sí, él sabría cómo salir de esto. Observó a sus cuatro adversarios, dos de los cuales serían ahora compañeros suyos, aunque aún no sabía exactamente quiénes. No, no quería que el blanquiñoso sea uno de sus compañeros. Le había caído antipatiquísimo desde el primer momento, tanto por el bostezo descarado, como por la frescura que tuvo al coger tantas galletas. No, claro que no, el gerente se daría cuenta de que ese muchacho no era el indicado para el trabajo ni mucho menos para interrelacionarse con tanta clientela selecta. Por lo tanto, ya estaba eliminado. Observó al otro, el del parche en el bolsillo de la camisa. ¿Pero cómo se le ocurría venir a ese tipejo en esas fachas? ¿Es que acaso no sabía en dónde estaba y con quién iba a hablar? No podía creer que haya pasado hasta esa última fase. Pero si bien su examen sicológico y sus respuestas sinceras lo habían salvado, era ahora su apariencia la que lo eliminaría. El gerente no permitiría que uno de sus futuros empleados se aventurase a venir de esa manera a su primer día. Claro que no, por lo tanto, ése también estaba descartado. ¿Quería decir, entonces, que los otros eran sus futuros compañeros de trabajo? Habría que observarlos también para ver si es que no tenían ninguna falla. Observó al que estaba próximo al de bolsillo parchado. Sí, era cierto, tenía elegancia, pues el terno que llevaba parecía estar en perfecto estado. Aunque de seguro era de algún familiar o amigo que se lo había dado para impresionar a los jefes. Sin embargo, este tipo también tenía un defecto y es que cómo se le va a ocurrir comerse las uñas en plena sala mientras se esperaba que el gerente llamase a cada uno de nosotros. Ah no, claro que no, si en situaciones como ésta se ponía así, entonces ¿cómo sería cuando estuviera atendiendo a un cliente que no hubiera quedado satisfecho? ¿Acaso iba a escapar corriendo o es que se iba a comer todititas las uñas frente a él? Al parecer éste también quedaría descartado. ¿Pero, entonces, sólo se quedarían con dos? La cara de estreñida había dicho que necesitaban a tres. ¿Es que elegirían al menos malo? Bueno, aún faltaba observar al último postulante.

Qué extraño, este parecía no tener ningún defecto. Es más, causaba admiración observarlo. Tenía una mano apoyada en el mentón y esto producía elegancia a su persona. Además, la vestimenta que llevaba era la adecuada para el momento. No, éste no era como los otros tres. Éste no estaba nervioso como para comerse las uñas. Éste no tenía ningún parche ni mucho menos era conchudo con sus ademanes. Éste era el compañero perfecto para trabajar.

Quien interrumpió sus pensamientos fue el joven que les dio la charla y llamó al primer entrevistado. ¡Pero qué suerte! El primero en pasar sería el joven que no tenía ningún defecto. Claro, él sí se llevaría de encuentro a todos los que estaban ahí, incluso llegó a pensar que hasta a él mismo. Sin embargo, cuando el joven se levantó casi suelta la carcajada general y es que este muchacho no podía mantener el equilibrio. Parecía que estaba caminando en zigzag. Chueco resultó éste, y pensar que causó mi admiración durante un buen rato. Aunque al parecer el gerente no lo entrevistaría caminando y tal vez no se percataría del defecto que tenía este sujeto. Lo más seguro es que pasaría esta prueba, pues aparenta ser el indicado. ¿O sea que nadie era apto para este trabajo? ¿Quería decir que él era el único que reunía todos los requisitos para poder trabajar en esta empresa? Pero qué fácil sería todo esto. Muy contento continuó armando sus proyectos. Se decía que cada mes juntaría la mitad de su sueldo, para más adelante poner un negocio, y que la otra mitad la utilizaría para poder vivir bien. Pensaba únicamente en salir de Balconcillo y no volver a La Victoria nunca más. Cambiaría de amistades y por qué no, más adelante tentaría algún estudio superior, luego de que haya puesto el negocio, claro está. Muy feliz vio que el de caminar chueco salía de la oficina del gerente y más chuequísimo que nunca se sentaba en el lugar de donde había salido. El segundo en ser llamado fue el blanquiñoso conchudo, el cual hizo que lo llamaran dos veces (¡pero qué fresco!). Se levantó con el mayor desgano para dirigirse a la oficina. Sin embargo, calculó el tiempo y notó que éste no había durado ni siete minutos. Seguramente el gerente se dio cuenta de la clase de sujeto que era y lo despachó rápidamente. El tercero en ser llamado fue el comelón de uñas, quien se levantó con su terno llamativo. Caminó lentamente, pero antes de entrar se rasgó el pequeño pedacito de uña que había faltado comerse y entró. Quería reír de felicidad, pero sabía que la apariencia era primordial en esta clase de trabajos. Contabilizó el tiempo y notó que éste se demoró más de doce minutos. De seguro se le ocurrió comerse las uñas de la otra mano antes de salir de la oficina del gerente. Segundos después en que salió el comelón de uñas, escuchó su nombre por toda la sala. Sí, en este momento aseguraría su futuro y sus sueños empezarían a cumplirse. Se levantó lentamente, caminó muy seguro de sí, antes de entrar observó a los cuatro sujetos sentados. Sonrió al notar que entre ellos sólo había perdedores, y entró.

