relato por
Guillermo Presti
Este relato, rigurosamente auténtico y fechado en agosto de 2045, ha sido extraído del libro Crónicas de los Historiadores del Futuro, la profesión de moda en el siglo XXI.
L
as playas del Bogatell, en Barcelona, nacieron con los nunca olvidados juegos Olímpicos de 1992, allá por el siglo XX. Sigue siendo uno de sus más modernos y bellos distritos aunque aún conserva restos de la antigua ciudad. Pequeños cafés escondidos en estrechas callejuelas adoquinadas, son la cita preferida de viejos catalanes aficionados a la pesca.
Las playas son muy frecuentadas. Hay baños, duchas, sala de primeros auxilios y acceso para discapacitados. La presencia de nudistas ya no asombra a nadie. Dos malecones paralelos protegen la playa de las marejadas del Mediterráneo. Entre ellos se forma una especie de puerto utilizado para botar al mar equipos deportivos.
Esta crónica arrancó cuando dichos malecones comenzaron súbitamente a ponerse de moda. El fervor popular les asignó propiedades milagrosas. Archivos del año 2025, describen la presencia en el lugar de un grupo familiar compuesto por una compungida señora mayor, a todas luces viuda reciente y sus dos hijas, una de ellas paralítica que se trasladaba en sillas de ruedas. La madre, de riguroso luto, llevaba en sus manos una pequeña urna. Sin duda las cenizas de algún ser querido, probablemente el marido y padre de las chicas. Devota y humildemente caminaba con los brazos al frente como si fuera a ofrecerla a alguna divinidad. Arribaron a la playa por la mañana temprano de un despejado día de verano. Los bañistas no tardarían en llegar. Las tres mujeres conversaban sobre la triste misión que las trajo a esta playa: arrojar al mar la urna para que las cenizas del occiso regresaran a la vida. Él mismo lo había pedido así…
—No quiero pudrirme en un cajón. Prefiero un horno bien caliente. Arrojen mis cenizas al mar… Como no sé nadar me iré directamente al fondo. Poco a poco nos reuniremos para volver a la Tierra en algunos millones de años…, aunque no sepamos si seguirá allí.
La flamante viuda dejó caer los brazos por el cansancio. Comenzó a sollozar. Temía internarse en la escollera. Una de las hijas, al ver la aflicción de la madre y ante la perspectiva de arrojar al mar las cenizas del padre que no sabía nadar, rompió en llanto y perdió el aplomo.
Quedó pues la otra hija, la paralítica. Debía ser la mayor. Sin más ceremonia, audaz y decidida, cogió la urna y la dejó en su regazo. Con los brazos libres comenzó a rodar la silla y se metió en uno de los espigones sin asustarse del viento. Unos pescadores la vieron avanzar y temieron que fuera arrastrada por alguna ráfaga de tan frágil que parecía en medio del rugido de las olas. La temeraria mujer se acercó al borde. Explicó luego, que estando la escollera rodeada de piedras, temía que la urna se rompiera antes de hundirse en el mar.
Luego de un minuto de recogimiento y en el filo mismo del abismo, alzó los brazos y arrojó con fuerza la urna. Estando en silla de ruedas no pudo darle suficiente envión para llegar al mar sin escalas. Los solidarios pescadores, sin que ella los viera, la rodeaban prestos a socorrerla. La madre y la hermana contemplaban la escena desde la seguridad de la playa.
La urna golpeó en una piedra. Se oyó claramente el rasgado del material. Pero no se rompió. Llegó entera al agua y desapareció de la superficie. Los conmovidos pescadores rodearon a la audaz inválida y empujando la silla de ruedas la acompañaron de regreso. Una pequeña multitud reunida en la playa había presenciado la escena. Todos aclamaron a la paralítica.
Los pescadores se ocuparon de divulgar el evento en los folklóricos bares cercanos mientras saboreaban sus carajillos. Algunos de sus oyentes lo hicieron luego en las redes sociales donde se reúnen los seres humanos como una enorme colonia de abejas. La figura de la paralítica y su silla de ruedas, arrojando al mar la urna del padre en el borde mismo de la escollera, se convirtió en objeto de culto y devoción. Un pescador había captado la imagen con su móvil.
