relato por
Sandra Olguin

S

alvaje noche brillante se abre ante los ojos de nuestro Aquiles. La Ciudad es naranja y blanco, verde y blanco, escaleras mojadas sin el borde de caucho que hace que la gente que baja corriendo no se resbale. El Distrito es andén del metro Ermita, cinco treinta y nueve a.m. Con el Fulano viene Aquiles caliente sobre sus pies de pluma, salió de su cuarto de azotea buscando olvido, echando chispas por ojos y orejas, pensando en reventar, sangrar y hacer desaparecer. Lleva insoportables los pensamientos en la cabeza, tanto polvo lleva en el cerebro, que apenas ve a la chiapaneca saltar hacia ellos y ya quiere matarla. Es Pentesilea la reina Amatenanga, que prometió venganza al viejo Príamo por la muerte de Héctor a manos de Aquiles. Ya había oído de aquel maldito, y lo que pasó en el mercado fue el motivo que le faltaba a la reina para decidirse a actuar. Tres noches lleva cazando a ese maldito, esperándolo, tensa hasta las puntas de los dedos, y ahora que lo tiene en frente le brinca encima sin siquiera jalar aire. Lleva bien puesto el casco de su tribu, una gorra blanca de trailera, y manotea y grita promesas de venganza al asesino que de inmediato acepta el duelo.

«Éntrale reinita, aquí está tu pareja para bailar», escupe Aquiles y ya la abraza con la mano izquierda y con la derecha le pega lo que corresponde. Palpita el torso duro con cada golpe y ella se queja y gruñe hacia dentro, muerde su propio pelo negro y lacio que se le metió a la boca con el primer grito. Se jalonea e intenta soltarse del abrazo de peste y golpes que el otro le propina, pero nada logra, hasta que la suelta por fin Aquiles, con sus pies todavía bailando, y la empuja contra el suelo sucio del andén.

Cae de espaldas Pentesilea con la gorra aún puesta de tan apretada que la lleva, sudando toda su melena negra, temblando hasta la sangre. Se levanta y corre con la mitad de sus fuerzas hacia las piernas de su oponente y con los dos brazos las rodea, quiere tirarlo hacia atrás. Pero las piernas ágiles de aquél tienen más fuerza que toda la reina junta, ella que ya no aguanta las lágrimas y suda dolor, ella que ya se está arrepintiendo, ella que ya está hincada. Prefiriendo cualquier cosa antes que morir en ese andén pegajoso, muerde tan fuerte como sus dientecitos de jaguar le permiten, atraviesa el pantalón sucio e hiere la carne fría de la pierna de Aquiles, que siente el mordisco y suelta un golpe con la mano abierta sobre la cabeza de la líder Amatenanga y le tira la gorra al suelo. Saca el cuchillo que lleva escondido en la manga mojada de sudor y con profesional movimiento lo hunde en el costado ya dolorido de la reina que se intentaba poner de pie. Sale la navaja tibia y negra con la sangre de Pentesilea, que inhala como el que sale del mar revuelto después de que las olas lo confundieron. Se le aflojan las rodillas a medio camino y se rinde silenciosa sobre la loseta gris. La rodea el buitre Aquiles, respirando despacio sobre sus pies que flotan, para encontrar con su cuchillo la carne suave del regio vientre moreno. Se hunde y sale y se hunde y sale hasta que no hay carne del vientre de Pentesilea que el cuchillo sediento no conozca.

«¿Nomás con eso? ¿Ya tan rápido te cansaste?», se burla el bruto asesino y se burla solo. La boca de Pentesilea, tan roja antes y tan gris ahora, exhala por última vez su aire. Se cierra el ciclo que comenzó hace diecisiete años, cuando inhaló la reina por primera vez en la clínica xxiii del imss, en El Pacayal.

Entonces Aquiles, viendo terminado el asunto, limpia su cansado cuchillo sobre la parte del pantalón que cubre su muslo derecho y lo guarda de nuevo en su escondite. Escucha al Fulano detrás de él, riendo en silencio, y se acomoda los pantalones que la muerta abrazó en su último esfuerzo de combate. Toca con dos dedos de la mano izquierda la parte de la ingle donde un colmillo de la Amatenanga logró penetrar, pero no revisa la herida que ya punza. Sorbe los mocos que guarda en la nariz junto con el residuo normal de polvo blanco y baja en cuclillas para ver de cerca a la reina muerta, el rostro escondido entre sus largas greñas negras. No cede el impulso fiero que levantó al terrible Aquiles de su cama esa tarde, los brazos todavía le exigen, las piernas claman, quieren seguir dándole. Sorbe la nariz otra vez y aparta los mechones sudados para descubrir la cara de Pentesilea: un cuchillazo interno le separa entonces los huesos del tórax, le raja un ardor la bolsa del estómago desde el ombligo, partiendo el corazón y la garganta, ahogándolo y subiendo hasta la punta de su nariz, dejándolo como canal de cerdo colgando en rastro urbano. La sangre vacía las extremidades y se le junta toda en el pecho, corre helada de regreso al corazón. La boca se le voltea en una mueca y los ojos se le calientan hasta hervir en lágrimas. Quién era esta a la que tan rápido asesinó, quién era esta diosa, a quién hizo caer con tan poca razón y tantos insultos…

