por
Silvia Peraza Sánchez
E
speraba el tren como todas las mañanas, sentado en la banca de costumbre. Mientras, leía por quinta ocasión El gran Gatsby. Me apasionaba cómo dos personas enamoradas pudieron sobrevivir al tiempo y la distancia. Trataba de encontrar esos elementos que hicieron la pasión entre Jay y Daisy perdurable. Meditaba de forma infeliz sobre ello, imposible de que algo tan sublime llegara a sucederme algún día. ¿Dónde conocería a esa mujer tan increíble capaz de robarme la razón? No creo que algún día se apareciera en mi departamento y llamara a la puerta para presentarse, o que asomara su cabeza a través de las paredes de mi cubículo en el trabajo con la idea de conocerme. No, un tipo desgarbado como yo no tendría esa suerte. Sin embargo, un día esperando en la estación ella apareció.
El momento fue el más oportuno: levanté mi vista del libro para imaginarme la maravillosa escena del reencuentro de ese gran amor, y ahí la vi. Vestía un sobretodo naranja de media estación, en mi opinión desabrigado para la temperatura del momento. Deambulaba de forma acezante entre poste y poste para calentar el cuerpo. Traía el pelo mojado, no distinguí su color natural, ¿un castaño claro tal vez? Pude ver sus ojos sólo por un instante, eran grandes luces pícaras que despertaban la curiosidad: ¿quién es ella, qué hace, qué le gusta?
La observé durante meses. Había tomado el hábito de llegar a la terminal, hallarla y sentarme donde tuviera el ángulo perfecto para verla sin ser detectado. Pero un día ella respondió mi mirada, y perdí la paz. Me sentí desnudo y esclavizado por el pensamiento de conocerla. Pensaba día y noche cómo acercármele, cómo iniciar un diálogo. Ese primer encuentro debía de ser perfecto, tendría que permitirme entablar una conversación y posteriormente un idilio. Si no, no sería capaz de intentarlo otra vez, y todo estaría perdido, tendría que dejar en manos de la Providencia un segundo posible acercamiento.
Se me ocurrió la insólita idea de robarle el celular. Quería descifrarla para lograr la mejor impresión. En el aparato hurgaría en los emails, las fotos, sus gustos y el tipo de amigos. Recién después analizaría la mejor estrategia para aproximarme. Luché contra mí mismo para evitar convertirme en un ladrón, no quería sellar así el inicio de nuestra historia, pero sin más ideas ingeniosas claudiqué ante ésta. Sabía que siempre lo llevaba consigo en el bolsillo derecho, por eso monté un escenario de práctica colgando un impermeable en el perchero de la entrada de casa. Varios días ensayé la sutileza de sacar un objeto sin ser visto ni sentido. Al final de la jornada laboral, evadía con excusas y pretextos cualquier invitación, estaba dedicado de lleno al adiestramiento. En el regreso viajaba ansioso, sumergía mi mente en ese ritual personal en el cual hurtaba sus secretos. Con la práctica, y lo digo con modestia, logré hacerlo con maestría, más de la necesaria para un robo sencillo. Analicé los detalles técnicos: peso y tamaño del teléfono móvil. Pero lo que más me enardecía era imaginarme el olor de su cabello, el calor de su cuerpo y el tacto de la tela áspera del sobretodo sobre mis dedos. Sólo eso me alimentaba, durante todo ese tiempo fui dichoso. Percibía ese vínculo que se estaba formando entre los dos.
Todas las mañanas recaudaba componentes para hacer más vívida la experiencia. Alcancé un punto donde no pude agregar más realidad a mi actuación. Sabía que era el momento. Ese día me levanté más temprano, quería practicar una última vez con la adrenalina encima. En el trayecto visualicé la escena, esto me ayudó a familiarizarme con las piezas que estarían en juego. Al llegar a nuestro andén me pareció como si todo se moviera en cámara lenta, como si yo fuera el único con un movimiento normal y el resto dejara una estela detrás de sus gestos. Ella estaba de espaldas, miraba hacia al lado opuesto. Según el plan, me acerqué, saqué mi mano del pantalón y la estiré, tomé sus secretos, los puse en mi bolso bandolero y continué mi camino. Jamás volví a ver para atrás. Por extraño que parezca, no recuerdo ningún olor ni sensación. Fue rápido, sencillo y eficaz. Al perderme entre la multitud, a tientas lo apagué. El ruido que había estado ausente desde mi arribo se hizo sentir de nuevo: volví a escuchar las voces, los pasos apresurados y el rechinar de los pistones. Marchaba triunfante. Había ganado la lotería, pero después me daría cuenta que tenía en mi poder una caja de Pandora.
En la oficina los minutos pasaban, mas no las horas. Respondí unos cuantos emails impostergables para mantener la apariencia. Imaginaba el instante cuando prendiera el móvil y navegara ese mundo de enigmas, me visualizaba mientras oprimía la tecla de encendido y la luz iluminaba mi cara. Sin embargo, el júbilo me duró un santiamén: no me percaté de que necesitaba una clave. Me angustié. ¿Cómo resolvería ese problema? Pero de inmediato pensé que si tenía suerte, la clave sería corta, cuatro dígitos, mil posibilidades. Era viernes, si me dedicaba de lleno a esto, el domingo por la tarde lo tendría desbloqueado. Me tranquilizaba saber que era algo factible.
