relato por
Pablo Ferraioli

 

L

a condición y naturaleza de aquellos que son como yo es conocida. Fue establecida con precisión y hartazgo de detalles en el siglo diecinueve. O lo que es lo mismo, vengo aquí a declarar que me considero decimonónico.

Ya la palabra «decimonónico» es, por lo bajo, grotesca. Una cuestión de sonoridad: «monónico». Cierren los ojos y díganlo en voz alta. ¿Lo oyen? Repitan, repitan: «monónico».

Nada serio puede estar asociado con ese sonido.

La cuestión es que estoy aquí, apartado del mundo, como el Duque de Orsini, rodeado de bellos instrumentos que vienen a ser, tal como establecen las normas decimonónicas, un énfasis.

El exceso de dedos en las manos o los pies, las jorobas, la pilosidad descontrolada, tal o cual rasgo animalesco, preferentemente garras, colmillos, orejas o rabos, una voracidad desmedida, la fuerza sobrehumana, una lujuria desatada, todo ello justifica un aislamiento estricto.

Y para que la monstruosidad sea cabal, estas bellas estatuas griegas, los óleos renacentistas, los bordados orientales deben adornar las estancias donde el monstruo descansa su ira o su frustración, donde espera la llegada de jóvenes vírgenes a quienes someter impiadosamente o de apolíneos héroes dispuestos a medir su fuerza y su valor con un desesperado.

Es así que, en pleno siglo XXI, he logrado rehuir un destino de fenómeno televisivo, ocultando mi naturaleza en esta villa italiana abandonada. Está demás claro que no puedo explicar cómo es que una onerosa propiedad de esta clase permanece desocupada, cómo es que no es explotada por empresarios del turismo. Aunque ahora que lo pienso, como tampoco puedo explicar las comidas que están siempre frescas, recién preparadas y servidas, a mi alcance en los variados comedores, tal vez deba considerar la hipótesis de estar siendo criado como un oso, un león, un tigre, un elefante, que vive una vida despreocupada tras los almohadillados barrotes de su jaula de oro.

¿Pueden haber acaso cámaras tras las cortinas? ¿Puede haber acaso un público detrás de los espejos?

La idea de estar siendo observado es insultante.

¿No merece acaso, cualquier homínido, en estos tiempos de derechos y agotadoras regulaciones de las relaciones entre los hombres, y las mujeres, claro, su precioso aislamiento que lo mantenga a salvo del escarnio y, sobre todo, la provocación que podría llevarlo a destruir todo lo que lo rodea?

Ya se sabe: no soy yo cuando me enojo.

Sin embargo, mi monstruosidad es generalmente pacífica. Echo con tristeza una ojeada a los espejos que abundan en esta estancia. Me devuelven la mirada de mis puros ojos azules, el rostro cánido, e imagino una multitud agazapada contra el cristal. «¡El monstruo llora! ¡El monstruo llora!», dirá alguno, necesariamente una jovencita, una prepúber, una niña sensible.

Un hálito de compasión recorrerá al grupo. Podría entonces bajar la mirada, reflexivamente, pararme, recorrer a paso lento la suntuosa habitación. El público tras el cristal contendría la respiración, suspendidos a la espera de mi próximo paso. Me acercaría entonces al delicado bouquet floral que viste el mismísimo espejo desde el cual me espían.

«¡El monstruo se ha acercado! ¡Nos mira!», dirá el guía mientras clavo mis ojos azules en la perspectiva vacía del falso azogue.

Levantaría mi mano deforme y con las larguísimas garras como dagas que brotan de mis puños atravesaría una delicada rosa blanca y la acercaría a mi hocico, para aspirar su perfume.

Aguzaría el oído en ese momento para percibir el quedo murmullo que la audiencia no podría contener. Confirmaría así su presencia.

Habría completado un digno número de monstruo sensible de Disney. Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada detrás de los espejos.

Podría, en cambio, soltar las riendas que refrenan mi ira. Hacer jirones las finas prendas que contrastan con mi piel escamosa y arrojarme como un torpedo contra las paredes, los cristales de las ventanas. Haría volar los jarrones y las porcelanas, destrozaría los óleos, reduciría a astillas los marcos de los cuadros, los muebles, despanzurraría almohadones.

Rugiría con la solemnidad amenazante de una manada de leones cuando la noche llega y anuncian la cacería o la cópula. El público tras los cristales sentiría miedo y pavor. El guía les hablaría de los blindajes y otras precauciones.

Mientras yo correría hasta los patios, intentando alcanzar los bordes de las altas cercas, el guía tocaría, con más deleite que preocupación, el dispositivo de alarma que tendría preparado para estos casos.

Una jauría de perros vendría a buscarme. Cebados con cocaína, me atacarían inmediatamente. El espectáculo sería apoteósico.

No quedaría un solo perro vivo. Sé que podría partirles los lomos, abrirlos con mis garras y dejarlos con las vísceras expuestas. Los patios quedarían inundados de la sangre de los perros y la del monstruo que, exhausto, se tiraría a descansar sobre el charco inmundo.

Nuevamente aguzaría mi oído para captar el indiscreto sonido de los aplausos que la audiencia extasiada, ebria de adrenalina, no podría contener.

Sin embargo, persiste la duda: no logro escuchar nada tras los espejos.

Cierro los ojos, presto atención. No logro escuchar nada, nada más que el rumor casi imaginario de la sangre en mis oídos. Así, con los ojos cerrados, percibo mi respiración. Presto atención a la tensión de mis músculos. Recorro mi cuerpo, los puntos donde mi cuerpo está en contacto con el suelo, las caderas, los omóplatos, el rabo.

Imagino mi corazón agitado, la sangre corriendo por túneles oscuros, llegando a los músculos extenuados, llevando el reparador oxígeno. Pienso en mi metabolismo acelerado, las vísceras, el alambique del estómago, los turbios intestinos.

Busco otra vez el afuera, pero aún no abro los ojos: extiendo las manos y hurgo en el charco de sangre: siento el líquido viscoso y ya frío.

¿Lo siento? ¿Es acaso ese temblor mi respiración? Y ese rumor en mis oídos, ¿es el paso de mi sangre o un zumbido cuya naturaleza no alcanzo a explicarme?

Tal vez sea que no es otro el mío que el triste destino de un monstruoso cerebro, sin cuerpo ni órganos, que vive en un laboratorio, flotando en un nutricio caldo de fluidos sintéticos, conectado a una computadora, condenado a imaginar silenciosamente una vida, aunque más no sea la de un cautivo, la de un fenómeno, la de una fuerza contenida.

 

 

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Pablo Ferraioli. Es un autor argentino, vive en la ciudad de La Plata y es licenciado en comunicación social. Su cuento El fabricante de espejos fue publicado en la revista digital Letralia. En 2012, su cuento Suena Zappa obtuvo una mención del jurado en el concurso Osvaldo Lamborghini de la Universidad Nacional de La Plata.

Contactar con el autor: pablo.ferraioli [at] gmail [dot] com

Ilustración del relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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