relato y vídeo (música e imagen) por
Víctor Parra Avellaneda
No era nada de este planeta, sino un
trozo del espacio exterior; y, como tal,
estaba dotado de propiedades exteriores
y desconocidas y obedecía a leyes
exteriores y desconocidas.
(El color que cayó del cielo
H.P. Lovecraft)
Ahora mismo me parece que la idea de un
tubo para contener la luz es, de pronto,
tan absurda como guardar al cielo en una caja.
(Espanto del mundo nuevo
Gabriela Damián Miravete)
L
a criatura levita en silencio. Su cuerpo sube y se confunde con el mismo aire hasta desaparecer. Esta es la octava vez que Oximení y Azimitl lo ven y de nueva cuenta no han podido atraparlo. Es escurridizo y rápido.
«Un fantasma», es la improvisada explicación dada por Oximení, al presenciar la aparición del ente en la lejanía del desierto donde caminan. «Te digo que son fantasmas», agrega.
Su voz resuena cansada por el intercomunicador de su casco mientras avanza a zancadas por el suelo pedregoso de Osiris-37B. Los pasos se arrastran por entre las pequeñas piedras, similares a la grava, que pueblan la inmensidad del desierto inhóspito. El gran sol naranja ilumina con intensidad el cielo morado mientras algunas estrellas se asoman tímidas en el firmamento.
«¿Cómo va a ser un fantasma?», le responde Azimitl, incrédula por lo que acaba de decirle su compañero.
Ella lleva en una mano la cámara de multifrecuencias con la que ha pretendido fallidamente analizar la composición de la la criatura estudiando el espectro electromagnético de sus moléculas. En la otra mano sostiene las cuatro pequeñas piedrecillas que siempre trae consigo y que frota con sus dedos. Cada piedra choca consigo misma en un movimiento circular, cíclico y que parece una especie de mantra silencioso del que solo ella conoce su intrincado significado.
Oximení, por su parte, carga con una pantalla electrónica en donde consulta de vez en cuando la base de datos exobiológicos. Escudriña con su vista una porción del suelo a la que somete a una serie de pequeños análisis rápidos con el fin de encontrar las trazas químicas de la presencia de vida. Sin embargo, los resultados han sido desalentadores, por no decir que nulos.
«Dime otra explicación», dice Oximení. «Un animal, o lo que sea que hayamos visto, estaba ahí frente a nosotros, flotando y luego se fue. Se esfumó».
«Eso no significa que sea un fantasma», le espeta Azimitl, avanzando a zancadas por el suelo pedregoso del paisaje desértico. «Parecen espejismos, eso sí, pero fantasmas, no lo creo. A lo que sabemos, se trata de un ente que surge cada cinco minutos en medio del aire y su aparición dura tres a cinco segundos. Además, cada vez se va alejando hacia el sur magnético del planeta. Los fantasmas no siguen pautas tan específicas», responde Azimitl con ironía, mientras frota las piedritas en sus manos y estas producen su sonido peculiar parecido a unas castañuelas al ser tocadas.
Oximení y Azimitl están siguiendo a uno de esos animales que surgen del aire para luego esfumarse. Desde que los vieron por primera vez quedaron intrigados por tan peculiar fenómeno, en especial Azimitl, quién convenció a Oximení a explorar el desierto para acercarse lo más posible a la criatura y conseguir atraparla y ser parte de un gran descubrimiento científico.
Antes que ellos, otros cosmonautas habían reportado las apariciones en distintas zonas de la atmósfera, aunque ninguno las había estudiado, al grado de confundirlas con simples espejismos u otras curiosidades que por el momento no tenían una explicación.
«¿Qué otra idea se te ocurre?», le pregunta Oximení a Azimitl. Respira agitado, tratando de digerir la reciente experiencia.
«No lo sé. Algún tipo de camuflaje. Su cuerpo podría estar recubierto de algún material que refleja la luz; o la desvía. Como el cristal en el agua. Se vuelve traslúcido. Invisible», dice Azimitl.
«¿Invisible para quién?», le interrumpe Oximení.
«Para nosotros», concluye Azimitl.
«Es decir, se está camuflando para no ser visto por un depredador, o se trata del depredador mismo y ahora que le hemos seguido se esconde de nosotros», reflexiona Oximení, tartamudeando ante la idea.
«¿Sugieres que nos está acechando?», pregunta ella.
