relato por
Federico German Bruno

P

osiblemente te arrepientas, cuando veas mi cuerpo descender a la fosa, cuando veas el esfuerzo sobrehumano que hagan los encargados para bajarme con las cuerdas a tres metros bajo tierra. Posiblemente —un instante antes, el último— toques mi frente, con un leve asco, envalentonada con los solemnes tules que imparte el luto, y halles mis sienes completamente frías, resecas, dando la pauta del ciclo perdido, mirando aquel muñeco de trapo, con sombras de falso resquemor colgando de tus ojos. Entonces, por si acaso, recuerda traer contigo todas tus oraciones, todos tus pentagramas, tus estampas, tus talismanes, tus cruces; recuerda que en el mundo de abajo, necesitamos a veces, estar bien seguros de nuestra condición.

Seguramente dirás unas palabras a los que nos visiten y te acomodarás las gafas por más que no haga falta. Dibujarás, como puedas, una sonrisa, que proyectarás en otras sonrisas de lástima, y la pegarás delante de tus dientes. Extenderás tus finas manos como el Pantocrátor, con tu cabecita ladeada y los pies juntos, apretando las nalgas, como si cerrando orificios evitaras el derrame de tu alma.

Pasarás caminando luego, con la levedad del aire por delante de las coronas y, con una mano, emularás los contornos de los lirios, de las calas, de los jazmines. Vaya si te conozco, querida. Brindarás una mirada de profundo desconsuelo a todos los que conoces, y olerás los aromas de los ropajes de los otros, cuando se unan en un fraternal abrazo, y te besen las mejillas chamuscadas de pésame y rocío. Recibirás, en tus manos, un ramo de flores blancas, otro de flores rojas, y los apretarás contra el pecho, simulando aflicción.

Verás. Ya verás. Verás que quienes tiendan tu mano apretarán tus dedos y, seguramente, te harán sentir el anillo que conservarás hasta que mueras, tal vez por culpa. Muchos vendrán de buena fe, pero tú los desdeñarás a todos, los aborrecerás en lo más profundo de tus entrañas, por el mero hecho de ser mis amigos, por compartir mis opiniones, mi compañía, por beber de mi copa, por mofarnos de tu risa bataclana.

Entre el coche fúnebre y la ceremonia, recordarás, a cada instante, los tormentos causados por la ignominia y la desconsideración, el engaño y el desamparo. Verás mi mano blandirse pesada sobre tu rostro, con la rapidez y el filo de un látigo. Verás mi cuerpo descender a la fosa y dirás «hete aquí al rey de las ratas», y, por dentro, todos tus órganos se distenderán de placer. Henchida de breve lujuria, recitarás junto al obispo, los cánticos de despedida.

Ya puedo verlo todo. Ya puedo olerlo todo. Permanecerás por demás atenta a las lisonjas del joven Dardo. Le sonreirás como a mí nunca me has sonreído, y, no te preocupes, creo entender el porqué. Él siempre te ha amado a escondidas pero yo no lo he permitido. A partir de aquel día, en que ambos se crucen en el entierro, estarás libre de sentir por él lo mismo que él siente por ti. Pero sólo a partir de aquel día, en que calzarás el negro absoluto, desde las bragas hasta las gafas. Y debajo, tu piel de ave magullada se estremecerá.

Seré, con el paso del tiempo, un recuerdo amargo. Luego de que te hayas vuelto a casar con el joven Dardo, volveré a aflorar a la superficie de tu ser, abriéndome paso, dolorosamente, entre los poros de tu carne vejada por el tiempo y por los golpes.

Un buen día, estarás cabalgando por los campos de heno y (sin quererlo) verás en la cara de placer del joven Dardo, mi sonrisa nefasta, mi ojos salidos, mi saliva reseca, cubriéndome los labios. Acariciarás a aquel monstruo en su cabeza, y notarás que las hebras doradas del cabello de Dardo, han vuelto a ser los nódulos de grasa de mi calva.

Querrás detener el tiempo, volver a arrepentirte como te arrepentirás al verme en el cajón, y pensar que si fui el rey de las ratas, podrás volver a repensar qué rumbo tomarás a partir del día de mi entierro.

Comenzará todo nuevamente, despacio, con vaguedad.

Volverás a acariciar mi frente con cariño. Dejarás pasar de largo las palabras halagadoras del joven Dardo. Sentirás, en cambio, un poco de culpa, de hastío, sopesarás internamente qué es lo que más conviene, si decirle a todos que has sido la asesina, o si preferirás decirles —a aquellos que te mirarán fijo en ése preciso momento— que me hallaste muerto bajo un puente. La lluvia, a quién le importa, tranquilamente podrás omitirla. La lluvia no es más que una forma complementaria de dar lástima. Buscarás algún objeto que te resguarde del remordimiento inevitable, y querrás volver a nuestra casa, meter la cabeza en la ducha fría, y luego, enredarte en las sábanas, arañándolo todo.

