relato por
Jorge Castillo Llorente
S
ábado. Son las diez de la mañana. Patxi cierra la puerta del piso con doble llave y espera después a que se abra la del ascensor contiguo. Con él va una pequeña maleta de ruedas, una mochila estampada con los iconos de una vaquita frisona y flores amarillas, y detrás la dueña de la mochila. La puerta del ascensor se abre en el portal de la escalera; Patxi interpone un pie para que salga primero la pequeña Maite, su hija que apenas levanta más que la propia mochila. Ella se detiene ante el gran espejo unos momentos, busca en su imagen los detalles que más la deleitan: los cabellos rizados muy negros rodean una carita con grandes y luminosos ojos azules. Su vestido de una pieza le entalla los hombros redondos y su tripita algo prominente. Los calcetines blancos están aflojados sobre las hebillas de los zapatitos negros.
—Venga, Maite, sube al coche —le grita su padre desde la calle. Con lo pequeña que es, ya sabe lo que es hacer esperar y hacérselo perdonar.
Hoy Maite va al pueblo con papá en su furgoneta. «¡Bieeeeeen!», aplaudió anoche cuando le anunció lo que harían el fin de semana. Le gusta salir de Pamplona, y si es para ir a casa de los abuelos, mucho mejor. Viven cerca del campo, por donde los caminos te llevan a la rivera fresca de los ríos, llena de luces y sombras. Una casa desde la que se ven los pájaros y los árboles del bosque. Donde vive cosas distintas. Y siempre le esperan Roberto y Andrea, sus vecinos allí, y Maika, la hija del panadero, que está gorda por las cosas tan ricas que hace su padre. Y un tal Said, el chico marroquí, un poco extraño a veces, pero que se ríe mucho.
En cuanto Maite escuchó la llamada de su padre, dejó de mirarse en el espejo. Ella sola se abrió el portal y pasando por el hueco suficiente, salió a la calle y se montó en la furgoneta.
—Nos vamos —dice Patxi-, ¿vas bien sujeta?
Un puñado de cereales, el montón de tostadas calientes junto al tazón de leche y el zumo natural de naranja son los ingredientes del ritual con que Silvia inicia los fines de semana. Ha pasado los cinco días de la semana atendiendo peticiones de clientes y supervisando el trabajo en varias bodegas vitivinícolas de la zona media navarra, y aun quiere acercarse a unas instalaciones cercanas esta mañana. Tal vez sea de esa recobrada tranquilidad matinal de donde Silvia saca la motivación para la cocina con un desayuno de amplio espectro gastronómico. Es así como se mima cuando está sola. Llevaba años imaginando su vida en una casa propia, en cómo aprovecharía la matinal de los sábados. Y al ocupar su piso en Buztintxuri lo supo: con tiempo, con mucho tiempo, sin apremios. Entre semana, una tostada de mermelada de frambuesa temblando sobre el amarillo de la mantequilla sería tiempo robado a su precioso sueño. Sigue viviendo sola; Eneko plancha la oreja en su almohada de toda la vida, todavía. Hoy Silvia planea su mano sobre una excepcional bandeja de salmón fileteado, y se expulsa los eructos con golpecitos en el pecho embutido en una bata de franela blanca sobre el pijama. La satisfacción le lleva durando medio año.
A Lázaro, exaccionista mayoritario de la empresa que fundó hace cuarenta años, le llegó la jubilación un sábado comienzo de mes. Todavía no sabía cómo bautizar la experiencia, si un alivio por alcanzar una meta codiciada largo tiempo o una preocupación por lo que se ve venir: todo un mundo de tiempo desocupado. Ya lleva veinte días abriendo los ojos antes del amanecer, harto del blanco del techo, por no andar por casa sin perspectiva alguna de lo que hacer, y retomando con la imaginación la empresa que ha vendido con regocijo en su día y con culpa exasperada después por haberlo hecho. Lázaro bufa en la cama y da vueltas y más vueltas para disgusto de su mujer adormecida como es propio de la madrugada. Intenta asumir lo abrumador de su libertad, una libertad que no sabe manejar. Un horizonte amplio sin nada en lo que posar la vista,
—Si no vas a parar, levántate o haz algo —su mujer ya se lo temía.