«¿Tú qué crees? Somos extraños en un mundo que no comprendemos. Somos presa fácil», le contesta Oximení.
Azimitl se detiene súbitamente y observa con la mirada perdida hacia el paisaje del desierto extraterrestre, como buscando algo.
«¿Azimitl?», le dice Oximení a ella, algo perplejo.
«Ya lleva varios minutos sin aparecer», murmura ella, con la vista concentrada hacia la distancia. Sus manos aprietan con fuerza las cuatro piedritas en su mano, chocan entre sí, castañeando. Azimitl parece estar en trance junto a ellas.
«Quizás sí sea un fantasma. O una ilusión, como una aurora boreal», reflexiona Oximení. «Es una manifestación que se da en todo el planeta, tiene sentido».
«¡Espera!», interrumpe Azimitl de repente, emocionada. «¡Mira, mira!, ¡ahí está otra vez!», grita, sacudiendo enérgicamente a Oximení del brazo, quien tarda unos momentos en encontrar lo que ve su compañera.
A lo lejos, sobre un grupo de grandes piedras, a unos metros en el aire, la criatura vuelve a aparecer. Deja ver su brillante cuerpo filiforme, lleno de flagelos, y exhibe movimientos silenciosos, parecidos a los de una medusa, para luego volver a desaparecer sin dejar rastro alguno.
«¡No nos está acechando!», exclama Azimitl, emocionada. «¡Está huyendo de nosotros! ¡Se está alejando! ¡Debemos seguirlo! Va hacia el sur magnético», dice ella.
«¿Seguirlo?», interrumpe su compañero, temeroso. «¿Y si nos hace creer que huye? Entonces lo seguimos y es ahí cuando nos mete en una emboscada para devorarnos o lo que sea que hagan en este mundo», explica Oximení, nervioso. «En la Tierra hay plantas cazadoras de insectos, peces parecidos a piedras en el lecho marino que devoran otros peces, y los tigres, ¡no olvides a los tigres! Las rayas en sus cuerpos los ayudan a camuflarse entre las plantas de la selva. ¡Esta cosa también se camufla, como un tigre!», dice Oximení.
«¿¡Tigres?!», responde Azimitl, sorprendida. «¿¡Tigres espaciales?!, ¿En serio, Oximení? Todas las formas de vida descubiertas en otros planetas no han representado ninguna amenaza para los seres humanos. Solo han sido entidades similares a bacterias cuya única injuria fueron dolores de cabeza a sus descubridores al momento de idear un nuevo sistema de clasificación taxonómica para una biosfera extraterrestre», le dice ella.
Nuevamente hace girar las cuatro pequeñas piedras en su mano. Producen su característico sonido y Azimitl experimenta una sensación reconfortante mientras sigue avanzando sobre el terreno árido.
«De acuerdo, de acuerdo, Azimitl. Esos microorganismos son inofensivos. Pero lo que hay aquí es mucho más grande. ¡Deberíamos ser más precavidos!», interrumpe Oximení, consternado.
«¡Y sin embargo se aleja!», dice Azimitl, gritando eufórica, dando unos cuantos saltos y volviendo a sacudir emocionada a Oximení mientras apunta a lo lejos.
La criatura vuelve a aparecer brillando en la distancia para esfumarse a los pocos segundos.
«Me encantaría analizar su composición química. Pienso en el silicio. El silicio podría tener propiedades ópticas desconocidas en los sistemas vivos como este. ¿No es emocionante?», pregunta Azimitl.
«Los microorganismos de Europa que mencionaste se componen de silicio y no son invisibles», responde Oximení, escéptico.
«¡Este planeta no es Europa!», interrumpe Azimitl. «Simplemente es otro planeta, con otras pautas biológicas. Lo que ocurre en la Tierra, en Europa, en Marte, en Júpiter puede no ocurrir aquí», añade ella, notablemente irritada.
Su mano aprieta nuevamente las piedritas, las estruja, las hace rechinar, girar y producir su sonido habitual, hasta que ella se calma.
Ambos se mantienen callados un par de minutos, mientras continúan avanzando en el desierto y lo único audible son sus pasos sobre la tierra.
«Si seguimos discutiendo, jamás haremos nada», reconoce Azimitl al cabo de un rato, observando la palma de su mano y las cuatro piedras con atención. Dos de ellas eran planas y lisas y las otras eran redondas con algunas irregularidades.