Bastó un solo comentario acerca de una protección sobrenatural que resguardaba a quienes ofrecían al mar las cenizas de sus seres queridos, para que la cosa comenzara a tomar cuerpo. Un hecho milagroso había ocurrido. La paralítica quedó santificada por el fervor popular de la noche a la mañana. No sabía su nombre, pero ni falta que hacía. A la mañana siguiente, algunas personas vestidas con ropas oscuras, se acercaban con timidez a las escolleras portando un objeto envuelto a veces en una bolsa de supermercado y otras en respetuosos envoltorios de color negro y borlas doradas. Ingresaban al malecón de la paralítica y, luego de unos segundos de recogimiento, arrojaban las urnas al mar. Parecían no temer los embates del viento. Tampoco soplaban furiosas ventiscas. Solamente lo necesario para poner en marcha a las perezosas olas.
En pocos días las procesiones de cortejos fúnebres comenzaron a aumentar. Familias enteras aguardaban pacientemente en la playa a que otra cumpliera su ritual y pudieran hacerlo ellos. En un principio acudían a la escollera de la paralítica, pero el aumento creciente de cortejos llegados de todas partes de España, extendió el ritual a cualquiera de las dos. Las familias miraban cuál estaba menos congestionada para ponerse en la fila, como en las cajas de un supermercado.
Todos repetían el ritual de la paralítica que arrojó las cenizas del lado externo de los espigones. Luego también fue utilizado el lado interno. Los cortejos ubicados en uno u otro espigón se miraban a las caras y echaban a volar sus urnas sin más precauciones. Ninguna llegó al otro lado. La distancia no era corta y no faltaban en los cortejos algún atleta con capacidad extra de lanzamiento, pero el viento de la playa manejaba a su antojo objetos tan livianos como una urna funeraria de las modernas. Distinta hubiera sido la misma ceremonia en la orillas del viejo Nilo. No obstante, todas las urnas iban a parar al mar. A veces chocaban unas con otras…, pero sin grandes consecuencias.
La cortesía entre los cortejos no duró demasiado, faltaba más. La gente, impaciente por deshacerse de sus muertos, intentaba ingresar al malecón sin respetar prioridades. Algunos organizaban turnos que tampoco duraban mucho. El encargado del turno se mandaba a mudar luego de cumplido su trámite. Una vez en la escollera la cosa no mejoraba. Los espacios en el borde eran muy disputados. Todos querían estar en el mismo filo del abismo. Los pescadores, a la vista de la invasión, se hicieron fuertes en el extremo de las escolleras y no dejaban acercarse a nadie.
Los deudos se pasaban la urna de mano en mano y regreso para que sea el pariente más respetable quien se deshiciera de ella. Cada familia demoraba más de lo que la otra deseaba… y ésta a su vez era recriminada por la siguiente. Al minuto de recogimiento previo al lanzamiento se agregó otro minuto posterior para la despedida. Si esto se cumpliera a rajatabla, ninguna ceremonia de arrojar las cenizas del marido, amante, padre, madre, familiar o amistad, demoraría más de cinco minutos, seis a lo sumo. En la práctica no era así. Entre la congoja de unos, los sollozos de otros y el llanto descontrolado de algunos, sumadas las quejas, insultos y amenazas de arrojar a todos al mar, se demoraba una buena media hora en cada lanzamiento. Había frecuentes rencillas entre quienes despedían a su difunto y los recién llegados. Unos no tenían apuro, es cierto; pero los otros estaban aún a merced del tiempo.
Un acalorado individuo con problemas de tensión arterial, que se tomaba la vida muy en serio, sufrió un paro cardíaco en el borde del malecón mientras discutía con otro. Su cadáver de carne y hueso, bastante magullado por los sucesivos golpes de roca en roca, debió ser rescatado por los equipos de salvamento de la Guardia Civil. Luego sería incinerado y vuelto al mar. Hubiera sido mejor, dijeron algunos guardias civiles, haberlo dejado allí.
Tampoco se mantenía el horario de la paralítica. Los quejumbrosos cortejos, abriéndose paso entre la multitud de bañistas que merodeaban por la playa, aparecían en cualquier momento.
Los amantes del surf o la navegación a vela debían sortear a las figuras vestidas de negro para abordar sus navíos y deslizarse al mar en el espacio entre las dos escolleras. Para salir del pequeño puerto, una vez en el agua, debían pasar entre los grupos de deudos ubicados en los bordes internos. No era algo grave. Solamente debían esquivar alguna que otra urna y cuidar que ninguna terminara golpeando en su cabeza. No era agradable sufrir un golpe de urna. Como ya hemos visto eran de baja calidad. Un impacto fuerte bastaba para liberar su contenido. El malogrado deportista, alcanzado de pleno, caía al mar rodeado de las cenizas de su congénere.