Esta secuestrado por la sensación del «día después» a una vida de trabajo, el día de la liberación, el kilómetro cero de una nueva vida apetecida como el paraíso. Ahora las largas horas de ocio se vuelven ociosas, el sábado extiende su vacío al domingo y retiene la semana como un solo día, o como varios días clónicos de aquel sábado, el primero de su jubilación. «Pero, ¿qué voy a hacer ahora?», es su pregunta recurrente pero inédita en 65 años.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le pregunta Maruja, su mujer, mientras le observa vestirse, completamente desvelada.
—Daré una vuelta con el coche —y echa un vistazo por la ventana al Mercedes bajo el porche y al tiempo en el cielo.
Tres colegas se van al Pirineo. Goyo los recoge en su Seat Toledo por Pamplona y ahora desayunan en una cafetería de las afueras junto a una gasolinera. Van a pasar la noche del sábado en una cabaña frente al reto del domingo: una buena trepada al Vignemale. No hay prisas, están programados los horarios de la jornada. Tampoco tienen sueño, no salieron anoche de juerga, el curro quedó atrás y en el lunes nadie piensa. Dos cafés y un cola-cao, y dos bollos. No, que sean tres también. Mola calzarse esa vía de montaña que repasan juntos sobre el plano del libro. Persiguen los tramos que les pondrán en la cima y de ahí ya se ven saltando a las cumbres colindantes por encima de las dificultades con la levedad de las aves. Hoy estaremos aquí, el siguiente sábado iremos a este otro monte; en verano, quién sabe a dónde.
Se levantan de las sillas. Se está bien haciendo planes, pero hay que poner en marcha este sábado. Mientras José Mari se acerca a la caja, Goyo y Rolan observan ese Mercedes nuevo gris metalizado con la reseca envidia en la garganta. Un tipo de unos sesenta años o poco más, sale del baño y retoma las llaves del chico de la gasolinera. Detrás de la puerta de ese coche sobresale el lujo de la gama alta: el brillante nogal, la tapicería de cuero y un salpicadero que parece la cabina de un avión. El dueño escucha unos momentos la respuesta grave y rotunda del motor. Goyo y sus amigos se meten en su coche, un vehículo que fatigosamente puede competir en carretera. Los tres observan al Mercedes encarando la vía de empalme con la autovía. Rueda sin celeridad y en el nexo con el primer carril de la autovía se incorpora a la circulación con una marcha en exceso larga. De inmediato una furgoneta blanca rechina sus frenos por detrás y salta al segundo carril con agilidad. En el acto, el coche rojo que progresaba por este lado aminora brusco su velocidad y su piloto maldice con una sonora pitada el endiablado tapón que le hizo la furgoneta. El Mercedes acelera, y la furgoneta blanca regresa a la derecha. Los tres amigos, desde la gasolinera, silban el suceso como a una muchacha estupenda por la misma acera. Hay toda una mañana tensa de coches que compartir en la carretera.
El frenazo ha desparramado dentro del coche rojo los papeles contenidos en una pila de carpetas y, lo que es peor, el ordenador portátil se ha llevado un buen golpe. Ahora Silvia aprieta los dedos sobre el anillo del volante en un intento por controlar su enfado. Mira el desorden y la domina el arrebato por recoger y colocar cada hoja en su lugar mientras conduce, pero no puede. Advierte que le están haciendo señales de luces por detrás, y desconoce cuánto rato llevan pidiéndole que se aparte; parece que el reloj se detuvo con el frenazo tras la furgoneta blanca. Silvia continua atascada en ese último segundo antes de reaccionar. De alguna manera, la sensación de aquello que pudo suceder y no fue, o al menos su posibilidad tan clara, ha llegado a marearla de vértigo. Tiene que echarse a la derecha justo delante del causante de todo esto, el coche gris; tiene que ordenar sus papeles, y tiene que encontrar un área de descanso para detenerse.
