relato por
Lenin Solano Ambía

 

E

scuchas el sonido de unas monedas que caen en tu vaso de limosnas. Observas al hombre que te da una mirada sorprendida y luego continúa su camino. Hace mucho frío. El invierno parisino es muy cruel con los mendigos y mucho más con los niños. Te abrigas con los pequeños retazos que algún alma caritativa te regaló el invierno anterior. Nunca conociste tanto frío, pues nunca habías dormido en la calle, pero ya llevabas un año y un poco más instalado en el mismo lugar.

Un grupo de niños pasan y te señalan. Algunos sonríen y otros te miran con desprecio y asco. Tú solo te acurrucas en tu rincón de siempre y bajas la mirada. Siempre es así, muchas veces puede ser curiosidad, burla, asco o desprecio. Pero ya estás acostumbrado. Ese rostro que llevas te lo dio la naturaleza, quizás por error o venganza, y no puedes cambiarlo, por más que quisieras. Todo es normal en ti, salvo tu boca. El defecto es notorio, pues tus labios llegan casi hasta tus orejas. Siempre quisiste saber cuánta distancia había entre tus orejas y labios y notaste que del lado derecho había poco más que tu pequeña pulgada y del izquierdo, poco menos que una. Ni siquiera en el defecto podías tener simetría. Pero no es eso lo peor, sino que tu boca siempre está abierta, como si una parálisis te hubiera dejado en ese estado y por eso tus dientes se notan en su totalidad. Aunque ahora se te han caído dos de la parte inferior. Pareciese que siempre estuvieses sonriendo, como si la vida te hubiera dado esa sonrisa falsa para burlarse a cada momento de tu miseria. Hoy no puedes evitar sonreír, aunque sabes que esa no es tu verdadera sonrisa. Tal vez nunca le hayas sonreído realmente a la gente, pero ahora todos te llaman l’enfant toujours souriant (el niño que siempre sonríe). No sabes qué es lo que quiere decir esa frase, pero estás seguro de que tiene que ver con tu sonrisa. Sin embargo, hace un año todo era distinto.

Vivías con mamá en no sabes dónde. Nunca salías y por eso nunca pudiste saber cómo se llamaba ese minúsculo lugar que siempre tenía desperdicios por todos lados. Era el trabajo de papá, pues siempre se metía en la basura a buscar cosas. A pesar de los comentarios de la gente, mamá te protegía y trataba de no sacarte a la calle, pero el problema era papá. El no quería a un «monstruo» (siempre te llamó así) como hijo. Eras su vergüenza y siempre quiso deshacerse de ti. Pero mamá luchaba contra eso y muchas veces tuvo que soportar unas terribles palizas a causa de tu fealdad. Mamá no estaba dispuesta a que papá te hiciese nada, ella daba la vida por ti. Siempre le decía que esa sonrisa que llevabas era una bendición de Dios, pues les hacía recordar que a pesar de la miseria en la que vivían, siempre tenían que sonreír. Pero papá no se tragaba esa explicación tan idiota. Siempre te miraba con odio y tú le tenías mucho miedo. Hasta que llegó el día en que mamá tuvo que ausentarse porque una señora le dijo que quería que le limpiase la casa y que le pagaría treinta euros por el trabajo. Eso era mucho dinero para ella y mamá no podía desaprovechar la oportunidad. Pero no sabía qué hacer contigo, pues no había nadie en casa y si te llevaba consigo, la señora que le había ofrecido el trabajo podría espantarse y no pagarle absolutamente nada. Mamá te dejó con mucho temor e incluso parecía que presentía que no te volvería a ver más. Fue muy enfática al decirte que si venía papá te escondieses bajo la cama y no salieses por nada hasta que ella llegase. Te abrazó muy fuerte y te dijo que ya estabas grande, que a pesar de tener seis años ya eras todo un hombrecito. Luego te llenó de besos, a ella no le importaba tener que toparse con tus dientes. Te quería muchísimo.