Oximení mira de reojo a su compañera, pero prefiere no interrumpirla mientras se encuentra en ese lapso casi similar a una meditación.
«Tu tienes miedo de la criatura, está bien; yo solo quiero saber de una vez cómo se vuelve invisible y junto a ti aportar un nuevo conocimiento a la exobiología, cosa que los demás cosmonautas pasaron por alto. Después de eso, nos vamos», propone ella.
«¿En verdad?», pregunta Oximení, incrédulo.
«Sí. Unas pocas espectrofotografías con la mejor nitidez posible. Yo las tomo y tú usas la tableta para procesar los datos bioquímicos y los relacionados con la refracción de la luz para inferir la masa del organismo y las demás características esenciales para describirlo y, quien sabe, ser descubridores de una nueva forma de vida», explica ella.
«Es un trato razonable», dice Oximení, tras meditar el plan de su compañera. «Pero debemos ser eficientes. La criatura aparece en pocos segundos y sus movimientos son demasiado erráticos», reflexiona.
«Solo tenemos como certeza que va hacia el sur y aparece cada cinco a seis minutos. Si avanzamos un poco más rápido y nos preparamos, podríamos alcanzarla, como hacían los zoólogos en la Tierra cuando fotografiaban a los animales en su hábitat», dice Azimitl.
«En tal caso, debemos apurarnos, hace tres minutos apareció por última vez», dice él.
Azimitl y Oximení empiezan a correr a duras penas, cargando el instrumental y tratando de alcanzar la siguiente aparición de la criatura. Cuando el tiempo previsto se cumple, la entidad surge a quince metros de ellos. Azimitl toma la cámara espectrofotográfica de multifrecuencias e intenta registrar a la entidad, pero esta desaparece demasiado rápido como para que la cosmonauta tan siquiera pueda enfocar la lente.
«¡Hay que intentarlo otra vez!», grita ella, frustrada.
«¿Dices correr?», pregunta Oximení.
Ella asiente y empiezan a correr de nuevo, bajo un ritmo extenuante. Fatigados, los cosmonautas vuelven a perseguir una trayectoria probable en donde pudiera surgir la criatura. En ese momento, poco antes de cumplirse el tiempo previsto, Azimitl se coloca de cuclillas y sostiene firmemente la cámara apuntando hacia el aire.
Al momento de emerger la criatura, Azimitl enfoca rápidamente la cámara en su dirección y aprieta el botón de grabar hasta que la entidad se diluye en el aire y se vuelve totalmente imperceptible.
«¡Lo tengo, lo tengo!», celebra Azimitl, emocionada. «¡Al fin lo pude capturar!», añade, saltando de alegría, al corroborar en la cámara el corto video, nítido y con sumo detalle. Un verdadero golpe de suerte.
Ralentizando la grabación lo máximo posible, Azimitl se da cuenta de cómo la criatura sale disparada de la nada, atravesando y resquebrajando el mismo espacio y luego desaparece a los pocos segundos, produciendo una ligera perturbación en el aire.
«Me recuerda a las criaturas marinas cuando salen del agua a respirar y después se sumergen», dice Azimitl, apretando las piedras en su mano.
Oximení grita también emocionado al ver la imagen y procede a transferir el video de multifrecuencias hacia la tableta, para compararlo con los valores del espectro electromagnético del cuerpo de la criatura y los datos exobiológicos. El mismo procedimiento hacían los astrónomos para saber qué elementos químicos existían en las atmósferas de los planetas e incluso para saber de lo que estaban hechas las estrellas. Las criaturas vivas no eran la excepción.
La base de datos no encontró ningún valor compatible, fue el mensaje del artefacto tras concluirse el procedimiento.
«No entiendo», susurró Oximení, confundido. «Deberíamos saber por su marca espectral las moléculas y elementos que lo componen. Pero aquí no hay nada. Absolutamente nada. Tampoco puedo calcular su masa. Según los datos, la criatura tiene una masa cero».
Azimitl siente su piel erizarse.
«Analiza los otros tipos de radiación. Todos los patrones de difracción de la luz de la tabla periódica, los elementos pesados y radioactivos. Incluso considera a los electrones, a los muones, a todas las partículas subatómicas. Todas ellas dejan una marca energética, alguna perturbación medible. Dejan algo, siempre dejan algo», insiste Azimitl, nerviosa, mientras sus dedos giran rápidamente las piedritas con el fin de encontrar la calma ante el estado de la situación.
