Ireneu Castillo
C
uando Colón descubrió América, no solo descubrió unos nuevos territorios que añadir a la corona española, sino que con ellos abrió al mundo todo un abanico de nuevos productos, totalmente desconocidos en Europa. Estos productos —básicamente alimenticios, como el tomate, el pimiento, las patatas…—, al pasar del tiempo, forjaron un gran comercio entre el Nuevo y el Viejo Mundo, que ayudó a distribuir no tan solo lo bueno, sino también enfermedades desconocidas a uno y otro lado del océano. El sarampión o la viruela europeas esquilmaron las poblaciones nativas americanas, y en compensación, la sífilis fue transmitida a Europa. Sin embargo, hubo una enfermedad que mató a centenares de miles de personas simplemente porque los europeos despreciaron la cultura y forma de hacer nativa de los pueblos centroamericanos: La pelagra.
Uno de los productos americanos que más gustó a los colonizadores fue el maíz. Este cereal era totalmente desconocido por los europeos, los cuales fliparon en colores cuando vieron las altísimas producciones que por muy poco dinero se podían conseguir de su cultivo extensivo. Esta característica convirtió al maíz en el sustituto perfecto —y sobre todo, barato— de la harina de trigo y el mijo, haciendo que fuera distribuido por todo el planeta durante el siglo XVI. Todo parecía ir viento en popa para el cereal americano.
Al ser un cereal de producción muy económica, las clases más humildes de todo el orbe empezaron a usarlo cada vez más, hasta el punto de que en algunas partes, la gente más pobre, basaba toda su alimentación en el maíz. Sin embargo, y paralelamente, los médicos observaron que la gente enfermaba de una forma muy rara.
Efectivamente, los médicos se encontraron con familias enteras que empezaban a tener dolores de cabeza, hipersensibilidad al frío y al calor, descamaciones de la piel que llevaban a ulceraciones, diarreas, alopecias, degeneración nerviosa e incluso a episodios de demencia que iban in crescendo conforme que la enfermedad avanzaba, llegando en última instancia a una dolorosa muerte a los afectados de esta dolencia totalmente desconocida para la ciencia. ¿Qué estaba pasando?
Al principio se creyó que era producto de una infección, ya que afectaba a familias enteras y, sobre todo, a familias de clase baja. Sin embargo, la enfermedad estaba tan extendida y en poblaciones y lugares tan heterogéneos que los médicos locales la atribuían a múltiples causas diferentes y le ponían nombres diferentes según la zona: Lepra asturiana, Lepra de Lombardía, Escorbuto de los Alpes, Piel agria…
En 1735, el médico asturiano Gaspar Casal, documentó la enfermedad, bautizándola como «Mal de la Rosa» y la atribuyó a un problema con la dieta y con el clima. Casal no sabía que realmente estaba en la buena pista sobre el origen de la afección, al contrario del resto de la comunidad científica que creía que era infeccioso o tóxico.
Sea como sea, el «Mal de la Rosa» quedó en el cajón de los olvidos —como de costumbre— y su origen totalmente desconocido, hasta 1914 en que un médico norteamericano, Joseph Goldberger, demostró finalmente que la enfermedad llamada pelagra (nombre derivado de pelle agra —piel agria— por sus descamaciones y ulceraciones) era debido a dietas pobres ligadas a la ingestión masiva de productos de maíz el cual provocaba en la dieta una falta de niacina, más conocida como vitamina B3.
Goldberger pudo comprobar —para alegría de aquellos científicos que sostenían que era infecciosa simplemente porque era más sencillo que reconocer que era un asunto de desigualdad social— que esta deficiencia sostenida en el tiempo, daba los síntomas de la pelagra. Investigando su origen, se observó que las poblaciones centroamericanas, que llevaban utilizando el maíz de forma básica desde antiguo, no padecían la enfermedad en absoluto. ¿Qué pasaba aquí? La solución era más sencilla de lo que parecía.
Los europeos, cuando importaron el maíz, no hicieron lo propio con los sistemas de tratamiento que utilizaban los nativos que lo llevaban utilizando desde antiguo, sino que lo preparaban tal y como se acostumbra a hacer con el trigo, es decir, secar, moler y consumir. Los centroamericanos, antes de utilizarlo, lo hierven con cal, de tal forma que ablandan la indigesta piel que la cubre y, a la vez, modifica las proteínas del interior de la semilla, permitiendo su digestión.
De esta forma, a la vez que se facilita el proceso de molido, el cuerpo puede obtener más fácilmente los nutrientes del maíz, entre ellos la imprescindible niacina. Los europeos, sencillamente, despreciaron la forma de trabajar tradicional de las comunidades nativas de México y Centroamérica, pagándolo —como si los antiguos aztecas se vengaran así de sus dominadores— en forma de centenares de miles de muertos durante varios siglos.
En definitiva, una dolorosa y cruenta enfermedad que se cura tomando una tableta con vitamina B3, se convirtió en un asesino implacable de las clases más pobres por simple menosprecio de lo que los indios habían hecho durante milenios. Es justamente por ello que esta historia nos tendría que hacer recapacitar sobre hasta qué punto no habremos perdido técnicas, remedios y formas de hacer milenarias durante nuestro salvaje proceso de «modernización» del mundo que, de haber sido más respetuosos con el saber de nuestros antepasados y menos egoístas, nos habrían ayudado a tratar enfermedades que a día de hoy son incurables.
Por desgracia, eso, nunca lo sabremos. Gracias, globalización.
Ireneu Castillo (Barcelona, 1968). Escritor desde su época de instituto, ha encontrado en el relato corto una forma de expresión personal a partir del cual explicar, de una forma divertida y amena, historias curiosas que mezclan las incongruencias de la sociedad, la crítica social y la divulgación histórica.
Estudiante «interruptus» de geología, geografía e historia y ciencias ambientales —carreras que los avatares de la vida se han obstinado en no dejarle acabar— es un comprometido defensor de la Cultura y el Patrimonio Histórico, participando en primera linea de la vida social y asociativa de L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona).
Articulista, blogger, historiador vocacional y «un hombre del Renacimiento del S. XXI» como lo describió un buen amigo, le encanta investigar y divulgar las historias raras y poco conocidas que nos rodean, colaborando periódicamente para diversas publicaciones y editoriales. Ha publicado dos libros, Relatos para una Mente Abierta (Paralelo Sur Ediciones, 2010) y La Cara B de la Historia (Editorial Ven y te lo cuento, 2014), y desde febrero de 2005 expone las curiosidades que llegan a sus neuronas en los artículos publicados en su blog personal, Memento Mori! (http://ireneu.
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Ilustraciones artículo: (portada) Fotografía por Pedro M. Martínez © | (en el texto) Dr.Joseph Goldberger, See page for author [Public domain], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar – n.º 83 / noviembre-diciembre de 2015 – MARGEN CERO™
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