Patxi aprieta el acelerador para adelantar al tío del Mercedes gris. Maite, desde el asiento de atrás, se fija en el interés ofuscado de papá por él. Le está dirigiendo un bisbiseo amenazador que no puede entender. Su ceño fruncido recortado contra el cristal le deja a las claras que es el papá de los enfados y no otro. Al regresar a la derecha, también ha adelantado al coche rojo de la rubia, la que se ha desahogado antes con el claxon. Maite advierte cómo la mirada insistente de su papá salta desde el espejo retrovisor derecho al espejo interior de la furgoneta, por encima de ella misma. Como si algo intrigante pasara por detrás. Entonces Maite decide auparse un poco con sus manos, volver la cabeza, y echar una ojeada a esa mujer joven en solitaria complicidad con el teléfono móvil por el que habla, ni alegre ni serena, sin parar. No entiende porqué ha llevado su coche del carril derecho al izquierdo y luego ha vuelto al derecho. Silvia y Maite van espaciando el contacto de sus ojos cuando el gran coche gris la sobrepasa y ocupa el lugar intermedio. Maite se sienta mirando hacia adelante. Esta vez Patxi estaba atento a otros detalles sobre el asfalto. Por eso tomó su osito, al que había aplastado con su cuerpo, le atusó convenientemente el pelaje y se distrajo con el paisaje y los otros coches que iban y venían sin descanso.
Silvia deja el teléfono sobre el asiento del copiloto, junto al estuche de las gafas y la agenda, que todavía sobreviven en su lugar. Ha hecho una llamada, tenía la urgencia de hablar con Patricia y contarle de paso lo que le había sucedido con estos locos de la carretera. Pero lo que la calmó fue la cara de curiosidad de una niña a través del cristal trasero de la furgoneta. La autovía continua recta e incólume, sin un apeadero en bastantes kilómetros, y prefiere no mirar al suelo del coche y verlo todo tirado de forma lamentable. Sin el encontronazo de antes todo estaría en orden. Se asoma un poco a la izquierda para ver la hilera que lleva por delante y que se le está escapando. La adelanta el Mercedes gris que venía emitiendo destellos, piensa que tal vez ha sacado demasiado su vehículo a la izquierda. Luego, un Seat Toledo color verde, viejo y con bastantes ganas aún, entra en escena con la evidente intención de aprovechar el hueco que va dejando por delante. Hay tres chicos veinteañeros en conversación animada, seguro que con la música a tope, piensa. La miran descaradamente; acaba de ser fagocitada por la bulla que se traen, es algo que se comprende de un vistazo. El coche rojo de Silvia es mucho mejor, y lo va a hacer valer para no verse más a merced de gente con licencia para todo.
Da gusto estrenar coche. Es el premio de su jubilación: todo confort. El cuero de los asientos desprende un aroma inconfundible a nuevo. Al cuentakilómetros le quedan casi todos los números por aparecer. El motor ruge su potencia intacta. Lázaro sabe que por ese precio no hay coches malos; este le dio buenas vibraciones desde el principio y salir con él le evade. Conecta un CD o con una emisora de radio y se fraguan sensaciones positivas y sencillas, y lo que es mejor, libera su mente de esa costumbre por hallar en cualquier asunto lo que pueda torcerse o peligrar hasta perjudicarle. Los campos verdes de cereal remontan el fondo del valle por las faldas de la sierra. La brisa obliga a cabecear los millones de tallos, son oleadas de espigas tiesas, de trabajo y riqueza. Es ahora cuando baja el parasol y contempla las fotos de sus hijas estudiantes en el extranjero, y las deja así, tangibles en su día de sábado.
Cuando inicia la subida al puerto de Loiti, Lázaro aprovecha para adelantar; su punta de velocidad se lo permite con rapidez. Es un placer, y comienzan los descartes que criban a unos vehículos por detrás de otros. Al final confluyen más a la izquierda que a la derecha. Justo le ha tocado a Lázaro esa furgoneta mediana de antes entorpeciendo con su cansino adelantamiento la marcha de su Mercedes. Le lanza fogonazos de luces pero el lerdo de su conductor no se aparta. En realidad, nadie lo hace nunca, así que continúa subiendo el leve puerto al modo de los torpes con la paciencia de los perjudicados. Si antes se equivocó él, ahora le toca al otro. Arriba tiene una vista bonita, la del valle de Lónguida, como un pequeño reino en el que nada falta. La línea de picos pirenaicos alzados al fondo es testigo inamovible de cuando la autovía fue carretera, y esta un camino de herradura de infinitas curvas. Tiempos superados.