Te quedaste ahí, solo y temeroso. Pero no le dijiste nada, pues sabías que el dinero que ganaría era muy importante para ella. Por eso te hiciste el valiente y recordaste sus palabras. Te sentaste en la cama, rogando que el tiempo pase lo más rápido posible, pero sobre todo rogando para que mamá llegase antes que papá. Pero al parecer tus ruegos no fueron suficientes. La puerta fue abierta y no te dio tiempo para esconderte. A pesar de eso lo intentaste. Te tiraste al suelo e intentaste meterte bajo la cama, pero fue demasiado tarde. Papá te agarró de un pie y te sacó de un tirón. No te dijo nada. Tú temblabas pensando que te iba a golpear o incluso a matar, pero no hizo ni una cosa ni la otra. No te preguntó nada, ni siquiera te miró. Simplemente te dejó sentado en la cama y fue a beber las dos latas de cerveza que tenía escondidas en un rincón del cuarto. Una vez que las terminó, se levantó y tú diste un sobresalto por el miedo de verlo acercarse. Te dijo que darían un paseo y nunca creíste en sus palabras, pero no te quedaba otra cosa sino obedecer. Nunca habías salido a la calle. Veías mucha gente que te miraba con desconcierto, sorpresa, asco y burla, tan igual como sucede ahora. Papá ignoró todas esas miradas. Te cogió del brazo con violencia y no te soltó incluso cuando descendían por unas escaleras por donde mucha gente también descendía. No sabías a dónde iban ni en dónde estaban. Te daba mucho miedo porque el túnel era largo y sólo recordabas haber visto una gran letra «M» en la entrada. Finalmente llegaron a un lugar en donde había gente esperando quién sabe qué. Lo más asombroso era que no entendías nada de lo que hablaban. No se parecía absolutamente en nada a como papá y mamá hablaban en casa, parecía que esta gente había inventado un nuevo idioma. Pero no le preguntaste nada a papá, te daba miedo hacerlo. De un momento a otro la sorpresa fue terrible. Viste cómo una especie de gusano grande se paraba delante de todos y cómo mucha gente salía y otros, muy apresurados, entraban en él. Papá te dio un jalón para entrar en el gusano eléctrico y temblaste al hacerlo. ¿Es que acaso papá te había llevado para que ese enorme gusano eléctrico te comiese? ¿Era tan desalmado papá que incluso se sacrificaría él mismo siendo devorado por el gusano con tal de deshacerse de ti? Pero el gusano no hacía daño, solo se movía muy rápido y tú casi te caíste cuando empezó a moverse. La gente te seguía mirando, pero tú no entendías exactamente por qué. Papá te hizo subir a cuatro gusanos eléctricos más que avanzaban por un camino de fierro. Cuando finalmente el último gusano se detuvo, viste cómo todos bajaron menos papá. Cuando ya todos habían descendido, papá te cogió de la mano y también descendió. Por primera vez, en más de una hora, se dirigió directamente a ti. Te dijo que habían venido a recoger a mamá. Te pidió que te sentases mientras él venía con mamá y por primera vez en tu vida te dio un caramelo de regalo. Obedeciste porque estabas asombrado ante la actitud tan buena que papá había mostrado contigo. Esperaste mientras observabas el lugar y veías cómo los demás te observaban mientras pasaban. No entendías qué era lo que tanto te miraban hasta que te reflejaste en una de las puertas del gran gusano que había llegado trayendo más personas. Fue impactante toparte con ese rostro. Tú mismo te asustaste y ahora entendías por qué todos sentían la necesidad de voltear a mirarte. Observaste a cada una de las personas que pasaban por ahí y ninguna tenía una cara como la tuya. Es más, cuando veías que sonreían, ni siquiera eso se asemejaba a tu rostro. Tal vez por eso papá siempre te llamaba «monstruo» y tal vez por eso mamá nunca te sacaba a la calle. Continuaste mirando el lugar y viste que se llamaba Station Villejuif Louis Aragón. Papá se estaba tardando mucho, pues habías empezado a sentir hambre y ese caramelo no había sido suficiente. Cuando empezó a oscurecer tuviste miedo y solo ahí comprendiste que papá no iba a volver y que mucho menos había ido a buscar a mamá. Te acercaste a un joven de cabellos rubios, tomaste valor y decidiste preguntar:

―Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy?

El joven te miró con sorpresa y temor. Te ignoró y se alejó de ti.

Te sentiste desamparado, pero sabías que no podías quedarte allí. Decidiste acercarte a una señora muy morena y lanzaste tu misma pregunta.

―Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy?

—Quoi? Qu’est-ce que tu dis? (¿Qué? ¿Qué dices?).

No comprendiste qué es lo que te había dicho esa mujer. ¿Por qué a todo el mundo le había dado por hablar de otra manera? ¿O es que mamá y papá eran seres extraños que no hablaban como todo el mundo?