La playa, a ambos lados de los malecones, estaba repleta de gente, algunos desnudos y otros a medias. Los adictos al nudismo no vacilaban en interrumpir el paso de un cortejo para cruzar de un lado al otro. Recibían insultos pero no los respondían, se limitaban a detenerse y enseñar el culo desnudo en un gracioso gesto de vodevil, muy simpático por cierto. Los deudos iban siempre de riguroso luto. Algunas viudas se lamentaban en voz alta a la antigua usanza. Su plañidero canto sonaba en toda la playa. Los cortejos, por otra parte, entonaban canciones litúrgicas. Los bañistas interrumpían con bromas pesadas y respuestas burlonas.
—¡Anda a que te den por culo…! —era lo más escuchado.
Nadie se bañaba ni navegaba ni practicaba deporte alguno cerca de las escolleras. La zona, milagrosa para unos, era maldita para otros.
Algunas congregaciones comenzaron a organizar inhumaciones marítimas de varios muertos a la vez. No podían llamarles entierros y tampoco enaguas. No era exactamente un entierro pues no se volvía a la tierra según dicen los libros sagrados… Pulvis es et in pulverum reverteris [i]. La palabra enagua sería más exacta, pero ya está ocupada como prenda interior femenina. No sería decoroso incluir a los muertos en una definición… ya de por sí bastante sospechosa.
Las familias que entregaban sus urnas a las congregaciones se evitaban el agobiante paso entre los bañistas. Podían presenciar todo confortablemente sentadas en los bancos del Paseo Marítimo. Esto tenía su inconveniente. A la distancia no lograban identificar cuál era su urna para rezar una plegaria en ese momento. Se intentó dar un número de orden, pero no había seguridad de que se siguiera escrupulosamente. En esos dramáticos momentos podía alterarse todo… Claro que al final del operativo todas iban al mar, sea el orden que sea.
No obstante, los impacientes grupos familiares daban la bienvenida a los cortejos múltiples. Las ceremonias eran más sencillas y rápidas. El espacio en las orillas de los malecones tampoco daba ya para conservar el viejo estilo de familia por familia cuando las colas de deudos eran tan largas, que comenzaban más allá del Paseo Marítimo… y complicaban el tráfico.
Las congregaciones lanzaban una urna y luego otra. Cada una requería su minuto de recogimiento y despedida. Tras la avalancha de quejas se resolvió hacerlo todo al unísono. Cada integrante de la fila recibía una, dos y a veces tres urnas en sus manos. La identidad del muerto, muy importante en la vida, no lo era tanto en esos momentos. Se utilizaba un silbato a modo de chupinazo. El primer pitido anunciaba brazos en alto y el segundo decidía el lanzamiento.
Los bañistas estaban muy molestos con ese desfile de gente vestida de negro bajo el tórrido sol del verano. Si por lo menos lo hicieran en silencio —solían decir— sin entonar esos agobiantes salmos elegíacos o cantaran, como sucedía muy pocas veces, algo al estilo de Louis Armstrong… When The Saints Go Marching In.
Sea como sea, no era un espectáculo gracioso en medio de la diversión playera. Los niños preguntaban cosas y los padres respondían lo primero que les venía a la cabeza como es costumbre. A veces un grupo de jóvenes que jugaban al vóley playa, perdían la pelota y ésta iba a parar entre los sufridos penitentes. Como no hacían ademán de devolverla, no faltaba alguna jovencita en bikini o sin bikini, que se mezclaba entre los manifestantes para recuperarla.
Las mujeres desnudas, corriendo tras la pelota, escandalizaban menos que los hombres. A unas se les agitaban los pechos y, según el tamaño, llamaban más o menos la atención. Claro que la agitación dependía de la masa agitable. Pero los hombres resultaban escandalosos con el insolente bambolear del flácido pene acompañado de sus dos inseparables amigos.
También los inocentes niños, enfrascados en sus juegos de playa se entremezclaban en los cortejos con gran disgusto para padres, madres, cuidadores y deudos. No faltó una urna en el suelo, un pelotazo en la cabeza o un helado derramado en las negras vestiduras.
El Ayuntamiento de Barcelona no podía estar ausente y tomó cartas en el asunto. Había que prohibir algo aunque de momento no se supiera qué. Los ayuntamientos prohíben todo lo que pueden y éste no era una excepción. Aunque no se lo mencionaba, poderosos intereses con amigos en los Ayuntamientos, se movían en las sombras. Los tanatorios acusaban una merma de clientes por la ridícula moda de incinerar los cuerpos y arrojarlos al mar. Se resolvió prohibir las inhumaciones de cenizas en las playas de la ciudad y alrededores. Precaución innecesaria puesto que el tema solo afectaba a la de Bogatell, la playa de los muertos.