La oficina del gerente no era grande, pero sí elegante y cómoda. Un hombre de tez blanca y con anteojos lo esperaba. Calculaba que debía bordear los cuarenta. Observaba algunas hojas y sin mirarlo le dijo que se sentase. Intentó no mostrarse nervioso y aunque no lo estaba sintió un pequeño cosquilleo en la mano izquierda. Se la sujetó fuertemente y esperó el bombardeo de preguntas. El gerente levantó la mirada y empezó a observarlo detenidamente. Al instante, le preguntó si había trabajado antes. Estuvo a punto de contestar que sí, que había trabajado en La Parada y en el Mercado de frutas. Pero se detuvo a tiempo, pues supo que estos no eran lugares que sirvieran como referencia para esta clase de trabajo, ni mucho menos garantizaría que podría quedarse con el puesto. Buscó en su memoria si es que existía un lugar que se emparente con la clase de trabajo que pensaba hacer de ahora en adelante, pero por más que lo intentó no pudo. La voz se le quebró y la seguridad se le fue escapando y afirmó que nunca antes había trabajado en su vida. El gerente escribía algunas cosas en sus hojas y preguntó que si no había trabajado antes era porque entonces estaba siguiendo algún estudio superior. Se sorprendió ante estas palabras y por más que volvió a buscar en su memoria algún recuerdo, aunque sabía que no existía, de algún estudio posterior a la secundaria, no halló ninguno. Quiso mentir, pero supo que le pedirían los papeles y documentos que confirmasen esto. Negó nuevamente, pero ya no con palabras, sino con la cabeza. El gerente preguntó entonces a qué se había estado dedicando. No supo qué responder y sólo dijo que ayudaba en la casa, pero que ya no quería ser una carga sino que quería aportar con dinero. El gerente levantó una ceja y preguntó si había tenido contacto con multitudes. Recordó a todos los cargadores del Mercado de frutas, a las caseritas que iban al mercado todos los días, a las fruteras que muchas veces le obsequiaban alguno que otro mango y al grupo del negro Martín. Supo que había encajado muy bien con la gente y que lo preferían por su amabilidad. Pero no se sintió seguro de decir esto, así que volvió a negar con la cabeza. El gerente escribió algunas cosas más en el texto, le hizo unas cuantas preguntas más de rutina y le dijo que esperase los resultados junto con los otros.