Oximení tarda unos minutos en esa tarea y el resultado es nuevamente el mismo.
«Es incomprensible», dice Oximení, leyendo los datos sin poder creerlo e invadido por una sensación de impotencia. «Necesitamos un control negativo. Fotografías de nosotros, del desierto, del sol. Verificar que las funciones de la cámara multifrecuencias son óptimas», sugiere él.
Azimitl emprende la tarea y con la cámara activa todos los filtros espectrofotográficos y toma una imagen a Oximení, otra al suelo y finalmente apunta al sol naranja que los ilumina intensamente.
En la pantalla del aparato, Azimitl calibra los valores de las espectrofotografías y ve a Oximení tanto en rayos X como en infrarrojo, e incluso en otras longitudes de onda reflejadas por biomoléculas específicas.
«Carbono, hidrógeno, nitrógeno, fósforo», lee rápidamente, perpleja. «Los datos son los correctos. Aquí muestra las líneas espectrales de cada elemento y biomolécula», agrega ella, observando las trazas en la pantalla.
Observan datos similares con las otras espectrofotografías. Con la del sol de Osiris-37B aparece una franja con varias líneas de colores brillantes pertenecientes a la marca espectral.
«Una estrella de clase G7V», dice ella, al ver la imagen de la estrella bajo diferentes filtros.
«Es correcto», responde él.
«Significa que el equipo funciona, no entiendo porqué no detectó la marca espectral de la criatura. Ni siquiera electrones ni los fotones de la luz de su cuerpo», dice Oximení, confundido al revisar los datos.
«Otra vez», le interrumpe Daizté. «Tomaré otra grabación. Las que sean necesarias. Los errores en las mediciones son comunes. Siempre sucede», dice ella, antes de tomar la cámara de multifrecuencias y emprender una nueva carrera en el desierto, dejando a Oximení a varias decenas de metros atrás. Él quiere decirle que lo espere, pero Azimitl ya se encuentra demasiado lejos.
Sola y extenuada, Azimitl se coloca en posición, espera a la criatura y, al momento de aparecer, la registra con la cámara. Hace esto otras seis veces, siguiéndola y volviéndola a fotografiar hasta quedar totalmente agotada y recostada sobre el suelo.
Acerca su mano con las piedras a su casco y las gira para arrullarse con su sonido hipnótico mientras contempla el cielo morado y las estrellas titilando, congregadas en constelaciones únicas en ese sitio del universo.
A los pocos minutos llega a su encuentro Oximení.
«Ya tengo más grabaciones, hay que procesarlas», jadea Azimitl al verlo y darle la cámara.
Los resultados fueron los mismos.
«Esta cosa no está hecha de átomos, ni de electrones, ni de quarks, ni fotones, ni bosones, ni de nada», dice Oximení, pasmado. «Por eso el equipo no encuentra similitudes con ningún registro existente en cuanto a elementos químicos y entidades energéticas».
«Entonces, ¿cómo podemos verlo? Esa criatura brilla, pero su luz tampoco es detectada por nuestros equipos», susurra Azimitl, perpleja.
«No sé si eso pueda llamarse luz», interrumpe Oximení. «Si fuera luz de fotones, obtendríamos su espectro, como sucede con cualquier cosa del universo, pero ni eso. Es energía, pero una energía desconocida. Imita el aspecto de la materia, eso sí. Pero todo indica que no es ninguna de las dos cosas. Yo también me pregunto cómo diantre es posible que tú y yo podamos ver al ente. ¿Nos verá a nosotros?».
«La criatura sencillamente no deja residuos de ningún tipo. Nada de su cuerpo queda en el mundo. Aparece y desaparece. Diría que es generación espontánea», sugiere Azimitl, agotada.
«Sabes que no hay forma en que la materia se destruya y se recomponga. Es imposible», le responde Oximení.
«¿No surgió el universo del mismo modo?».
«Pero no hablamos del universo, sino de un animal».
«Entonces qué sugieres, ¿qué se va a otra parte?».
«¿A dónde podría ir?».
«Ni idea. Da lo mismo. Todo lo que es la criatura deja de ser, en un término absoluto. Y después vuelve, como si nada de eso hubiera ocurrido», responde Oximení, sintiendo un dolor de cabeza por el dilema.