La prohibición no resolvió el problema, pero lo transformó en otro. Ocurre con las prohibiciones dictadas sin ton ni son; una tradición de los ayuntamientos españoles y… otros.
Las procesiones fúnebres dejaron de lado las negras vestiduras y se adentraban en la escollera ataviados como cualquier bañista. Los más audaces iban desnudos. Es sabido que el cuerpo humano pierde su atractivo inicial para comenzar a parecerse a su propio cadáver. Los deudos, en su mayoría de avanzada edad, pretendían convencerse y convencer a los demás de que aún estaban vivos. La presencia en las escolleras de gente vieja con sus cuerpos arrugados y desquiciados, algunos en muletas, otros con bastón y otros en silla de ruedas, alertaron a la Guardia Urbana. Los sagaces agentes dedujeron que algún difunto podía estar detrás de toda esa parafernalia. Los deudos eran seguidos y vigilados para ver si arrojaban algo al mar.
Aduciendo que personas de edad podían verse en peligro ante un repentino embate del mar, se las ingeniaron para dificultarles el acceso al malecón. Los pocos jóvenes que iban en los cortejos debían internarse en las escolleras. En los extremos ocupados por los pescadores había sitios disponibles. Allí la cosa era muy fácil. Se podía arrojar la urna de espaldas a la policía. No había que alzar el brazo ni tomar impulso y no importaba que la urna rebotara en las piedras. Simplemente con las manos en el pubis, como sosteniendo el pene en actitud de orinar, se la dejaba caer a las aguas del Mediterráneo. Los pescadores otorgaban permiso gustosamente. Tenían sus razones, como se verá más adelante.
No todos los cortejos disponían de jóvenes. Habida cuenta de que una demanda crea de inmediato una oferta según la vieja ley del capitalismo, vigente aún a mediados del siglo XXI, los ancianos, pagando una módica suma, contrataban un joven dispuesto a llevar la urna hasta el extremo de la escollera. Los policías comenzaron a desnudarse para no ser vistos y perseguir a quienes arrojaban urnas. Entonces, hombre o mujer, abrían la palma de la mano —el único sitio para tatuarse su identidad policial— y detenían al infractor o infractora. Era solo una pequeña molestia. No se trataba de un delito sino de una falta redimible con multa. Los jueces, personas de edad avanzada, acostumbraban formar parte de los cortejos. Solían perdonar al infractor, hermano, primo, tío o pariente lejano.
Los deudos, desengañados del ayuntamiento de Barcelona y pese a estar tenazmente perseguidos, no abandonaron su creencia en la milagrosa playa de Bogatell. Una idea solo se la puede combatir con otra idea. Al igual que los antiguos cristianos se refugiaban en las catacumbas, ellos lo hicieron en la misma playa y a la vista de todo el mundo. Venían ataviados como simples turistas llevando una sombrilla, un colorido bolso de playa y una fiambrera donde reposaba la urna —cada vez más pequeñas y baratas— con las cenizas del difunto. Pasado un rato de disimulo para que los sagaces ojos policiales dejaran de vigilarlos, se internaban en el mar llevando escondida la pequeña urna. Una vez en el agua se agachaban y simplemente la dejaban allí. Eso sí, conservaban el minuto de recogimiento de antes y después. Solían persignarse con disimulo.
Los bañistas no tardaron en darse cuenta de la triquiñuela, pero como ya no vestían las desagradables ropas de luto e incluso alguna viuda bien formada llegaba en bikini, cambiaron su actitud de rechazo. Con tal de irritar al Ayuntamiento se prestaban a lo que fuera.
Sucedió que una abultada señora de esas que parecen dos señoras pegadas y tienen gravedad propia, pisó inadvertidamente la urna dejada recientemente por un anciano. La frágil vasija se rompió bajo la intensa presión y la señora, horrorizada, comenzó a gritar
—¡Socorro…! ¡Un muerto…! ¡Hay un muerto en la playa…!
Los socorristas y público en general corrieron a auxiliar a la desventurada mujer. Afortunadamente no estaba desmayada y pudo regresar por sí misma. De haber sido necesario acarrearla sin la ayuda de equipo pesado, probablemente hubiera terminado ahogada. Entonces se vio que el muerto era una urna rota cuyos restos ya se los había llevado el mar. Las pequeñas olas empujaban las cenizas a la costa para desesperación de los bañistas. La gente comenzó a gritar. Se juntaban en la orilla mirando las arenas para identificar lo que era una cosa y lo que era otra. Una tarea imposible para un humano sin instrumental científico, pero las gaviotas, palomas, lagartijas y escorpiones pudieron hacerlo perfectamente. Rápidamente un gran número de criaturas irracionales se juntó en el lugar para dar cuenta del imprevisto banquete que les ofrecía el generoso mar. El público estaba horrorizado.