En el camino de regreso corroboré que estaba a escasos números de entrar a esa gloria tan deseada. Ya tenía un plan para salvar la situación. Mi cuerpo se relajó hasta el punto de casi fundirse con el asiento del tranvía, el alivio de mi último descubrimiento me había desplomado.
Entré a mi casa y vi la gabardina. Pensé en guardarla, había cumplido su función, sin embargo no fui capaz. Precisaba el aura de ese escenario. Preparé mi té favorito, y sobre la mesa ratona de la sala coloqué una cantidad exagerada de masitas. Me descalcé. Me senté en el piso y tomé el celular con ambas manos para acercármelo a la nariz. Lo olí. A diferencia del mío que despedía plástico, percibí canela, almendra y un dejo de limón. Comprobé asombrado que los olores eran los de los ensayos.
Recién el domingo, pasadas las once de la noche, di con la combinación de desbloqueo. Ahora sí. Ahí estaban los misterios abiertos para mí. En la pantalla de inicio ella sonreía. Me enamoré de la foto y la imprimí. Durante unos minutos observé la imagen en el papel que me contaba toda una vida y una personalidad. Conseguí conocer su pasado, presente y hasta futuro a través de escrutar su mirada en la imagen. Era evidente que teníamos una conexión. Volví a asir el aparato. La pantalla mostraba un mensaje: «Devuélveme mi celular o te encontraré. 4567-4343». Abajo de éste aparecía un botón verde con la palabra: «Llamar». Me entró el pánico. Pasaron veinte minutos con mi preciado tesoro y ya lo perdía. No sabía qué hacer. Desesperado fui al vestíbulo, tomé el impermeable y lo tiré a la basura como si esto borrara lo malo que había hecho. De pronto entendí que podría ser ubicado. Me calcé los zapatos, agarré el móvil y salí corriendo. Bajé por las escaleras sin respirar. Al pisar la acera sentí el aire frío y vomité en la calle ácidos estomacales acompañados de té, masitas y toda mi angustia.
La calle se mostraba desierta. Era casi media noche. Me di cuenta de que salir de esa manera representaba un peligro. ¿Y si alguien estuviera esperando afuera para interceptarme y reclamar el objeto robado? Pero no había nadie.
Decidí deshacerme de mi pecado a pocas cuadras en donde se encontraba una zona con personas sin hogar y sin trabajo, su único techo era el espacio debajo del puente. Si se lo encontraban a uno de esos individuos, nunca sospecharían de mí, cualquiera de ellos calzaría con la imagen de ladrón popularizada por la sociedad. A unos metros de una cama hecha por cartones tiré el aparato y salí corriendo hasta agotar el aire.
Al regresar me tiré en el sillón, cansado y débil. Me quedé dormido. Las emociones habían extraído todas mis fuerzas.
Un rayo de luz sobre el rostro me despertó. Ya era lunes y volvería a trabajar. Tomé un baño para recuperar las fuerzas. Al sentir las gotas de la ducha sobre la espalda me dije que todo volvería a ser igual. La atisbaría en la estación y después idearía otra estrategia para conocerla. Porque a pesar del episodio estéril del fin de semana, mi pasión por ella creció.
El tranvía aún no arribaba. Avancé errabundo por toda la estación; no la encontré. Era raro, durante estos meses, nunca había faltado. Al llegar el tren me subí. Si no estaba ahora, no vendría después.
Al día siguiente pasó lo mismo, tampoco se presentó. Tres días pasaron sin ella aparecer. Barajé varias alternativas: estaría enferma, estaría de vacaciones u optó por otro medio de transporte. Al pasar una semana un pensamiento terrible me invadió: «¿Y si algo le pasó cuando fue a buscar su celular?». Mis piernas flaquearon y caí de bruces en el piso de la terminal. La gente acudió a levantarme. Una señora gorda me abanicó con el periódico. Poco a poco recuperé el aliento y fui a sentarme en la banca de siempre. Ignoré las preguntas; pensaba en mi amada posiblemente muerta.
Con el paso del tiempo y la ausencia, me convencí de su fallecimiento. Yo fui el culpable; mi cobardía no me permitió hacer nada al respecto, ni siquiera deprimirme. Lo único que me concedía como acto de contrición era contemplar a diario su foto y mortificarme por unos minutos con la incertidumbre de ser un posible asesino.
Silvia Peraza Sánchez. Es una autora novel. Hace algo más de un año inició algunos talleres de escritura creativa y como producto de ellos ha escrito varios relatos. El aquí publicado es uno de ellos. Contactar con la autora: speraza [at] gmail.com
🖼️ Ilustración relato: CellPhone, 3d picture of a cell phone, Marc Noon [licensed under the Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 Unported], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 82 / septiembre-octubre de 2015 – MARGEN CERO™
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