«Vuelve tranquilo, se pasea por el aire y se esfuma. No sigue ninguna pauta. ¿Qué puede explicar que algo no siga las pautas?», pregunta Azimitl, confundida.
«De nuevo, ni idea. Materia exótica, energía exótica, vida exótica. O algo exótico», contesta Oximení, mirando el paisaje.
En ese momento la criatura aparece nuevamente, mucho más lejos. Brilla como un espejo hasta disolverse otra vez. Después, otras criaturas, con cuerpos serpenteantes y otras globosas, surgen del aire, acompañando a la primera. Aparecen y vuelven a desaparecer.
«Solo podemos contemplar y admirar», dice Oximení, en tono resignado. «Estamos demasiado cansados y ningún equipo puede analizar estas cosas. Dudo mucho que nosotros o cualquiera pueda hacerlo, lo mismo que atraparlo y tocarlo. ¿Cómo atrapar algo que se escabulle entre la materia?».
Los dos cosmonautas se recuestan en la arena en silencio. Se sienten derrotados.
«Mencionaste la posibilidad de la vida exótica, hecha de materia exótica. Eso me hace pensar en algo…», reflexiona Azimitl, mirando hacia los animales fugaces a la distancia.«¿En qué piensas?», le pregunta Oximení, exhausto.
«La vida es un proceso complejo. Para que surja debe existir un ambiente compatible con la materia de la que está hecha. Nosotros y las criaturas de la Tierra estamos hechos de átomos, electrones, quarks y todas esas cosas. Primero un universo compuesto de esas partículas formó galaxias y planetas constituidos de lo mismo. Universo de átomos, planeta de átomos, vida de átomos y lo que sigue», explica Azimitl, alzando una de sus manos al cielo y moviéndola a cada palabra.
«Creo que entiendo tu punto. La vida es un estado evolutivo de la materia, ¿no?», pregunta Oximení.
«Sí, pero a lo que quiero llegar es que si los animales que vemos en este mundo pertenecen a una vida exótica, de materia exótica, su existencia debe estar vinculada a un ecosistema hecho de esa materia exótica. ¿Entiendes?», dice Azimitl, titubeando.
«Entonces, hay otro planeta en este planeta. Y también otra estrella en la estrella de este sistema. Todas cosas hechas de lo mismo. La luz que la criatura refleja sobre su piel no es la de este sol, sino la de uno oculto».
Azimitl gira sus piedras entre sus dedos. Las observa atentamente, perdida en su sonido reconfortante. La idea de otro sol, invisible, la mortifica. Por un instante se siente observada por un astro enorme, colosal, iluminándola con una luz invisible y nada parecida a la luz conocida por ella.
«Esa cosa tiene el mismo comportamiento que tenían las tortugas marinas cuando salían a la superficie para respirar. Vivían en el agua y ocasionalmente era posible verlas antes de que regresaran a su mundo oculto, un mundo tan diferente al cielo o la tierra», dice ella, regresando su mirada a las cuatro pequeñas piedras en su mano. «¿Sabes por qué siempre llevo conmigo estas piedritas?», le pregunta a Oximení, mostrándole los pequeños cuatro objetos en la palma de su mano.
Él no dice nada, espera que su compañera responda.
«Cuando era niña, iba con mi familia a una playa donde había un río que desembocaba en sus aguas. A mí me gustaba meterme y ver a los peces nadar entre mis pies. También juntaba las pequeñas piedras que arrastraba la corriente. Un día estaba junto a mi mamá y vimos algo que se asomaba y luego se ocultaba entre las aguas del mar. Nos quedamos mirando largas horas hasta que finalmente distinguimos la forma del caparazón y la cabeza de una tortuga marina. Nunca me sentí tan viva como cuando vi a ese animal. Yo me llevé estas piedritas de ese lugar como recuerdo. Al frotarlas, evoco esa playa y la tortuga asomando entre la marea», cuenta ella, nostálgica.
«¿Pudiste verla de nuevo?», pregunta Oximení, mirando el rostro de Azimitl a través del cristal de su casco espacial.
«Esa fue la única vez. Años después se extinguieron y cuando contaba la historia nadie me creía. Este planeta de alguna forma se parece a esa playa. Tiene arena y muchas piedras. Cuando llegué, me maravilló su quietud, y si algo bueno ha salido de este fracaso científico es que ahora me siento igual a cuando era niña», responde Azimitl, girando sus piedritas.
Ella respira hondo, mirando al cielo, ordenando sus palabras.
