reseña
del libro de poemas de
Camila Charry Noriega
U
n buen libro es siempre una puerta: toda página nos conduce a otros libros, autores, recuerdos, épocas o ciudades.
Ya desde sus primeras poesías, El sol y la carne me regresó a mis nueve años, cuando viajé junto a mis padres a Italia, para que mi papá se reencontrara con su hermano Guerino tras décadas de ausencia.
Una madrugada, a poco de llegar, me despertó un sonido de voces. Dejé mi habitación y recorrí un largo pasillo. Las voces, que provenían de la biblioteca, eran las de mi padre y mi tío. Me asomé evitando hacer ruido. Allí estaban los dos hermanos entre libros, viejos álbumes de fotos y botellas de vino, recordando al borde del llanto anécdotas de su niñez durante la guerra. La pálida lámpara que los alumbraba les daba un aire atemporal: no parecían dos hombres de setenta años sino un par de adolescentes cometiendo una travesura a espaldas del mundo. Me ajusté el pijama, avancé un paso y les pregunté qué hacían. Pese a que los sorprendió mi presencia, tío Guerino me invitó a sentarme a su lado para escuchar a papá que recitaba los poemas de un polvoriento libro de Giuseppe Ungaretti: El puerto sepultado. Minutos después, recuerdo haberles preguntado por qué leían con tanta emoción aquellos versos tan cargados de dolor y muerte. Se miraron entre ellos y fue mi padre quien respondió: «Porque hay un sola manera de superar la muerte: alumbrándola».
Soy de los que creen que existe un lazo invisible que une a los grandes escritores más allá de cualquier época y geografía. Charry Noriega se vale de cada verso de El sol y la carne para dialogar cara a cara con aquel poeta nacido en el siglo XIX que conmovió a mi padre cuando yo era apenas un niño. Logra señalar, denunciar —y alumbrar— la violenta oscuridad de su tierra así como Alberti y León Felipe se atrevieron a hacerlo en la España de plomo. Tiene el valiente desparpajo de plantársele y reclamarle a Dios como aquel Serrat que en los 70’ recitaba: «… pero Padre déjese usted de llorar, que nos han declarado la guerra».
Bien lo señala Eduardo Chirinos en el magnífico prólogo de El sol y la carne: sus poemas son una herida abierta de la que mana el dolor más acendrado. Sin embargo, sus versos no solo auscultan a los ignorados de siempre, a ese mundo subterráneo atestado de desterrados, cadáveres hediondos y perros hambrientos; en sus versos Charry Noriega también encuentra espacio para el sosiego, cierra los ojos para observar bien dentro de sí misma y se pregunta cuál es su lugar entre tanta barbarie:
Escribo
desde la desgarradura de la tarde
cuando el último pájaro
trina en una rama
mientras lo imagino.
Si es verdad que todo buen libro tiene un mandato, El sol y la carne cumple con el suyo: recordarle al lector desprevenido que la poesía también es capaz de revelar y echar luz al horror que nos rodea. A fin de cuentas, quien quiera estudiar y juzgar —y por qué no, también comprender— a una nación entera decidida a ahogarse en un baño de sangre, encontrará más respuestas en la cruel y bella poesía de El sol y la carne que en cualquier ensayo político o libro de historia.
Y si es cierto que todo poeta tiene un destino, Camila Charry Noriega también cumple con creces el suyo: dejarse enredar en el lazo que une a Ungaretti, Felipe, Alberti y algunos pocos privilegiados capaces de vencer al espacio y al tiempo con la sola empuñadura de su palabra.
Pablo Di Marco
Buenos Aires, abril de 2015
Algunos poemas del libro
(seleccionados por la autora)
Anatema
Flotaban en el río
los cadáveres de varias vacas jóvenes.
Tras unos arbustos
y estremecido por el agua
que en medio de la muerte se movía
un becerro apareció.