No sabrás ya, si el entierro será una fachada, o si hubiese sido conveniente que la que haya muerto hubieras sido tú. No sabrás responder ante el tribunal, si escondiste pruebas o si te confundiste, al aseverar que mi cuerpo estaba completamente desnudo o completamente vestido.

El preludio de un crimen lleva mucha más preparación que eso, cariño; es la acumulación de causalidades, de tensiones, de dichas, de éxitos, y tú no eres más que una pobre desalmada. Eres incapaz de torcer los designios del juez, o, al menos, desviar su vacilación.

Por eso, querida, y por tanto más, deberás, hasta el fin de tus días, soportar mi asedio, soportar mis respiraciones, mi olor anciano, el resplandor de la escupidera de bronce al costado de la cama, los resplandores dentro de la escupidera, mis costumbres, mis uñas, mis sudores, mis cintos, las palabras soeces que tanto te marchitan.

Pensarás que tienes todo el tiempo del mundo. Atravesarás una vez más, el portal de la ilusión. Te preguntarás si el joven Dardo es capaz de manejar el automóvil, aquel bólido naranja con baúl gigante. Te preguntarás si el joven Dardo es capaz de figurarse el tormento que tanto te aqueja, que te saca arrugas, que encanece tu pelo, que en todo te avejenta.

Te preguntarás si él se preguntará si tú quieres matarme. Tal vez estés en lo cierto.

Quizás algún día, cuando yo me quede oyendo la radio en la habitación, y tú salgas a hacer las compras vistiendo tu pollera ajustada y perfumada con aromas de peluquería, logres azuzar en Dardo el fuego de la conflagración, de la venganza, de la justicia.

Seguramente, ambos trazarán un plan. Un plan perfecto. Puedo visualizar tus ancas en las rodillas de aquel jovencito. Tú llorándole en el pecho, él, acariciándote la melena, abrazándote toda en derredor.

Luego, procederás a acercar (como sin quererlo) tu boca a la suya, y respirarán por uno o dos segundos el mismo aire. Si es lo suficientemente hombre, las manos de Dardo recorrerán los mismos senderos que yo cuando me viene en gana. Pero no te aflijas por mí, querida, te dejo toda todita a él.

«Por las noches la rata oye la radio, querido», le dirás con tu mejor voz de urraca. Eso. Eso sí. Me dirán La Rata. Que La Rata ésto, que La Rata lo otro. Será una manera elegante de deshumanizar a la víctima, y cuando hayan logrado su cometido, creerán haber dado muerte a un roedor. Sólo nosotros tres sabremos cuál es mi nombre en clave.

¡Ah! querida… es todo tan, tan predecible… tanto, que no pasará más de una semana en que ya no podrás siquiera mirarme fijo a los ojos. Allí, en el despertar de tu flaqueza, sabré cuándo llegará mi hora.

¿Lo ves? Es tan fácil.

Pero descuida, que yo te daré un empujoncito, una ventaja, un resuello. En el fondo, yo también tendré ganas de morir, después de todo. Te ayudaré haciéndote creer que mis hábitos son cada vez más rutinarios, más compulsivos, más rígidos.

«Por las noches, desde las nueve hasta las doce, la rata oye la radio, querido», le dirás con tu mejor voz de urraca, pero ahora acentuarás los bordes de tus párpados moldeando una mirada felina, audaz, frunciendo los músculos de tu rostro para parecer más inteligente que antes, para hacerle creer al pobrecito de Dardo que tienes todas las variables bajo control. Entonces, Dardo te preguntará (en el fondo es un buen muchacho) si estás segura con lo que quieres hacer, y tú le dirás que sí, convencida de que una escoria como yo, merece acabar de cualquier manera, de la forma que sea, pero ya, ya, ya mismo.

Dardo reflexionará por un instante, cabizbajo. Hablará un poco acerca de un desfiladero, abriendo la boca de costado, y tú oirás algunas palabras alusivas al puente de Pernambuco y sus barrancos. Entonces, suavizarás los gestos, demostrando que en el fondo, tu esencia es pura espuma, y pisoteando el miedo que constantemente te consume, repetirás sin saber de qué se trata, la palabra barrancos, y Dardo, tomándote de ambas manos, pasará a explicarte el plan.

Llegará aquel día en que no me dirijas más la mirada, y me veré empujado a vislumbrar el nacimiento de tu nueva vida. De seguro aquel momento llegará pronto, tal vez, después del desayuno, tal vez, después de que te haya golpeado, tal vez, después de que hayas vuelto de la peluquería. El mundo es un abanico de opciones, y yo estaré atento a cada paso en falso, aunque dejaré a conciencia que me captures.