La pequeña Maite nota destellos dentro de la furgoneta. Su padre, de inmediato, otea lo que lleva detrás y no lo pierde de vista. Va a seguir su propio ritmo subiendo el puerto, ocupando el carril de adelantamiento, pasando a otros coches y camiones hasta que le parezca suficiente. En seguida comienzan a rodar cuesta abajo. El hombre del Mercedes vuelve a avisar con las luces, pero lo que le llama la atención a Maite es la cruz negra sobre su cabeza calva en medio del cristal parabrisas, diciendo «no» con su balanceo de izquierda a derecha. Cuando Patxi se echa a un lado es en la bajada y el largo Mercedes pasa a su lado. Maite y su osito ven las fotos de las dos chicas y ese crucifijo de madera pendiendo de un hilo con bolitas. Muchas son las figuras que acompañan al hombre del coche enorme. Esa cruz tiene algo embrujador, porque pasa a verla por delante desde que Patxi se ha pegado a su parte trasera. Y es que ha vuelto el rostro fiero y enfadado de papá. Ahora se acerca hasta ocupar la sombra del coche gris en todo momento, sin dejarlo un centímetro. La coronilla pelada de Lázaro apenas es visible tras el asiento, aunque las fotos siguen allí. Si él se sitúa a la izquierda, Patxi lo imita. Están unidos por una conexión rígida e inmutable. El viaje de Maite es ahora un baile de parejas por una pista cuesta abajo, agarrados ambos vehículos por la voluntad de Patxi, hipnotizado, mientras ella está seducida por la cruz y las fotos de las chicas.
La autovía se termina y el Mercedes parece ahora más pequeño confrontado con el camión que le frena por delante, un pesado coágulo en la arteria vial. La calva, la cruz y las fotos quedan subsumidas en la vorágine de las grandes ruedas, de los ejes girando y los sucios bajos de la carrocería. La persecución de Patxi entra en un letargo que no presagia nada, ni bueno ni malo. Él y Maite se miran en el espejo retrovisor y las sonrisas fluyen coloreando las mejillas.
Lázaro comienza a asomarse por la izquierda del camión. Está demasiado pegado a él: necesita pisar la raya continua para saber si vienen coches en dirección contraria. Saca su pañuelo del pantalón y se lo pasa por el cuello y la frente al comprender las reacciones a sus movimientos, el baile sincronizado entre él y la furgoneta blanca de detrás. Alarga la mano y posiciona el espejo interior para analizar mejor a los ocupantes que le siguen, es decir, el tipo que se ha molestado con él, moreno y de gafas oscuras, al que tiene calado desde hace rato, y a la niña que ahora advierte, una pequeña silueta de rizos flotando sobre el salpicadero de la furgoneta que la transporta como la barca de Caronte. Se estremece, recuerda sus hijas inmortalizadas en Washington mirándole con cariño desde ese pequeño retablo de seres queridos que es el parasol. El camión aminora la marcha, y Lázaro observa al tipo de la furgoneta calibrar la posibilidad inmediata de un adelantamiento. Sí, en efecto, Lázaro comprueba que ahora existe y salta rápido y antes que el otro con un potente acelerón. Hay hueco suficiente en el carril contrario para invadirlo antes de que llegue un pelotón de ciclistas de frente. Pero la furgoneta blanca no ceja en su empeño y la arrastra pegada a él. El camión se aparta un metro a la derecha sobre el arcén. Lázaro comprende ahora que no todo son ciclistas. Delante de ellos viene una moto. Hundiendo el pie en el acelerador, un golpe de volante lo devuelve a su carril rebasando al camión, pero la moto se aparta a su arcén cuando el loco de la furgoneta y después un coche rojo, que Lázaro no sabe de dónde sale, adelantan también al camión y casi arrasan el pelotón ciclista. El camionero aplica un estruendoso bocinazo, y Patxi arroja más cabreo porque su furgoneta tampoco carece de bocina. Maite se vuelve asustada en su asiento para apreciar lo que pasa a su espalda: la chica rubia del coche rojo se aprieta una mejilla con la mano. La misma chica que antes vio, como ahora, ir menguando porque se queda de nuevo atrás, cada vez más alejada.
El silencio se hace lentamente con los labios de Silvia, van extinguiendo el nombre de Eneko pronunciado como un mantra que la escude de los depredadores. El ámbito interior de su coche se puebla de un calidoscopio de sensaciones: el olor de Laki, el perro labrador de sus padres, que corría con ella por las arenas finas y cálidas de las Landas cuando era pequeña; las diecisietes velitas con sus correspondientes llamas en su tarta de cumpleaños; y las fiestas estupendas en el piso con sus amigas de la universidad la noche de los viernes; la superación personal en un mundo laboral dominado por hombres. Esa cadena de imágenes se corta cuando un conductor te trata como daño colateral de su guerra particular.
