relato por
Sara Moreno Martínez
E
staba sentada ante el piano. Por la ventana, abierta justo por encima de su cabeza, se colaba el sonido del mar rompiendo suavemente contra el embarcadero. Desde la cocina llegaba ruido de platos al fregar. Cerró los ojos, aspirando el olor a sal mezclado con el de las algas. También olía a sofrito de tomate y cebolla y a magdalenas recién hechas, a vainilla y a sábanas limpias. Se sentía a gusto, tranquila. Todo en aquella pequeña casa de madera tenía ese aire familiar del hogar cuando vuelves después de un largo viaje.
Empezó a tocar. El cabello oscuro le caía en tirabuzones sobre la frente, tapándole unos ojos color miel que miraban absortos por la ventana. Sus manos se movían con agilidad sobre las teclas del piano, acariciándolas con una delicadeza casi inhumana, esclavas del ritmo. Era como si el piano formara parte de ella misma, una prolongación de sus brazos, sus manos y sus dedos. Su música inundaba la sala y llegaba hasta la cocina, donde yo había cerrado los ojos para sentirla mejor.
No fue consciente de cuando salí de la cocina y me acerqué hasta el sofá. No me vio acurrucarme y taparme con la manta mientras observaba cómo se movía por el piano. La fuerza que el movimiento de sus manos ejercía sobre mí era casi hipnótica. Pero ella, perdida en su mundo, apenas se daba cuenta. Cantaba en voz baja, su voz como un susurro, intentando que la canción fuera perfecta. Quería encontrar la nota adecuada, la que conseguiría que la pieza no sonara disonante. Por separado no eran más que un puñado de notas. Pero cuando las juntaba, cuando las tocaba una detrás de otra dándoles la duración justa a cada una, sentía algo mágico. Y yo también lo sentía.
Cada vez que se equivocaba, por pequeño que fuera el error, chasqueaba la lengua y volvía a empezar desde el principio. Tocaba de memoria, porque nunca había sabido escribir música. Alguna vez había intentado grabarse en vídeo, pero no sabía porqué siempre acababa prefiriendo memorizar las piezas que ella misma componía. Le bastaba recordar los primeros acordes para que el resto le viniera solo a la memoria. Mientras la contemplaba, pensé que no había ningún lugar en el mundo donde prefiriera estar.
De pronto, supongo que al notar mi presencia, dejó de tocar.
«No quería molestarte», susurró.
«No lo haces. Me gusta sentirte tocar», le respondí y ella sonrió.
«Me gusta tocar para ti», confesó.
Nos quedamos calladas unos instantes, sin mirarnos, pero sabiendo que la otra sonreía. El rugido de un trueno me sobresaltó. Cerró la ventana justo cuando empezaba a caer la lluvia. Y sin decir nada, vino al sofá y se acurrucó conmigo bajo la manta. Cuando me dormí, aún sonreía.
🖼️ Ilustración de relato: Piano marble, By Kislovas (Own work) [CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 72 / enero-febrero de 2014 – MARGEN CERO™
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