«Ahora pienso en que estamos frente a una criatura alienígena con la conducta de una tortuga haciendo algo tan simple como salir a respirar para luego volver a sumergirse», dice Azimitl, pensativa.
«En tal caso, somos testigos y descubridores de una biosfera alienígena cuyas formas de vida vienen a este mundo hecho de fermiones y bosones, para zambullirse hacia donde sea que vivan. Nos visitan a su antojo. Creo que estoy divagando».
«Nunca está de más divagar. Es lo único que nos queda», le responde Azimitl.
Oximení no dice nada.
Ambos cosmonautas permanecen contemplando a las criaturas emergiendo y desapareciendo del aire con sus brillos esporádicos y movimientos erráticos dirigidos hacia lo que parecían ser las aguas de un océano iluminado por la luz de otro sol, uno presente y al mismo tiempo invisible.
De alguna forma se sienten observados por la presencia irreal de animales y plantas intangibles. Imaginan que, justo en donde están sus manos o sus pies, hay arrecifes y otros seres cuya existencia es insospechada.
Seres viviendo, creciendo, reproduciéndose, desarrollándose, alimentándose, depredándose y transformándose a merced de la dinámica de su mundo oculto.
Un mundo dentro de otro mundo.
«Divagar…», dice Oximení, mirando a Azimitl, «nuestra caminata, o más bien dicho, nuestra persecución de la criatura ha sido toda una divagación. ¿Has mirado hasta dónde hemos llegado?»
«Bastante lejos, a lo que puedo ver. No entiendo cómo se nos fue todo el día. Estamos alejados de la base».
«Sí. Y parte del trato reside en que volvamos a ella», le dice Oximení, «pero primero quisiera descansar. La caminata me ha cansado los pies».
«A mí también, ahora siento el dolor en las plantas», dice ella.
Un rayo luminoso, resplandeció sobre la escafandra de Azimitl. La dirección de aquella luz hizo girar las cabezas a los dos cosmonautas para ver de dónde provenía.
«¿Qué ha sido eso?», preguntó Oximení, «no parece el sol, ni la criatura», agregó.
Ambos miraron a lo lejos, por donde se había escabullido la criatura resplandeciente.
Entonces lo vieron.
Cerca del horizonte una luz rutilante se extendía por el suelo. No tenía la forma de alguna criatura, sino más bien parecía un fenómeno luminoso, como una aurora que fuera emanada por el desierto.
«Eso, ¿eso qué es?», preguntó Azimitl, asombrada; «¿Crees que sea un espejismo?».
«¿Un espejismo? Con las cosas que hemos visto hoy no creo que lo sea. Hemos caminado durante horas y horas y en ningún momento apareció un espejismo. Esta cosa es, cómo decirlo, más intensa».
Azimitl se levantó de donde estaba y empezó a dar pasos lentos hacia la dirección del gran brillo del horizonte. Oximení la contempló.
«¿Ahora qué estás haciendo?», le preguntó Oximení a ella, mientras seguía avanzando sobre la arena del planeta, «no me digas que quieres ir a atrapar a esta nueva cosa…», agregó, algo irritado.
Azimitl no respondió. Sus pasos continuaron y en su mano las piedras giraban rápido. Cuando hacía esto, evidentemente era porque la emoción la dominaba.
«¡Azimitl!», insistió Oximení, levantándose de donde estaba. Al hacerlo emitió unos quejidos y emprendió la marcha para alcanzar a Azimitl. Al llegar a ella la tomó de los hombros.
Ella parecía haber estado sumida en un momento hipnótico, porque al sentir la mano de su compañero ella reaccionó con un espasmo.
«¿Qué?, ¿cómo dices?», dijo ella, tartamudeando. Parecía haber despertado de un sueño o algo similar.
«Te estabas dirigiendo hacia el horizonte. ¿Quieres ahora perseguir esa cosa? No sabemos lo que es. Esta vez no tiene una forma de animal. Parece más un… no sé qué parece…».
«Pues, esa cosa que brilla está en la misma dirección en que se ha ido la criatu…», Azimitl se interrumpió pues en ese mismo momento, a lo lejos, en el aire, no apareció la criatura, sino varias del mismo tipo. Era la primera vez que Azimitl veía en ese planeta la aparición de más de una entidad de esa naturaleza.
«¡¿Los viste?!», grito ella, saltando eufórica y corriendo hacia la dirección de los brillos.
