✍ relato

[…] veo muchas caras y pocos destinos.
Y es que, detrás de esas caras,
cualquier apetencia profunda, cualquier rebeldía,
cualquier impulso, es atajado siempre por el miedo.
Alejo Carpentier

 

L

a Ducati Diavel pertenecía a Leyre, la BMW K1300R a Jacky y la Kawasaki Z1000 a Liz. Sin sus motos, tres cándidas sirenas de cabellos finos. Con ellas, tres heroínas byronianas del siglo XXI dominando la furia y el ruido. Sin ellas, tres almas sensibles consumidas por la abulia y el hastío. Con ellas, tres corazones insaciables a lomos de un halcón. Sin ellas, tres puntuales y responsables oficinistas. Con ellas, tres profesionales de cruzar fronteras sin equipaje. Mejor con ellas.

¿A qué aspiraban? ¿Qué le pedían al futuro? Absolutamente nada, la verdad. Sus necesidades eran muy grandes. Y no sólo económicas, que también, sino más bien espirituales. Demandaban un alto nivel de romances, viajes y tensión en sus vidas de manera permanente.

Mientras Leyre zigzagueaba entre los coches de forma absolutamente hipnótica, Jacky y Liz la seguían como podían entre los pitidos y los destellos de conductores indignados. Gestos de odio que producían en ellas una extraña y peligrosa sensación de complacencia, algo muy parecido a una adicción. En un mundo de coches torpes y lentos, las motos les otorgaban una ventaja considerable sobre el resto de vehículos.

Leyre iba casi siempre a la cabeza. Sus treinta y muchos años y su nutrida experiencia sobre las dos ruedas, le convertían en veterana motera, y colocaban a su Ducati al frente de las otras dos motos.

Experta en intuir como nadie los huecos por donde colarse, y con una visión de la carretera fuera de lo normal, se convertía en un pájaro resbaladizo que el resto de conductores sólo tenían el placer de ver durante unos segundos.

Con un leve giro de muñeca transmitía la suficiente fuerza para derretir el hormigón y escaparse del mundo, abrazándose tanto a su moto que no se diferenciaba entre la negritud del cuero y el metal. Las dos piezas juntas formaban una máquina invencible de precisiones milimétricas. Sus repentinos giros y cambios de dirección, sólo podían describirse como poesía sobre el asfalto.

Tras dejar atrás el casino y girar a la izquierda para subir por la cuesta de Torrelodones, modificaron su formación de lineal a triangular, señoreando la carretera, ocupando los cuatro carriles de la autopista A-6, mientras se dirigían, como cada domingo, a la sierra madrileña.

Juntas, eran como tres radios de la misma circunferencia o tres gajos de la misma naranja.

De repente, Leyre frenaba bruscamente y alzaba la mano en el aire en señal de stop. Un helicóptero de la policía estaba a punto de cruzar la autopista y no querían problemas. No con la policía. Jacky estaba pendiente de un juicio por conducción temeraria y le desagradaba profundamente cualquier contacto con la ley. Después de la interrupción, reanudaban la marcha con una aceleración brutal que a Liz le producía un hormigueo electrizante en las piernas, para subirle después por la espalda hasta el cuello. Jacky tarareaba entre dientes canciones de The Asteroids Galaxy Tour en los momentos de mayor emoción.

Cuando vas en moto a gran velocidad, no tienes pensamientos ni sentimientos profundos, es como si la moto transformara al hombre en animal y la imaginación quedara bloqueada. Sólo queda un gran vacío mental, necesario para acrecentar todos los sentidos y poder vivir al máximo el momento presente. De alguna forma, cada gran vuelta en moto servía para renovar la energía interna.

Necesitaban hacer un alto en el camino, y el restaurante más emblemático y lujoso de Guadarrama, les parecía una parada obligatoria. Eran cerca de las cuatro de la tarde. El lugar estaba repleto, con empresarios extravagantes y casi todo el mundo en quien pueda pensarse, menos alguien en quien se pudiera confiar. Había una mesa con unas vistas muy relajantes junto a una fuente de angelitos, pegada a una gran cristalera, pero seguramente estaría reservada. Las mejores mesas eran prácticamente inaccesibles los domingos, pero esta no tenía ningún cartel. Liz retiró una silla para sentarse. Un camarero con el rostro bañado en sudor por el exceso de trabajo se acercó:

—Les interesa mi mesa, ¿eh?

—¿Su… qué?

—Mi mesa. Parecen ustedes interesadas, señoras.

Liz no contestó y las tres mosqueteras decidieron sentarse sin más circunloquios.

El camarero se marchó mirando al cielo y resoplando.

Casi todos los comensales las miraban con descaro. El cuero y las botas producían bastante desprecio en un lugar como aquel. De repente alguien dijo algo en alguna mesa cercana, y estalló una risa bastante fuerte. Varias personas se levantaban y algunas se acercaban. Todos ellos necesitaban criticar a alguien para poder dormir mejor aquella noche.

Leyre llamó al camarero.

—Queríamos  un  par  de  botellas  de  Cristal  Roederer —dijo Leyre alegremente.

—No tenemos Cristal pero el Dom Perignon es tan bueno o mejor —casi gritó el camarero con ojos mendaces y aspecto porcino.