Procurarás lo siguiente. Como primera medida cuidarás que sea de noche, preferentemente en mis horas de radio. Al final, llegará el momento en que echado boca abajo en la cama (babeándolo todo, con aquella lengua degenerada) tú te acercarás regodeándote como una gata, y pasándome el dedo por la espalda, procederás a ahorcarme con una almohada. Yo no pondré resistencia alguna, más bien, trataré de morir sonriendo, apretado bajo el peso de tus nalgas y tus manos y tus carnes, hasta el punto en que mis jadeos se confundan con carcajadas, y tú, querida, hasta el último momento no sabrás si estoy vivo o estoy muerto. Ni qué decir cuando un espasmo, o un reflejo, mueva mi cuerpo en un sacudón breve: ahí volverás a ahogar un grito felino y arremeterás nuevamente con la almohada.

Al rato, llegará Dardo en su flamante automóvil anaranjado. Las luces de la cuadra reflejarán sus brillos en el pulido de su capó, en las puertas, en el techo.

Tu irás a recibirle, y cuidarás de abrir la puerta lo mínimo indispensable como para que él pase de costado. Te preguntará si está todo listo, sin haber terminado de cruzar el umbral. Vos le dirás que sí, y te le echarás a llorar, nuevamente, en sus pectorales. De hecho habrás aguantado el llanto hasta aquel preciso instante (verdaderamente patético, querida, verdaderamente patético). Entonces, Dardo te apartará a un lado y querrá ir a echar un vistazo para largarse cuanto antes de nuestra amada y bendita casa.

Dejarán la radio encendida, para que parezca que adentro hay gente. Dardo flanqueará nuestro lecho al igual que tú, y me mirará de frente, como miran los hombres (te dije que Dardo es un buen muchacho), diciéndote «buen trabajo» y tú, apoyada en el umbral, deshaciéndote en lágrimas, no sabrás si sentirte una piltrafa o una víctima que ha hecho justicia por su cuenta.

Dardo traerá el coche y lo estacionará de culata en el porche. Abriendo el baúl, te indicará cuándo será el momento preciso para cargar a la rata, metida en una bolsa de rafia.

Tras haber arrastrado entre ambos mi voluminoso cuerpo hasta el baúl, tendrán unos cuarenta minutos de viaje para descansar y discutir si alguno de los vecinos ha visto algo, o no.

La posición de Dardo será por demás optimista, y vos, querida, qué puedo decir de vos, no pararás de llorar en todo el viaje, pensando que aquel será el último paseo que haremos juntos, y claro, yo estaré en una posición un tanto incómoda, hasta que Dardo se detenga en medio del puente de Pernambuco, cerciorándose de que no haya otros autos cerca; hasta que tú no te animes a bajarte, por miedo vaya a saber uno de qué; hasta que Dardo haga el esfuerzo, él sólo, arrastrándome desde el baúl hacia el vacío; hasta que mi cuerpo ruede por las barrancas del puente, precipicio abajo; hasta que la rafia se enganche con una raíz y se desgarre; hasta que mi cuerpo desnudo ruede como un desecho hasta la base del puente; hasta que un auto frene en la banquina y se bajen dos desconocidos y miren mi cuerpo blanco, magullado, sucio, con las órbitas salidas y la boca abierta; hasta que Dardo vuelva a intentar subirse a su automóvil naranja, pero ahora le sea imposible.

Hasta que tú, querida, te des cuenta que habiendo tomado el volante y arrancado sola, dejando en plena madrugada y en la mitad del puente al único hombre que te soporte en éste mundo, hayas cometido el desacierto más imbécil de tu vida.

 

 

relato El rey de las ratas

Federico Germán BrunoFederico Germán Bruno (Buenos Aires, Argentina, 1981). Ha publicado el libro de cuentos El Libro de Lacoonte (Editorial RyC, Buenos Aires, 2014). En 2013, participó en la Antología V Banfield Teatro Ensamble, coordinada por Cecilia Vetti (Buenos Aires). Asimismo, publicó en la Revista URL su cuento El Domo U (Buenos Aires, 1999) y en la antología Caja de Fuego con el taller literario Creación, Integración y Arte, coordinado por Laura Coronel (1998). Fue distinguido con el Primer Premio del certamen de poesía: «Juegos Florales» S.A.D.E. Zona Sur. Buenos Aires (1998) y con el Segundo Premio del certamen de poesía: «Juegos Florales» S.A.D.E. Zona Sur. Buenos Aires (1997).
Contactar con el autor: brunofedericogerman [at] gmail.com

🖼️ Ilustración relato: 01 self-portrait early experimental digital photography, By Rick Doble (Own work) [GFDL or CC BY-SA 4.0-3.0-2.5-2.0-1.0], via Wikimedia Commons.

 

relato Federico Germán Bruno

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