relato por
Guillermo Antuña Martínez

 

A

quellos días yo vivía en un pequeño apartamento cerca de la calle Nuevo Continente, en un edificio con la fachada bastante descuidada y cuyo portal se encontraba entre una agencia de viajes y un bar con un cartel de «se alquila». Acostumbraba a levantarme no demasiado tarde y a pasar las mañanas sentado en la pequeña terraza bebiendo café y leyendo alguna cosa, intentando atrasar la primera visita de rigor que haría la duda que me perseguía.

A veces, para mantener la cabeza ocupada, imaginaba la enfermedad que aquejaba a mi vecino de al lado, al que no conocía, pero cuyos estornudos y ruidos varios procedentes de sus fosas nasales se escuchaban en mi habitación como si lo tuviera durmiendo conmigo. En mi opinión no cabía duda alguna de que se trataba de una simple alergia, pero como el tiempo pasaba y los ruidos no remitían empecé a fantasear con una terrible y extraña enfermedad que dotaba de vida propia a su gran nariz, y con cómo esta se iría haciendo más fuerte y más grande con cada estornudo y terminaría secuestrándolo. Podía pasar así largo rato, pero incluso después de recorrer todos los senderos de mi estupidez acababa volviendo siempre a la cuestión que entorpecía mi tranquila existencia. Y juro que el asunto me parecía uno de los más banales que alguien puede plantearse, pero creo que con el tiempo fue precisamente eso lo que comenzó a aterrarme. Como nunca he sido un hombre con grandes alardes de valentía, cada vez que aquel susurro rondaba mi memoria, yo corría despavorido a pensar en la napia de mi vecino para evitar por cualquier medio la aparición de aquella pregunta maldita.

Antes de eso solía pasar los días bastante alegre, y vivía con esa desgarbada paz que maneja quien sabe que el mañana será casi igual al presente. Daba largos paseos antes de la comida e intentaba estirar las largas tardes de sol con alguno de mis amigos, siempre más ocupados que yo. No lo sabía, pero por aquel entonces Esther ya estaba triste, y las horas de sol empezaron a acortarse como ella se fue marchando: poco a poco, parecía que en realidad no quisiera desaparecer nunca. Fue así como llegó el invierno.

Con el paso de las semanas mis paseos se fueron haciendo más oscuros, más solitarios, y me era imposible caminar sin que me sintiera acosado por aquello que Esther había preguntado desde el marco de la puerta tras una discusión, hacía mucho tiempo, y que incomprensiblemente yo nunca había sabido contestarle. Creo que con esas palabras ella se marchó, y aunque todavía tardó varias semanas en irse, al escucharlas me quedé con la sensación de que ya había cogido un avión en uno de mis parpadeos, los que incrédulo e inoportuno encadené intentando comprender la pregunta que con un aire de desidia me había susurrado.

Así que primero con ella vagando por la casa y después solo comencé a plegarme sobre mí mismo, perturbado por aquellas dos palabras asesinas. Por mucho que intenté volver a mis viejas rutinas los paseos diurnos me devolvían pronto a casa, con una sensación de agotamiento que jamás había experimentado. Los bares de siempre empezaron a parecerme hostiles al tiempo que descubría que las bromas y las risas de los parroquianos, en los que siempre había encontrado cierto refugio fuera del hogar, me eran cada vez más ajenas e incluso llegaban a molestarme, de forma que la lectura se convirtió en mi mayor oficio al tiempo que las paredes de la casa y su aislamiento me iban arrullando, hasta convertirse en una especie de baúl al que cualquiera podría haberle echado la llave sin que yo me inmutase.