Ella apenas vio a los ciclistas; cerró los ojos, gritó e invadió bruscamente la derecha.
—Contesta, Eneko, contesta. Coge el teléfono… —le dice al teléfono móvil con el dispositivo de manos libres activado.
El rostro implacable de Patxi no se aparta un momento de su enconado pulso con el Mercedes; ese matiz acosador y obsesionado de su papá no se descuelga del espejo retrovisor, y Maite se hunde con su osito en el asiento trasero para no ver nada más.
Lázaro mantiene una velocidad constante, y vigila en la carretera a los que vienen en dirección contraria. Busca por la cuneta un sitio donde salirse y, sobre todo, no pierde de vista a la furgoneta que le abruma y le acosa. La aguja de la velocidad está clavada en los 90 km/h; el pie no se mueve un milímetro, las manos se agarrotan sobre el volante esperando que el otro le sobrepase de una maldita vez y se olvide de él definitivamente. Quiere hacerse perdonar. En cuanto puede (conoce bien la carretera), activa el intermitente de la derecha: va a salirse de la carretera.
—¿Vas bien, Maite? —le pregunta su papá.
Ella confirma con la cabeza. Apoyada en su osito, mira la luz naranja y parpadeante del Mercedes por la derecha. El señor mayor de las fotos y la cruz se separa de ella deteniendo abruptamente su vehículo en medio de la turbia polvareda sobre un trozo de tierra. Ha agachado su frente contra el volante, y su calva, brillante de sudor, es arrebatada enseguida por los remolinos agitados de la nube de tierra reseca.
Pero la carretera sigue, y ya falta poco para llegar a casa de los abuelos.
—Mira, Maite, ahí está la policía.
A la entrada de Yesa el control los deja pasar sin problemas, pero echan el alto al coche de atrás, un Seat Toledo. El policía interroga al conductor y los ocupantes; estos empiezan a hurgar en sus carteras para acreditar que, aunque jóvenes, no son culpables de otra cosa.
Llegando la noche, cuando los grillos sustituyen a las cigarras, la abuela se limpia las manos bajo el grifo y las seca satisfecha de tener la cena lista. Maite pasa troncos a papá para que alimente el fuego de la chimenea. Le gusta ver cómo arden y se convierten en ceniza, esa cálida emanación de tranquilidad. Suena el teléfono. Es su mamá preguntándole que tal ha pasado el día.
—Hemos visto el castillo del Javier con el abuelo. Y mañana me va a enseñar a pescar en el río. También he hecho un dibujo.
—¿Es bonito? ¿De qué es? —le pregunta mamá desde Pamplona.
—Es de la carretera con los coches. Es para ti.
—Cuídate, mi vida. No te separes de papá ni de los abuelos. Ahora dame un beso y ponme con tu padre.
Patxi se va a otra habitación para hablar con la mujer de la que se está separando.
La abuela agita el hombro del abuelo, sentado en el sofá.
—Vamos a cenar, apaga la tele. Qué película tan rara estás viendo.
—Espera, que es El séptimo sello, ahora acaba.
—Pero si te estás quedando dormido.
—Calla, abuela, calla. ¿Qué sabrás tú?
Es de noche cerrada, y algún perro pendenciero ladra por las calles desiertas de Yesa. El abuelo saca del aparador cubiertos para cuatro y la abuela entra en el comedor con la olla y sus vapores entre las manos.
—¿Es la mamá quien llamó? —pregunta la abuela—. Bueno, vamos a recoger la mesa de cachivaches.
Maite mete a puñados los lápices de colores en una caja metálica y redonda de galletas danesas. En cuanto al dibujo que hizo, el abuelo se lo lleva a los ojos miopes para admirar los personajes alargados dentro y fuera de los coches. Una franja negra cruza el folio de parte a parte y recuerda a la carretera. Una niña como Maite transita detrás de un hombre de gafas negras como su padre.
—Esta eres tú —le dice el abuelo a Maite, y luego llama la atención de la abuela—. Parece una danza macabra como la de la capilla del castillo. Y qué caras tan asustadas tienen todos, ¿eh?
—¡Patxi, la cena ya está servida! —la abuela preferiría que su nieta pintara cosas más imaginativas y alegres, como las demás niñas.
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Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 68 | marzo-abril de 2013 – MARGEN CERO™
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