Te alejaste desconsolado y le hiciste la misma pregunta a un hombre calvo que estaba cerca a la escalera. Solo que esta vez pronunciaste la frase con lentitud, para hacerte entender.

―Disculpe, ¿podría decirme dónde estoy?

La mirada de repugnancia fue la misma. Te tiró una moneda y se alejó. A partir de esa noche, tu nueva vida comenzó. Subiste al gran gusano y luego tomaste tres más, pensando que de esa manera llegarías a casa, pero no fue así. No sabías en dónde estabas, ni tampoco entendías lo que decía la gente. Solo te pusiste a llorar en un rincón de la cuarta estación en la que descendiste, pero ni siquiera así te hicieron caso. Viste que ya no había personas ni que más grandes gusanos venían. Te acurrucaste en una de las bancas de aquella estación y te quedaste dormido, ahogado en lágrimas. Al día siguiente decidiste tomar más gusanos, pero tenías hambre y ya no podías continuar con ese juego. Decidiste salir de ese túnel y llegaste a la calle de la cual nunca te fuiste: rue Saint Michel. Decidiste hacer de ese lugar, tu nuevo hogar. Te instalaste en una esquina y solo te quedó pedir limosna y recibir algunos alimentos que la gente te daba por caridad. Tuviste suerte de que papá haya sido tan bueno de abandonarte en verano porque sino hubieras muerto esa misma noche. Poco a poco fuiste consiguiendo retazos de ropa y los guardianes te dejaban dormir en el túnel por donde salía el gran gusano eléctrico.

Hoy sabes que ese lugar se llama «metro», sabes que has cumplido siete años, aunque no sabes qué día exactamente. Sobreviviste al horrible invierno y no te enfermaste a pesar de que muchas tardes la lluvia te empapó y tuviste que dormir así. Pero nunca más volviste a hablar con nadie. Nunca pudiste aprender esa enrevesada lengua que hablaba la gente de por aquí. Solo te acostumbraste a hacer señas, a que la gente te mirase con asco y a que te regalase algo por caridad. Duermes en la misma estación de metro llamada Cluny La Sorbonne, todas las noches, es por eso que ya te has hecho conocido. Todos te llaman l’enfant toujours souriant. Estás casi seguro de que tiene que ver con tu larga sonrisa, la cual no tiene absolutamente nada de feliz.

Siempre te preguntaste qué habría sido de mamá. Seguramente habría sufrido mucho, pero en parte te sentías bien, pues ahora ya no serías una carga para ella. Ahora mamá podría trabajar tranquilamente y ya no debía estar siempre en casa evitando que papá te hiciese algo.

―Salut mon petit. (Hola pequeño).

¿Qué? No entiendes absolutamente nada y te sorprende escuchar palabras tan cercanas. Levantas la mirada y ves a una linda señorita de ojitos chinos que te sonríe.

―Comment tu t’appelles? (¿Cómo te llamas?).

Te sientes feliz, pues es la primera vez que alguien te habla con tanta amabilidad. Quieres decirle muchas cosas, quieres entenderla, pero no sabes lo que está diciendo.

―Hola…amiga…

―Je m’appelle Sa Sa, et toi? Est-ce que tu sais parler français? (Me llamo Sa Sa y tú. ¿Sabes hablar francés?).

Parler, esa palabra la has escuchado muchas veces y sabes que la gente lo dice cuando se refiere a hablar. ¿Qué es lo que te ha preguntado? No quieres que se vaya, quieres que siga hablando contigo, pero sabes que si no puede entenderte, ella se irá.

―Hola, amiga. Yo sé que parler es hablar, pero no sé cómo decirte que yo no parler lo que tú hablas.

―Je ne te comprends rien mon petit. Mais je crois que tu parles espagnol. Tu as faim? (No te entiendo nada, pequeño. Pero creo que tú hablas español. ¿Tienes hambre?).

¿Qué? ¡Qué es lo que estás diciendo, por favor!

Notas que ella saca una manzana y que te la entrega con dulzura.

―Gracias.

―De nada.

No puede ser, ella te habló en tu lengua. Entonces, ella sí podría entenderte. Tal vez podrías explicarle todo lo que te sucedió. Decidiste preguntárselo muy lentamente.

―¿Tú… hablas… mi… idioma?