—Me gusta el sabor punzante que produce en la lengua el Cristal. No tiene parangón en el mundo conocido —replicó Liz con pesadumbre.

—Está bien, traiga dos botellas de Dom Perignon —dijo Jackie, con un punto de cortesía—, y tres bogavantes, un kilo de carabineros y dieciséis ostras. Eso será suficiente por ahora.

Enseguida trajeron la bebida y los platos. Liz, que era la más jovencita, y tal vez la más glotona de las tres, tenía hambre de lobo y devoraba el marisco como una depreradora . Leyre le seguía muy de cerca pero Jacky sólo bebía.

Después de servirse la última copa de Dom Perignon, Jacky se levantó y cruzó todo el restaurante con su paso alcohólico hasta llegar al servicio. La gente observaba atentamente cómo caminaba meneando la cabeza. Jacky era una de esas mujeres que te entran por los ojos nada más aparecer. Su mirada era muy potente, como la de un animal atrapado en un bosque en llamas. Un gran colgante con una bola plateada rebotaba en cada paso sobre su blusa dorada. Sus pantalones de cuero, realzaban tanto sus perfectísimas piernas, que producía vértigo sólo mirarlos. Sus botas de serpiente robadas en unos grandes almacenes iban a juego con la belleza agresiva de su cara. En conjunto transmitía una fuerza con la que parecía poder atravesar paredes.

Mientras, Liz sacó una bolsita de cocaína y espolvoreó un poco sobre las ostras.

—¿Qué estás haciendo? —a Leyre no le gustaban nada las adicciones de Liz y mucho menos sus extravagancias, cada vez más habituales.

—Yo no me drogo, Leyre.

—Yo tampoco. Tengo debilidades, pero no esas.

—Pero hay que matarlas antes de comérselas, me niego a tragármelas vivas —por supuesto que las condimentó en público y por supuesto nadie se dio cuenta de nada.

Nada más terminar, Leyre pidió la cuenta a distancia al camarero, dibujando con el dedo una firma en el aire. Aunque lo cierto es que no había dinero para pagarla. Ninguna de las tres lo tenía, y aunque lo tuvieran, no podrían permitirse semejante derroche. Confiaban plenamente en sus recursos para poder marcharse sin pagar. Eran contrastadas expertas en el arte de dejar cuentas pendientes. Cuanto más lujoso era el lugar, más sencillo era escaparse de él, porque menos se lo esperaban los empleados. En esta clase de sitios no estaban acostumbrados a comportamientos subversivos. La clave estaba en largarse con naturalidad. Nada de correr ni ponerse nervioso. Había que marcharse educada y apaciblemente.

—Ahora es el momento —dijo Leyre mientras se levantaba, justo en el instante en que todos los camareros estaban dentro de la cocina.

Liz y Jacky la siguieron, sonriendo mientras caminaban hacia la salida. Pero algo salió mal. Un camarero se dio cuenta demasiado pronto de que no habían pagado y salió tras ellas como un poseso. Detrás de él venía otro corriendo. Todos los comensales se quedaron expectantes.

Normalmente, si las pillaban, la segunda fase de su plan entraba en acción, y se hacían las despistadas echando la culpa las unas a las otras por el descuido. Pero esta vez un camarero, excediéndose en sus funciones, se puso violento sin intentar mediar palabra. Y agarró a Jacky reteniéndola con firmeza por el codo.

—Suéltame, cerdo, los caballos salvajes deben correr libres —dijo Jacky, mientras intentaba girarse. Era una de esas frases que se sabía de memoria y le daba gusto repetir continuamente.

Pero el camarero no cedió, sacudiéndola como a un trozo de gelatina.

Intentar huir o permanecer allí y luchar. Jacky había decidido luchar. Sacó un cuchillo finka del bolso, regalo de su cuñada rusa, y con precisión asesina se lo clavó en el hombro, que en aquel instante parecía de mantequilla. De la garganta del camarero salió un grito inhumano, y en ese momento se petrificó la sala como una instantánea fotográfica.

Sus amigas estaban muy nerviosas. Liz la cogió de la mano y se la llevó corriendo como si fuera una niña. Leyre abrazó a las dos.

Jacky se asustó de su impulso salvaje. ¿Por qué lo había hecho? Sabía la respuesta incluso antes de hacerse la pregunta. Su cerebro se había saltado varias etapas de su razonamiento y su instinto la había metido (otra vez) en camisa de once varas. Se sintió asustada y con ganas de llorar, pero se contuvo para no dejar rodar ni una sola lágrima. Las tres moteras salieron corriendo y desaparecieron antes que el humo provocado por los tubos de escape.

El corazón les ardía y el sudor les recorría la cara. «Tenemos que seguir», se dijo Leyre mentalmente. Cuanto más lejos huyeran de allí, más seguras estarían.

 

relato Rebeldes

 

David MartínezDavid Martínez Garrido. Farmacéutico de profesión, desde hace bastantes años se ha dedicado a escribir de forma aficionada todo tipo de textos. Ha publicado artículos sobre viajes en el extinguido Crónicas de Alcorcón, ha ganado el primer concurso de relatos cortos Stilnox y tiene varios relatos y poemas publicados en Letralia.

Contactar con el autor: dmgarri [at] hotmail.com

 

🖼️​ Ilustración relato: BMW K1300R a, By Jebulon (Own work) [CC0], via Wikimedia Commons.

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