«¿Ver qué?», preguntó él, mientras trataba de alcanzar a su compañera quien ya había emprendido una buena carrera. «¡Azimitl!, ¡Azimitl, espérame!, ¿¡A dónde diablos vas?!», gritó él.
«¡Había más de uno, había más de uno!, ¡yo lo vi, yo lo vi con mis propios ojos!, ¡Era otra criatura!, ¡Eran dos!», le respondió Azimitl, entre su carrera por la arena del suelo pedregoso del planeta.
«¿Qué dices?, ¡¿Más de una criatura?!», le respondió Oximení.
«¡Sí, sí!; ¡Más de una, era más de una!, ¡Se dirigían al espejismo!», respondió ella.
Oximení jadeaba del agotamiento y trataba de alcanzar a Azimitl quien se había alejado ya más de cien metros. Lucía pequeña a la distancia.
«¿Estás segura?, ¡¿Dos criaturas?!», le preguntó él, jadeando mientras corría.
«No me mires a mí, Oximení, mira al cielo, mira al horizonte, así no te perderás cuando vuelvan a aparecer», le dijo ella.
Corrían y corrían, avanzando más y más a través de ese desierto, y delante suyo, el brillo en la línea del horizonte adquirió mayor tamaño y mayor definición a los ojos de los cosmonautas.
«Definitivamente parece una especie de aurora», dijo Azimitl.
«Sí, una aurora, aunque nunca había visto una aurora que saliera de la tierra», le respondió Oximení.
La aurora de luz resplandecía trémula a la distancia, algunas de sus extensiones abarcaban partes del aire, balanceándose en un absoluto silencio.
Y mientras se dirigían hacia ella, ambos cosmonautas fueron testigos de la aparición de las dos criaturas resplandecientes.
«¡¡Ya las vi!!», gritó Oximení. «¡¡¡Son dos criaturas!!!», dijo él, emocionado.
«¡¿Lo ves?! ¡Hay más criaturas, no solo una!», respondió ella.
«Pero ¿por qué se dirigen a la aurora?», preguntó Oximení.
«Le estamos diciendo aurora a una cosa que quizás no sea una aurora», dijo Azimitl.
«¿Sugieres que es otra cosa?, ¿Un estanque de energía, una laguna o algo así?», dijo él.
«¿Una laguna de energía?, interesante concepto», le dijo Azimitl.
«No has respondido a mi pregunta…».
«¡Ah!», se quejó Azimitl, «¡no lo sé!, ¡no sé absolutamente nada sobre este planeta y lo que lo habita!», dijo ella, «hace unas horas ni sabíamos que existía vida aquí, ¿puedes creerlo?, ¡Hace unas horas todo lo que sabíamos de la vida se desmoronó frente a nuestros ojos!»
«Bueno, hemos coincidido en que estas criaturas son como las tortugas cuando salen a tomar el aire, quizás donde está la aurora sea el lugar donde cruzan a su lugar de origen», dijo él.
«Quizás, quizás…es una posibilidad», dijo Azimitl, «como un estanque… de energía… o no sé… ¡Mira, mira, mira!», gritó ella.
«¡Los vi!», respondió Oximení, excitado, «¡ahora son cinco»!
Frente a ellos, emergieron del aire cinco de las criaturas resplandecientes; cada una manifestó su brillo planeado luminoso y desapareció tras unos segundos.
«Se dirigen a la aurora y cada vez que nos acercamos más la cantidad de criaturas es mayor», dijo Azimitl, «debemos llegar allá».
«¡Ya estamos en eso!», le respondió, irónico, Oximení a su compañera.
El brillo aumentaba, y en este aparecían rayos tenues de color azul celeste; algunas rocas se teñían con el reflejo de la aurora y, poco a poco, Oximení y Azimitl también vieron en sus trajes la luz impregnándolos.
La aurora se extendía como un manto etéreo sobre una depresión en el desierto; la luz que emanaba empezó a opacar a la propia luz del sol del planeta, por lo que, al mirar a otras direcciones, Oximení y Azimitl tenían la sensación de que había anochecido, aunque lo cierto es que faltaban varias horas para que llegase el atardecer en aquel lejano mundo.
Y en aquel momento, al encontrarse a treinta metros de la aurora, pudieron ver cómo ondulaba sobre las pequeñas dunas de arena del desierto. Su movimiento era lento y apacible, iba hacia todas direcciones, formando patrones de ondas que entrechocaban entre sí, y parecían que cuando llegaban a las dunas y rocas se escurrían sobre estas.
