relato por
Jesús Cano Urbano
Nacido de la conversación sobre la muerte
con mi musa Cristina Rodríguez
E
n mi caótica ruta por los pueblos gallegos comencé a desesperarme. Aquel viaje empezó como una pauta de reflexión para ordenar mis ideas y dirección en la vida. Debí marcar una ruta, pues a pesar de la belleza de los pequeños pueblos, no dejaba de perderme y desesperarme.
Aceleré al ver el lejano poblado; ya eran las cinco de la tarde y estaba muerto de hambre. Pero mi decepción fue mayúscula… No era ningún poblado. ¡Aquello era un enorme cementerio! A pesar de sentirme engañado por la lejana vista, no pude evitar curiosearlo; carecía de puerta, tan solo un enorme arco de vieja piedra erosionada por el tiempo. Ni una tumba en el suelo, ni estatuas ni panteones. Toda aquella necrópolis era un enorme laberinto de nichos. Camine por los largos pasillos que formaban, y pude observar que algunos eran de piedra y muy antiguos, otros de ladrillo y, tal vez los últimos, de cemento. Pero todos conservaban la misma altura y número de nichos. El único colorido pertenecía a las losas frontales; de mármol rojizo y letras grabadas en azul… ¡Qué epitafios más largos! Leí uno al azar: «…Y sus manos acariciaron la sonriente carita. ¡Escucha! Gritó corriendo hacia la ventana atraída por el canto del Benteveo. Pero el ave no estaba en las ramas del cercano castaño. ¡No puedo encontrarlo! Casi lloró por la pena. ¿Cómo explicarle que lo que había oído eran sus propios recuerdos? 18-03-1952».
No comprendí tan extraño epitafio, y leí otro tras unos cuantos pasos: «La lluvia hizo tintinear todas las flores creando una dulce melodía, a la par que el olor a tierra mojada penetraba por la ventana. Miré el reloj del péndulo roto, eran casi las tres de la mañana, y comprendí que avó Agostiña no vendría esta noche… 29-10-1972».
Aquel texto me confundió aún más. ¡Qué incoherentes frases para una despedida de este mundo! Desde luego no eran para consolar a nadie. Debí fijarme mejor, los pasillos que no eran iguales, eran parecidos, y por mucho que intentaba recordar no encontraba la salida. Todo aquello se tornó siniestro hasta angustiarme. Conseguí distinguir la zona vieja de la nueva, lo cual no me ayudó a salir. ¿Qué pasaría si llegaba la noche? No parecía haber ninguna farola ni lámpara. Alcancé el ultimo nicho de uno de los pasillos, y leí su losa como referencia: «… ¡El reloj se ha parado! Exclamó con pena. No, cariño; es el tiempo, que se ha escondido detrás de las manecillas. Si le das cuerda lo espantarás y saldrá de su escondrijo. 05-02-1981».
Intentaría recordar esta frase para darme cuenta si pasaba otra vez por aquí. Pero no volví a tropezar con la dichosa sepultura por mucho que caminé.
El aire se humedeció y la luz mermaba por momentos, fue entonces cuando escuché un lejano canturreo. La idea de huir del misterioso sonido casi me dominó; tuve que agarrarme a la razón con uñas y dientes para acercarme en busca de ayuda. Pronto pude ver a la señora entrada en años, que con una esponja atada a una larga caña limpiaba las inscripciones.
—¡Boa tarde! —me dijo con normalidad, mirándome con unas enormes gafas que agrandaban sus grises ojos.
—Buenas… —respondí desconfiado.
—¿Está leyendo? —preguntó alzando el pie para sacudir la esponja en él.
—¡No! Intento salir de aquí.
—¡Pero qué me dice! —dejó la caña en el suelo, acercándose—. Si es muy fácil.
—No es tan fácil… Llevo horas dando vueltas —me alejé un paso recordando mil películas de terror.
—Siga las fechas de las lápidas.
—¿Qué?
—¡Sí, hombre! La tumba más antigua está en la entrada. De ahí parten todas en orden de antigüedad. Sigua las fechas hacia atrás y llegará a la entrada.
La señora se dio la vuelta para proseguir con su trabajo, y realmente me quería marchar, pero me pudo la curiosidad.
—¿Qué es esto? —pregunté provocando un brusco giro de la mujer.
—¡Pues un campo santo! —alzó sus manos con asombro.
—¡Bueno! Pero es bastante raro.
—¡SÍ! —apretó los labios afirmando con la cabeza—. Un poquito, sí.
—¿Y por qué es así?
—No es por nada extraño. Hace muchísimos años el cementerio del pueblo se quedó pequeño, e hicieron este. Como todos los habitantes tenían su idea de cómo debería ser, llegaron a un acuerdo; la tumba del primer fallecido marcaría la rutina de cómo serían todas las demás. El cementerio antiguo era un desorden total, y no querían repetir problemas.
—¿Y los epitafios?
—¡Espere! ¡Espere que le cuente! Pues mire por donde el primer fallecido fue un frustrado escritor del pueblo… —alzó su mano con énfasis—, y el desgraciado no tenía familia ni dejó instrucciones. ¿Entiende?
—Pues no.
—¡Ahora le cuento! Murió sentado en su escritorio, había comenzado un cuento… ¡Solo las primeras líneas! Con tinta azul, pero en su muerte derramó sangre de su boca sobre la hoja. ¡Murió de tisis!
—Pues sigo sin entenderlo.
—¡No le he dicho que ahora le cuento! —casi se enfadó—. Pues eso, pusieron en su losa, tal como el escrito que encontraron; el principio del cuento en un fondo rojo.
—¿Y los otros epitafios? —pregunté con algo de miedo.
—¡Pero bueno! ¡Menuda mollera! ¡Escuche, que ahora le cuento! Como esa fue la primera tumba, los más ancianos comenzaron a proseguir el cuento. Es ya una tradición. Cuando uno enferma o envejece sigue el relato.
—¡Es un relato en cadena!
—Pues sí. Yo ya tenía escrita mi parte, pero se me adelantó una vecina y tuve que cambiarlo.
—¿Y no es algo macabro?
—¿Por qué? Hace a la muerte normal; piensas en ella como algo más que un final, pues cuando llega no acaba todo… —señaló las lápidas—. Esto lo prosigues. ¡Fíjese! Mi madre lleva aquí muchos años, y aún tiene algo que contar.
Recuerdo cómo seguí, con tranquilidad, las fechas hasta salir de aquel singular cementerio. Con los años lo he olvidado casi todo. Ya ni siquiera el viejo bastón es mi aliado. Siempre sentí una atracción sorprendente por retornar, y leer la póstuma historia que los nichos susurraban desde su descanso. Hoy pienso que me gustaría morir en aquel pueblo, para vencer al olvido; para por siempre tener algo que contar.
📩 Contactar con el autor: supertorke [at] gmail.com
📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 82 / septiembre-octubre de 2015 – MARGEN CERO™
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