relato por
Álvaro Salazar

 

D

esde hacía ya cuatro meses le venían llamando con cierta regularidad para trabajar en la misma empresa de jardinería, lo cual solo podía significar que estaban contentos con él. Además, estaba a punto de cambiar de vivienda; W, su compañero de cuarto, había encontrado una buena oportunidad en uno de esos pueblos de la periferia bien comunicados y, aunque el alquiler que tendrían que abonar sería algo más alto que el que pagaban actualmente, convinieron en que aprovecharían la ocasión y se mudarían cuando se librara la habitación, cuestión de días. Y, por si fuera poco, una chica del centro se interesaba por él, y aunque no podía decir que le gustara del todo, era oriunda del país y eso era lo que en realidad contaba.

Sí, la vida parecía venirle, por fin, de cara. Y lucía un día luminoso con un enorme sol en el cielo azul de la primavera. De manera que no llevaba mal la espera ante la puerta de la urbanización. Y no como el capataz, que estaba a punto de perder los nervios. ¿Qué se creerán, murmuraba furioso entre dientes, que podemos esperar todo el santo día a que les de la puta gana de abrir la maldita puerta? Pero, por fin, el portón comenzó a abrirse —era una de esas puertas correderas forjadas en hierro que, contrariamente a lo que pudiera parecer, se deslizan con suavidad y en silencio, como si pesaran tanto como una pluma—.

Y la furgoneta entró en la urbanización. Y, como no vieron a nadie frente a la garita, tiró hacia adelante bajo la mirada omnipresente de las cámaras de video vigilancia que se iban alternando, a ambos lados de la carretera, sujetas a las farolas. Pronto tuvieron a la vista las primeras casas —serían cinco—, y las praderas entre esas cinco casas, y los jardines y las piscinas de esas mismas casas ceñidas por los setos, y el serpentear de los caminos que permitían acceder a cada una de esas cinco casas. Y, al fondo, vieron la arboleda y, tras ella, invisible desde donde se encontraban, estaría el lago y el campo de golf. Y, por supuesto, con vistas al lago estarían los chalets más exclusivos. Todo verdísimo a la vista.

Al rato, apareció un vehículo blanco y se detuvo frente a la furgoneta. El hombre que lo conducía descendió del vehículo y, tras identificarse como el encargado de mantenimiento de la urbanización, intercambió unas palabras con el capataz. Luego, regresó al volante de su vehículo para abrir la marcha que habría de conducirles, poco después, ante un edificio de una sola planta que se había mantenido oculto tras los árboles de mediano tamaño que la circundaban. Era un barracón de servicio.

Se pusieron el uniforme verde de trabajo con el nombre de la empresa de jardinería en letras blancas a la espalda y, tras recibir las pertinentes indicaciones de boca del capataz previamente acordadas por éste con el jefe de mantenimiento de la urbanización, regresaron a la furgoneta dispuestos ya para la labor. La furgoneta le dejó, a él y a su compañero de brigada, junto a una pradera que se extendía en suave cuesta hacia poniente presidida por un chalet cuya cubierta de teja a dos aguas sobresalía por encima del seto de arizónicas que recorría su perímetro. Su compañero segaría la pradera. Él se ocuparía de podar los setos y los arbustos.

A pesar de que el sol llevaba tiempo apretando de firme, ya solo le quedaban por podar los setos más altos. Si no bajaba el ritmo, cuando pararan para comer ya habría terminado el trabajo. No hay duda de que estarán contentos conmigo y que volverán a llamarme, se dijo. Y pensó que, si seguía así, trabajando con ahínco, tal vez le dieran labores de mayor responsabilidad y mejor remuneradas y, así, podría tener un cuarto propio y comprar ropa nueva; y, quién sabe, a lo mejor entonces otras chicas se interesaran por él. Y, extrayendo la empuñadura adicional de la pértiga que le permitiría alcanzar las ramas más altas, se aproximó al seto dispuesto a terminar de podarlo. Entonces, desde tan cerca, pudo apreciar la amplitud del cuidado césped al otro lado del seto, y la piscina azul turquesa, y el largo porche que recorría toda la fachada de la casa y que, gracias a la orientación sur, gozaría de abundante sol durante gran parte del día. Y vio que la puerta de acceso al jardín estaba abierta.