Salió de la oficina totalmente desmoralizado. Mientras se sentaba notó que el que tenía un parche en el bolsillo de la camisa fue llamado. Estuvo seguro de que a éste tampoco lo aceptarían, que lo que aquí querían era sólo gente de cualquier barrio, menos de los llamados «populares». No, aquí no querrían a uno de La Victoria, ni de Barrios Altos, ni del Rímac, ni de ninguno de los conos. Estuvo seguro de que quienes serían aceptados serían esos tres que estaban sentados, indiferentes ante los demás. Que ni él ni el que tenía un parche en la camisa entrarían a ese trabajo porque discriminaban a los pobres. Sabía que si decía que había trabajado en el Mercado de frutas se iban a asombrar y de seguro lo iban a calificar como un vulgar ladronzuelo. Quiso salir corriendo de ese lugar, pero no sabía por qué no lo hacía. Tal vez, aún conservaba una pequeña esperanza para este trabajo. ¿Qué le estarían preguntando al del parche en la camisa? ¿Lo estarían humillando porque vino tan mal vestido? Era increíble que ese conchudo blanquiñoso entrase a trabajar a este lugar. Le daba odio verlo casi echado en la silla, esperando, muy seguro, su aceptación a este trabajo. El comelón de uñas había apoyado su quijada en una mano, de seguro porque ya no le quedaba ni una uña más por comerse. El galán chueco se había cruzado de manos en la mesa y había apoyado la quijada. Todos esperaban que el del parche saliese para que acabase esta tortura. Pero entonces notó algo. Frente a él había una puerta de vidrio en la cual se reflejaba de cuerpo entero. Supo que a todos les había encontrado un defecto, pero que no se había percatado en los suyos. Notó que era evidente que la camisa que tenía puesta era extremadamente grande y que seguro los demás no se habían reído de él por guardar la compostura. Sintió vergüenza y quitó la mirada de aquella puerta y se apoyó en sus manos. No, ahora sí estaba seguro de que él y el del parche no serían los elegidos. Fue en ese momento que el del parche salió y se sentó junto a él. El joven que les había dado la charla dijo que lo esperasen unos minutos que saldría con los resultados y que los dos que serían eliminados no se sintiesen mal, pues habían llegado hasta una etapa muy importante. Y finalmente, que podrían volver a postular en otro momento y que de seguro esa vez sí ocuparían algún puesto de trabajo. En el momento que el joven se retiró, sintió mucha pena. Quería derramar algunas lágrimas, pues había soñado tanto y ahora lo estaban haciendo pisar tierra, pero a la vez sentía intriga por conocer al del parche. Lentamente volteó hacia él y le preguntó qué tal le había ido. El del parche un poco asombrado ante esta pregunta directa dudó un poco y sólo respondió que bien. De dónde vienes le dijo. El del parche respondió sin dudar un solo instante que vivía en Ventanilla. Esta respuesta le produjo asombro. Ventanilla estaba mucho más lejos que La Victoria y era un barrio más peligroso que el suyo. Sin embargo, no sintió ninguna vergüenza al decirlo, mientras que él jamás hubiera respondido ante ellos que era de La Victoria. Le preguntó si antes había trabajado y el del parche afirmó que sí, que antes había trabajado de cargador en el mercado Huamantanga de Puente Piedra y que además era «jalador», es decir, aquel que llama a las personas a voz en cuello para que suban a una determinada línea de ómnibus. Se asombró ante sus respuestas y preguntó por último si le había dicho al gerente esto que le estaba diciendo a él. Su respuesta fue un simple: «claro, ¿por qué no?». Ahora no tenía ninguna sola duda: ellos dos eran los eliminados. Pero éste había quedado en último lugar por no haber sabido cómo responder. Al parecer, nadie le había informado cómo actuar ante este tipo de entrevistas.

El joven que les había dado la charla salió y dijo que ya tenía los resultados y que volvía a agradecer a todos su participación. Luego procedió a nombrar a los que habían sido aceptados. Nombró en primer lugar al del parche. No, esto no era cierto, ¿cómo es posible? Si este tontuelo había dicho que provenía de Ventanilla y que había trabajado en un mercado que tenía nombre de cholo. No, seguramente estaban nombrando a los que no habían aprobado. Pero no fue así, pues el joven que les dio la charla lo hizo pasar adelante, hizo que recibiera un aplauso y que entrase a la oficina del gerente. Nombró en segundo lugar al galán chueco, quien sonriente se acercó hasta él, le estrechó la mano y entró chuequísimo a la oficina del gerente. Por último, y aquí tenía el corazón casi paralizado, nombró al comelón de uñas, quien apoyó sus manos en las sienes como si no creyese que había sido el elegido y agradeciendo al joven entró a la oficina. El joven se despidió de los que no habían alcanzado plaza para ese trabajo y entró siguiendo a los muchachos.

El blanquiñoso salió furioso y él, volviendo a observarse en la puerta de vidrio, salió detrás. Vio cómo el comercio había empezado en esa gran tienda. Cómo personas caminaban de un lado a otro y cómo jóvenes bonitas se iban probando todo tipo de ropa. Llegó a la salida de la tienda y cruzó la pista hacia la avenida La Marina. Buscó el único sol que tenía en el bolsillo y pensó que un poquito de sinceridad le hubiese servido para alcanzar lo que tanto deseó. Y ahora debía levantar la mano porque el carro que lo conduciría al barrio, del cual tanto se avergonzó, estaba a punto de pasarse.

Lima, 31 de diciembre de 2007

 

cuento Soñando en el aire

Lenin Solano

Lenin Solano Ambía. Estudió la carrera de Literatura y la maestría en Docencia en el Nivel Superior en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es magíster en Literatura Francesa titulado en la Universidad La Sorbona en donde actualmente sigue un doctorado en Literatura Latinoamericana. Fue invitado como ponente en el 2008 al Encuentro Nacional de Estudiantes de Literatura en Bucaramanga, Colombia. Es autor de los libros: Carta a una mujer ausente (2008), No les reces a los muertos (2011) y Cada hombre tiene un sueño (2012). En el 2012 fue elegido para formar parte de la antología titulada Media luna, compilada por el editor Santiago Risso. Tiene un espacio literario en Radio París Plurielle en donde comenta y promociona a autores latino-americanos. Ha presentado sus libros en Alemania, España y Colombia. Radica en París desde el 2009.

Contactar con el autor: leninsolano22 [at] gmail [dot] com 

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cámara fotográfica Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M.Martínez ©

 

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