Era Pentesilea, reina Amatenanga, líder de una tribu de guerrilleras feroces, equiparables con cualquier banda varonil, de un pueblito fronterizo en Chiapas. Vino al Distrito para ayudar a su abuela Hipólita, Amatenanga de origen también. Su rostro era la vida misma repartida con derroche en curvas magníficas de piel tersa y morena. Los ojos todavía abiertos eran miel tibia esperando a derretirse en un fondo de leche caliente, lagos envueltos en leves párpados de jaguar. Dos gruesas cejas negras los coronaban, delineadas en armonía con el crecimiento de la nariz fuerte que, como el talle de la mujer que la portaba, se adelgazaba en el centro y recuperaba hacia abajo la anchura redonda y espléndida. El descanso entre la nariz y la boca gorda y rosa formaba una eme mística y monarca, en las fronteras de la boca y las mejillas se formaban dos pocitos tímidos con la voluptuosidad de las mejillas que brillaban todavía rosas con la emoción del último combate. El cuello bajaba delicioso hacia el pecho profundo que se antojaba virgen al vulgar asesino, después el torso largo y delgado, el vientre y los muslos; el sueño de algún dios prehispánico. Era el cuerpo de un jaguar encarnado en mujer, destruido por las manos sucias que ahora descansan impotentes, tan cerca de ella. La incredulidad revienta los oídos de Aquiles y le salta los ojos, que se quieren salir hacia el rostro de la víctima ahora venerada.

Toma Aquiles a Pentesilea en un segundo abrazo ¡tan diferente del primero! y levanta su cabeza de reina, que ya se enfría, para que descanse sobre sus piernas de luchador. El Fulano, revuelto aún en la risita nerviosa de cada victoria ajena –y nunca propia– advierte lo que sucede e imagina un sadismo nunca antes experimentado. Saliva, parpadea, repasa los labios secos con su lengua delgada y pregunta.

«¿Ora qué le vamos a hacer?».

Aquiles no oye ni ve, no siente más que el calor que deja al cuerpo de Pentesilea, su reina, amada diez veces, diez veces de aquí a la Luna, de aquí a la Luna, de aquí a la Luna, de aquí a la Lu–. «¿Qué le vamos a hacer? ¿Nos la vamos a llevar?», interrumpe el rebuzne del Fulano y con una mano jala el cuello de la chamarra de Aquiles. El asesino no reacciona, confunde el contacto de su compinche con los primeros latigazos de la locura que se deja venir con toda su crueldad.

«¡Wey!», insiste y ya no se ríe el Fulano. Ahora se ofende porque se da cuenta de la intimidad que está rompiendo, intimidad recién creada entre cadáver y asesino. Confundido y urgido para la fuga –pues ya se atreven las primeras marchantas a aparecerse a lo lejos de la escena, envueltas en sus mandiles blancos y verdes y azules– propina el Fulano adecuado y sonoro sape en la cabeza de Aquiles. Entonces resurge de pronto el antiguo héroe de entre las brumas de su nueva enfermedad y voltea para mirar al Fulano, Agrio odiado desde siempre.

Los ojos incontrolables brillan con el frenesí de obtener cierta venganza necia ante el crimen cometido por propia mano.

—¿Qué dices, pendejo? —se levanta empezando uno más de sus pasos de baile, apartándose tan solo en unos centímetros del cuerpo de su reina caída—. ¿Qué quieres? —la mano derecha busca algo entre el resorte de la chamarra y la carne de la mano izquierda.

—Perdóname, Aquiles, perdón. Estabas ido, no me contestabas —se agacha y habla para dentro, se hace para atrás el cobarde Fulano—. ¿Nos podemos ir?

—¿Nos podemos ir? —repite con los ojos botados el bailarín,  la  mano  derecha  ya  toca  la  navaja—.  Llégale, Fulano —se despide y sostiene la cabeza con los pelos duros de gel y acaricia con su herramienta la piel del cuello tilico del Fulano.

Cae este con ruido sordo ante el inesperado abrazo del que había sido tantas veces testigo, le brotan por dos bocas chorros gordos de sangre caliente. Vivo todavía sobre el suelo frío del andén, no se atreve a subir las manos para sentir la herida definitiva; incluso en los últimos segundos tiene miedo del horrendo Aquiles, que sin dedicarle una sola mirada regresa a su puesto y acaricia con manos calientes el rostro de Pentesilea, que exhala vida y aun así aumenta en hermosura con cada nueva luz del Distrito que amanece.

Permanece ahí sentado el asesino junto a su víctima, inmóvil, ante los ojos de cualquiera que quiera mirar, mirando él hacia sus adentros. Respira la podredumbre de la Ciudad y sus alientos, se mezcla aquella peste con la que yace en sus profundidades.

Se está haciendo de día.

 

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Sandra Olguin. Estudió Periodismo en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México e hizo un Máster en Investigación en Lengua Española en la Universidad Complutense de Madrid. Su primera novela, recientemente concluida, verá la luz en breve.

🕸️ Página web: https://sandraolguin.com/

🖼️ Ilustración relato: Sympathy Cold Touch, Nedprojects, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons.

 

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