Gemía y corría tras la corriente
para alcanzar el fango
que ya vencía los cuerpos.
Desesperado
sin entender los caprichos de Dios
y el tajo de desdicha
que le había tocado
a la tarde bramaba
y a su paso
un hilo brillante de sangre iba dejando.
Corría entre las ramas
herido y triste.
Lejos, en la sabana,
aún el galope de los caballos
fustigados por el grito de los asesinos
rondaba las montañas;
eco de batalla que se sostuvo toda la noche
aunque ya no hubiese
hombres ni vacas
con quienes festejar esta matanza.
Bojayá
Les trozaron las manos
y en el pellejo de otros muertos, los labios les hundieron.
Para comer
después de tres días
les llevaron las tripas de sus perros.
Detrás de los árboles
unos cerdos esperaba las sobras
las falanges
los tendones quemados
que aún temblaban
pues las balas
dentro de estos pedazos de cuerpo,
de mundo,
seguían calientes y sacudían la piel partida
por el plomo final.
Entre la red el pez aguarda,
estaca la red que impide su huir.
Agua y pez socavan el hueco del tejido
en un bello intento de fuga.
Perpetuidad su vuelo entre la nube de mar que lo consume.
El pez reconoce pronto en la entraña del agua
el espejo que lo reclama;
bebe su instante de verdad
sin alegría.
Vuelve del otro lado de la red cocido.
Igual los hombres acá,
regresan del otro de la calle
cocidos, su hambre intacta.
El Aro
Rodaban por la montaña
eran un solo río
que atrás dejaba
la carne flagelada de sus padres.
Como un río eran una sola herida
que vagaría por las ciudades
hasta la época de la ceniza.
Un río que florecía como un largo puñal eran.
Traían en las manos
amados
afilados huesos
armas o amuletos
tallados con el brillo de los dientes
por si la sombra los volvía a encontrar
ahora huérfanos,
curtidos.
Se acostumbra el cuerpo a ser muñón
y desea de lo perdido su verdad, su belleza fulminante.
Se hace más presente el deseo que el muñón,
su latencia de carne mutilada.
Esta cruel servidumbre:
descreer del hombre,
para otros,
esperar al Buitre
dios, de todos,
el domador más cruel,
negrura del pan
el otro continente, el muñón que palpita
atado al cuerpo roto.
Una palabra en llamas para el hambre de este mundo.
Un escupitajo contra el andén caliente.
El pan que en las manos del que espera
se descompone,
hiede.
La palabra ha muerto,
sin ella
¿Cómo nombrar a Dios?
En el silencio,
en la ausencia de palabra
el mundo flota como una idea
ensombrecida, virtuosa
y también Dios,
su lenguaje hecho de capricho humano
de humana incertidumbre.
Ahora, cuando no hay palabra
cuando el lenguaje abandona
su servidumbre,
su súplica, aún digo:
—Dios, sálvame de tu furia, dame luz y sed
protégeme de mí misma,
aunque sea haz que en mí las palabras digan algo
traigan algo
revelen alguna verdad
si es que acaso existes—.
Camila Charry Noriega. Es profesional en estudios literarios y profesora de literatura. Ha publicado los libros Detrás de la bruma (Común presencia editores, Bogotá, Colombia), El día de hoy (Garcín editores, Duitama, Colombia), Otros ojos (Elángel editor, Quito, Ecuador) y El sol y la carne (Ediciones Torremozas, Madrid, España), aquí reseñado. Ha participado en diversos encuentros de poesía en Europa y América. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés y rumano.
✉ Contactar con la autora: camilacharry [at] hotmail [dot] com
📕 El sol y la carne – Ediciones Torremozas (2015), ISBN: 978-84-7839-592-7
🖼️ Ilustración: Portada del poemario, remitida por la autora; © de sus autores.
Revista Almiar – n.º 81 | julio-agosto de 2015 – 👨💻 PmmC – MARGEN CERO™