Pensó en cerrarla. Luego pensó que lo mejor era dejarla tal y como estaba y dar aviso. Pero no hizo ni lo uno, ni lo otro. Y entró al jardín.

Recorrió su perímetro sin apartarse del seto, sin ninguna intención todavía, solamente se aproximaba a la fachada de la casa. Y cualquiera que le viese entonces, lo habría tomado por un merodeador. De pronto, por una de las puertas de la casa, apareció una mujer joven, y sus miradas se cruzaron y aún tuvo tiempo de fijarse en su camisa blanca y en su ajustado pantalón vaquero y en su talle elegante y en su pelo rubio, en lo guapa que era. Un segundo después, el grito de la mujer taladraba sus tímpanos.

Y el corazón le dio un vuelco y, espantado, se giró y echó a correr hacia la puerta y salió al exterior perseguido por las voces de la mujer. El pánico nublaba su mente y el corazón no dejaba de latirle como si fuera un martillo pilón. Sin dejar de correr, se dirigió a una zona frondosa. Se detuvo a tomar aire y se llevó ambas manos a la cara; le hubiera gustado poder cambiar su rostro por otro diferente; de esta forma, podría salir de entre los arbustos con su corta-ramas en la mano y su uniforme de jardinero a interesarse por la razón de tanto grito y, por supuesto, se prestaría a colaborar en la captura del ladrón. Pero el ladrón era él. Y la única idea que le vino entonces a la mente fue la de escapar; abandonar la urbanización, llegar al pueblo, coger el primer tren que saliera hacia la ciudad y, una vez en ella, ya tendría tiempo de considerar, con calma, la situación en la que se había metido. La idea le cruzó como un relámpago y ni tan siquiera la valoró. Pero era lo único que tenía. Y la siguió.

Alcanzó la línea de sombra de unos árboles y continuó por ella al tiempo que intentaba determinar la dirección que pudiera conducirle a la puerta de la urbanización. Pero entonces supuso que estaría vigilada, y se dijo que le sería más fácil salir de allí trepando la valla por algún rincón apartado. En aquel momento, con la decisión de escapar ya tomada, le pareció que volvía a pensar con claridad: alcanzaría el arbolado que tenía ante él y se movería a su amparo; si mantenía una misma dirección terminaría por llegar a la valla; buscaría un buen lugar, esperaría el momento adecuado y ya, por fin, la escalaría.

Cuando llegó a los pinos, el sonido de los silbatos taladraba el aire. Corría y, de vez en vez, se volvía para comprobar si le seguían. No vio a nadie Y, si no hubiese sido por el sonido de los silbatos, incluso habría podido fabricarse la fantasía de que no le buscaban; al fin y al cabo, ¿qué ha ocurrido?: nada, no ha ocurrido nada, y él, ¿quién era él?: nadie, un simple operario sin cabeza; desde luego, bien podrían dejarlo correr. Pero el sonido de los silbatos indicaba que no era así. Venían a por él. Desde lo alto de la colina, pudo ver a dos todoterreno recorrer las calles que tenía ante sí. Y, repentinamente, cayó en la cuenta de que una legión de cámaras velaba por la paz del recinto, lo había podido comprobar esa misma mañana al entrar en la urbanización. Entonces no le preocuparon. Y, sin embargo, las cosas habían cambiado: por la mañana era un simple jardinero y ahora era un delincuente. Un delincuente, murmuró para sí, y pensó en sus compañeros, en lo que ellos pensarían de él; y sintió una gran desolación.