Los habituales pescadores se alegraban de la abundancia y calidad de las presas obtenidas. Hasta montaron una pequeña lonja en la entrada del malecón donde vendían a buen precio los excedentes. La abundancia y calidad del pescado aumentaba día a día. La explosión de vida reunió a las gaviotas y otras aves pelágicas que se daban cita entre los malecones. La milagrosa playa del Bogatell había creado un ecosistema propio.
En las reuniones de los viejos bares de la zona los pescadores agradecían su buena suerte.
—¡Gracias a los muertos!
Los bañistas comenzaron a apoyar tanto a los pescadores como a los difuntos y a quienes los traían. Una familia de turistas, por ejemplo, disfrutaba de un hermoso día de playa y, al retirarse, compraba pescado fresco para la cena. Los propios deudos, pasado un día o dos de la inhumación, adquirían pescado fresco con la esperanza de volver a reunirse con sus seres queridos en torno a la mesa. Parecía que todos estaban felices… Hasta los propios muertos, de haber podido manifestarlo, se felicitaban de poder regresar tan pronto al mundo que los vio morir. Sus nutritivas cenizas engordaban la fauna ictícola de la zona. Al atardecer, cuando el sol enrojecía por el calor y se refugiaba en el mar, la gente compraba los excedentes de la pesca.
Sucedió entonces que los deudos se percataron del rápido regreso de sus difuntos al mundo de los vivos. Así que volvían, pasados un par de días de la inhumación, para comprar cuanto pescado pudieran y, respetuosamente, los cocinaban para la cena. Era como si todos volvieran a reunirse en la vieja mesa familiar. Los deudos solían encontrarse en las colas para comprar pescado, pero esta vez no discutían. Conversaban animadamente preguntándose a quién le tocaría las cenizas de tal o cual difunto y se contaban detalles de sus personalidades. Las despedidas, deseándose la mejor de las suertes, eran muy conmovedoras. Así es el altruismo humano. Hoy por ti mañana por mí
—Adiós, ¡qué disfrutéis del tío Fermín….!
—Adiós…, ¡qué os toque la abuela Engracia…!
Una vez consumidos, en medio de piadosas plegarias, los restos de pescados eran calcinados en el horno de la cocina y regresaban al mar convertidos en cenizas. Todo lo que comemos, es al final carne humana [ii].
En cambio, con los consumidores comunes los mismos deudos adoptaban una postura beligerante. Eran fácilmente reconocibles porque elegían los pescados prestando más atención a la gordura que a su sagrado contenido. Indignados, solían gritarles… ¡Salvajes! ¡Caníbales…!
El alcalde de Barcelona estaba preocupado. No entendía eso de la felicidad. Algo tendría que hacerse. Decidió implantar una tasa por vender pescado al aire libre. Eso influyó en el precio y los compradores comenzaron a quejarse. La gente se iba a otras playas. Si bien no había pescado para comprar, estaban lejos de la estricta vigilancia que las autoridades establecieron en la playa del Bogatell. Los pescadores se alejaron del muelle, pescaban embarcados y llevaban sus capturas a otros lugares. Atraídas por la abundancia de la pesca venían embarcaciones de Italia y Francia a llevarse jugosas presas. No tardarían en arribar los grandes barcos factoría.
El ayuntamiento se vio en un dilema. Esto nos pasa por prohibirlo todo, dijeron. El astuto alcalde decidió retornar al estado anterior de felicidad y fueron abolidas todas las prohibiciones. Pero se encontraron con una novedad.
Los deudos, agremiados en la Asociación Marítima de Inhumadores de Cenizas (AMIC) decidieron cobrarle al Ayuntamiento de Barcelona una tasa por arrojar las cenizas en la playa del Bogatell. Amenazaban con trasladarse a otras jurisdicciones.
—¿Cómo…? ¿No era ésta una playa milagrosa?
—¿No es acaso todo esto un milagro…?
Guillermo Presti nació en Buenos Aires; en la actualidad vive en Barcelona. Ha escrito novelas, cuentos y ensayos. Algunos de sus trabajos pueden leerse en su web Prestitango (http://prestitango.blogspot.com.es/).
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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 68 | marzo-abril de 2013 – MARGEN CERO™
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