Uno de esos días, ya solo, los ruidos nasales de mi vecino comenzaron a mezclarse con una horrible tos que desde su estruendo inicial acababa por diluirse en algo similar a un quejido. Esa tos se acentuaba con las luces rojizas que precedían a la noche, que por entonces era casi el único momento del día en que yo salía de casa si no era por causas de fuerza mayor, y acababan confundiéndose con la oscuridad de la madrugada o porque alguno de los dos nos habíamos dormido, o porque yo no estaba. Debo reconocer que aunque se hacía molesto terminé por encontrar en esos ruidos algo parecido a la compañía, y a veces, cuando me encontraba ensimismado y sumido en mis pensamientos, esos pequeños estruendos de cotidianeidad conseguían despertarme y parecían darme la respuesta a lo que fuera que estuviera barruntando. A la larga acabé aprovechando el sonido de sus penurias, y si estaba aburrido me permitía el lujo de jugar con él a una especie de Trivial en el que yo le hacía preguntas como ¿cuál es la capital de Kenia? Estornudo largo. ¿En qué año se hundió la armada invencible? Tos seca corta. Si él acertaba, punto suyo. Si no respondía en el tiempo establecido o fallaba, punto para mí. Cuando esa soledad impostada me apenaba un poco más de la cuenta y quería ganar para levantarme el ánimo, le hacía preguntas sobre literatura porque me parecía que la lectura no le interesaba mucho, e intentaba evitar temas con los que siempre me vencía como la biología o las matemáticas. No pocas veces pensé en utilizar nuestro juego secreto para formularle aquella pregunta horrible que Esther me había hecho tiempo atrás y que no se ajustaba (creía yo) a ninguna de las categorías habituales, aunque nunca tuve el valor suficiente para hacerlo, asustado por encontrar la gran respuesta en una tos con flemas.

Una vez volví de uno de mis cortos paseos algo cabreado por un motivo que no recuerdo y pensé que ganarle a las preguntas haría que me sintiera algo mejor, así que durante dos horas lo bombardeé con cualquier cuestión en que me creía mejor que él, y cuando en un sorprendente empate vi la partida un poco apurada, empecé con la literatura hasta ganar 10-5. Me fui tranquilo a la cama, con la noble sensación de quien ha vencido por saber jugar a tiempo sus bazas y preparando ya nuevas preguntas para esa hora tonta de la próxima mañana, justo después del desayuno. De esa noche recuerdo muchas voces y silencio al despertarme. A la una salí a la fuerza de mi casa camino de la oficina de correos, y tras saludarme como de costumbre el portero me dijo que Don Luís se había muerto.

No puedo explicar lo que sucedió en aquel momento ni por qué, en un triste rellano sin ventanas que escondía el mediodía, todo se volvió obvió de repente y comprendí que la solución al enigma siempre había estado ahí, frente a mis ojos, y que por un animal instinto de autoprotección y supervivencia nunca antes había querido aceptarla, tan sencilla y dolorosa como era. Tuvo que ser Don Luis quien en una excelente y macabra jugada final, de las que no ganan partidas pero las terminan, me descubriese el origen de aquella angustia continua con la que vivía.

Desde mucho antes de que Esther me la plantease, esa pregunta de inocente apariencia había estado presente en mis elucubraciones más pretenciosas y pueriles, escondida al fondo de mi mente bajo la sábana que cubre los muebles antiguos de cualquier trastero olvidado. Y mientras a lo largo de los años yo intentaba obviarla, su obligada respuesta había ido conformándose a la vez en algún lugar remoto, esperando que alguien convirtiese la duda en palabra para mostrarse ante mí con la esperanza de que fuera capaz de comprenderla y aceptarla.  Así que tras un instante de asombro, más por el descubrimiento interior que por la muerte de mi secreto compañero de juegos, me despedí y volví por fin tranquilo a casa, entré dejando abierta la puerta a mi espalda, descolgué el teléfono y tras el silencio que siguió al tercer pitido conseguí murmurar: soy yo.

círculos separadores Guillermo Antuña

Guillermo Antuña MartínezGuillermo Antuña Martínez. Nacido en El Entrego (Asturias) en 1995 y de padres periodistas, el gusto de Guillermo por la literatura viene desde muy pequeño, cuando se pasaba las mañanas de colegio leyendo a Boris Vian por debajo del pupitre. Hace varios años que vive en Madrid, donde termina sus estudios de Publicidad y Relaciones Públicas y Filología Hispánica, y busca su primera publicación.

📩 Contactar con el autor: antunamartinezg [at] gmail [com] com

Ilustración relato: Fotografía por Alexas_Fotos / Pixabay [public domain]

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