Pardon mon petit, mais je ne comprends rien de ta langue. Je sais que tu parles espagnol et la seule phrase que je connais c’est «de nada». Avant j’avais un ami qui venait du Pérou. (Perdona pequeño, pero no entiendo nada de tu idioma. Yo sé que tú hablas español y la única frase que conozco es «de nada». Antes yo tenía un amigo que venía de Perú).

No, al parecer has comprendido mal o solo ha querido burlarse de ti. Ves que se levanta y se aleja unos cuantos pasos. Tal vez nunca más nadie vuelva a dirigirte la palabra como ella lo hizo. Pero ves que se detiene y te extiende una mano.

―Je travaille pour une organisation d’aide social. Est-ce que tu veux venir avec moi? (Trabajo para una organización de ayuda social. ¿Quieres venir conmigo?).

No sabes qué es lo que está diciendo, pero el gesto de estirarte la mano te produce felicidad. Te levantas y no le das la mano, solo te paras junto a ella.

Je te fais peur? Ne t’inquiète pas. Viens avec moi. (¿Te doy miedo? No te preocupes. Ven conmigo).

Ves cómo ella camina delante de ti y cada cierto tiempo te va haciendo gestos para que la sigas. Decides hacerlo y confías en esa adorable chinita y sientes que lo único que quiere es ayudarte. Te aproximas más hacia ella y la vas siguiendo. Pero te distraes en uno de los puestos de periódicos, pues hay una imagen de Asterix que llama tu atención. Aquel comic es muy famoso aquí, lo has visto en repetidas ocasiones en escaparates o a personas llevándolo bajo el brazo y a ti te gustan mucho sus dibujos y sus colores. De repente te asustas, pues por haberte distraído no sabes dónde está la bonita muchacha. Empiezas a buscarla con temor y miras por todos los alrededores. Pero te tranquilizas al ver que está al otro lado de la pista y que ha volteado para verte. Decides darle el alcance lo más rápido posible, pero ves que en su rostro hay una expresión de temor. ¿Será por tu sonrisa?

―Fais attention mon petit!… (¡Ten cuidado pequeño!).

Solo sientes el fuerte golpe y luego te sientes volar. Caes pesadamente y el dolor es insoportable. No puedes levantarte y notas que algunos de tus dientes se han caído. Sientes que las fuerzas te abandonan y luego ves a la linda muchacha que se acerca entre gritos y sollozos, mientras un grupo va rodeándola. Se abalanza hacia ti y te abraza mientras sus lágrimas van cayendo por tu rostro. A pesar del dolor, te sientes feliz, pues es la primera vez que te sientes querido por alguien que no fuese mamá. La miras e intentas decirle que no se sienta triste, pero las palabras no salen de tus labios. No quieres que llore, pues tú te sientes dichoso. Solo quieres que te mire una vez más, pues le estás sonriendo y quieres que ella vea la diferencia y que sepa que esa sonrisa es verdadera y se la estás regalando solo a ella. Tus ojos se topan con los suyos. Te sientes muy contento, pues sabes que ella ha podido recibir esa sonrisa que solamente mamá conocía. Le aprietas un dedo y luego sientes el cuerpo muy pesado y te dejas llevar por la paz que vas sintiendo aquella fría tarde de otoño parisino.


París, 11 de noviembre de 2009

 

separador relato L’enfant toujours souriant

Lenin Solano Ambía

Lenin Solano Ambía. Estudió la carrera de Literatura y la maestría en Docencia en el Nivel Superior en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es magíster en Literatura Francesa titulado en la Universidad La Sorbona en donde actualmente sigue un doctorado en Literatura Latinoamericana. Fue invitado como ponente en el 2008 al Encuentro Nacional de Estudiantes de Literatura en Bucaramanga – Colombia. Es autor de los libros: Carta a una mujer ausente (2008), No les reces a los muertos (2011) y Cada hombre tiene un sueño (2012). En el 2012 fue elegido para formar parte de la antología titulada Media luna, compilada por el editor Santiago Risso. Ha presentado sus libros en Colombia, Alemania, España y Holanda. Radica en París desde el 2009. En la actualidad tiene un espacio literario en Radio Stereo Villa y se dedica al periodismo cultural y a la entrevista de escritores peruanos.

Contactar con el autor: leninsolano22[at]gmail [dot] com

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🖼️  Ilustración relato: The Beginnings of a Smile (1921), Paul Klee [Public domain or Public domain], via Wikimedia Commons

 

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Revista Almiarn.º 72 | enero-febrero de 2014MARGEN CERO™

 

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