He de mantener la cabeza fría, se dijo. Si me acerco ahora a la valla, pensó, me verán con sus cámaras y no tardarán en caer sobre mí; no, se dijo, no debo abandonar la protección del arbolado. Y entonces pensó en que, a lo peor, mandaban tras él a los perros y el vello de sus brazos comenzó a erizársele con solo imaginar qué hacia frente al ataque de un perro que azuzaban contra él. Estaba claro que el pánico estaba agazapado en su cabeza y que, si no le ponía freno, acabaría por jugarle una mala pasada. Debía esforzarse por mantener la cabeza fría. Y, en eso, vio dos grandes piedras bajo un pino algo mayor que el resto y se fijó en el hueco que dejaban entre sí esas dos piedras —le recordaba a una madriguera de conejos— y pensó que podría ocultarse en su interior hasta ver cómo se sucedían los acontecimientos.

Se acurrucó entre esas dos piedras y, aunque la anchura del hueco y lo irregular del suelo no le permitían mantener una misma postura sin que comenzara a dolerle alguna parte del cuerpo, se dijo que podía aguantar allí escondido el tiempo que fuera necesario. Pero, al rato, se debatía entre el impulso de ponerse en movimiento y mitigar, de esta forma, la angustia que le invadía, y la certidumbre de que le convenía aguardar a que las cosas se calmaran y que, finalmente, dejaran de buscarle. Y estaba librando la enésima batalla entre su impulso y su entendimiento, sabiendo que debía decantarse a favor de este último, cuando oyó un ruido de pasos que se acercaban amortiguados por el césped y las agujas caídas de los pinos. Tanto se habían acercado esos pasos que su dueño estaba ya junto a una de las piedras que le servían de refugio. Y, en eso, escuchó ruido de agua y sintió que algunas gotas de esa agua le salpicaban. El hombre estaba meando contra la piedra.

Y algo vería, pues su rostro se asomó por la entrada del hueco y dio una voz cuyo significado no pudo entender. Y, para evitar que pudiera dar más voces, se impulsó hacia delante y golpeó al hombre en las rodillas con su cabeza y lo derribó. Y vio que el hombre se llevaba la mano a la empuñadura de la pistola que tenía en la cintura. Y se giró, cogió una de las piedras que había retirado para agrandar el hueco que le había servido de cobijo, y le golpeó en la cabeza con ella: una, dos, y, por fin, una tercera vez. El hombre estaba en el suelo, inconsciente, y un hilillo de sangre le corría por la frente. Él se agachó, cogió la pistola que se encontraba a medio sacar de la funda, y se fue alejando con ella en la mano.

Nunca había tenido una pistola en sus manos y se sorprendió de lo poco que pesaba aquella y de lo fácil que resultaba empuñarla con una sola mano. No cabía duda que su mente se enredaba ya con ideas extrañas de las que ningún bien podría esperarse. Y su cuerpo tenía ya voluntad propia y tiraba de él.

Y oyó un estampido y, seguido, otro más. Sintió un violento empujón en el pecho que lo lanzaba hacia atrás. Intentó gritar, pero no pudo. Tenía la garganta llena de liquido espeso y caliente y le costaba un gran esfuerzo meter aire en sus pulmones. Al rato, vio una cabeza con una visera azul y un rostro con unas gafas oscuras y dos brazos extendidos hacia él y una pistola apuntándole. Y sintió una enorme pena por sí mismo mientras luchaba por meter nuevo aire en sus pulmones. Y aún tuvo tiempo de pensar que, unas horas antes, la vida le sonreía y que, en un instante, todo se había echado a perder. Y entendió que no podría salir de la urbanización, ni como había entrado: un honrado trabajador, ni como el malhechor en que se había convertido. Entonces le vino un vómito de sangre y, para no verla, la aspiró y se la tragó mezclada con sus lágrimas.

 

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Álvaro Salazar Agustino

Álvaro Salazar Agustino (Balmaseda, 1959). Es economista y trabaja como consultor en estrategia y gestión de organizaciones. Siempre le gustó leer y subir al monte y, desde hace un tiempo, viene escribiendo con cierta regularidad. Ha publicado una novela —Si viéramos con los ojos, se titula—, ha escrito otra titulada Nadie. Nunca. Nada y va publicando narraciones en su blog (http://bernatxo.wordpress.com/).


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Ilustración relato: Cámaras de seguridad, Por Alestivak (Trabajo propio) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], undefined, via Wikimedia Commons.

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