«Es como el agua del mar», dijo Azimitl. «¿Ves cómo se mueve cuando choca con las rocas?».
«Sí, sí, parecen las olas del mar, pero superpuesto al desierto».
Dos, tres, cuatro, hasta ocho nuevas criaturas emergieron del aire, a escasos metros de distancia de ellos. La morfología de las entidades era distinta una de cada una. Las había con la forma de medusa que vieron Oximení y Azimitl, y también las había con otras formas familiares.
Había peces.
Muchos peces.
Daban un paso, y la cantidad de peces y medusas resplandecientes era mayor.
Aparecían atravesando el suelo, con dirección hacia el cielo, y los había que atravesaban la nada del aire.
Azimitl y Oximení quedaron estupefactos, mirando en silencio a las criaturas emerger del aire, del suelo, de todas partes.
Daban otro paso, y aparecían más y más peces y medusas. Cada vez eran más grandes y la aurora, cuya apariencia era la del agua de un mar hecho de luces, inundaba con su brillo la totalidad del paisaje.
En cierto punto de la caminata, Azimitl se dio cuenta de que había perdido la noción del espacio y no sabía muy bien en qué parte del planeta se encontraba, pues las estrellas del cielo y el sol mismo habían desaparecido; en su lugar, el brillo del agua fantasmal se esparcía y reflejaba su luz por sobre todas las cosas que había frente a ellos.
Los peces, plateados, emergían súbitamente y nadaban, ondeando sus cuerpos y reluciendo sus escamas. Después volvían a desaparecer, ingresando en un lugar que los cosmonautas no podían ver.
«¿Cómo puede ser que haya peces en otro planeta?», se preguntó Oximení, «de entre todas las formas posibles por las que la vida puede manifestarse, ¿por qué estamos viendo peces?».
«Puede ser porque la forma de los peces sigue un patrón simple, hidrodinámico. Los fluidos son algo común en el universo. Que en esos fluidos haya vida implica que las criaturas deben adaptarse a sus características. Los peces tienen esa forma, una forma muy elegante, simple, ideal».
«¿Cómo una constante universal?», preguntó Oximení.
«Una constante universal…», repitió Azimitl en voz baja.
«Entiendo que la vida sigue las leyes de la física. Estas leyes están en todo el universo, por lo que desde este punto de vista es posible que haya peces…».
«Es posible, es posible…», respondió en voz baja Azimitl, quien parecía más concentrada en admirar a las criaturas, en vez de discutir cómo era posible que en un planeta tan lejano a la Tierra se hubieran encontrado con un animal que tenía gran reminiscencia con los peces.
Una cosa era clara e innegable, y era que ellos dos, Azimitl y Oximení estaban a decenas de millones de kilómetros de la Tierra y habían encontrado vida; y esa vida, tenía la forma de seres marinos; medusas, peces, anémonas…
La realidad les mostraba su naturaleza, pero ellos dos, al menos Oximení, no podían asimilar lo que sus ojos veían.
Avanzaron más metros hasta estar lo suficientemente cerca de la aurora. Esta brillaba intensamente y los oleajes etéreos inundaron el suelo, o eso parecía.
Cuando las olas del fluido de la aurora llegaban a los pies de los astronautas, se producía un brillo como el de las algas luminosas de ciertos mares de la Tierra cuando chocan entre sí.
Dentro de esa agua espectral, aparecieron ante ellos más peces que saltaban y se elevaban por los aires hasta desaparecer.
Tras unos instantes, reaparecían, en otro lugar, a metros de distancia; revoloteando, nadando en un líquido invisible, mientras el mar de energía inundaba la visión de los cosmonautas.
«Hay que entrar, ver lo que hay ahí», dijo Azimitl.
«¿Crees que sea la entrada a la biosfera invisible que hemos teorizado?», le preguntó Oximení.
«Ya no puedo decir con certeza nada, Oximení. Todo lo que teorizamos es desmentido por las mismas criaturas», le respondió ella.
Azimitl dio dos pasos lentos hacia el interior del estanque espectral y dejó que sus oleajes llegaran hasta su cintura.
«¡Ah!», exclamó ella, mientras agitaba los brazos.
«¡¿Qué pasa?! ¡¿Estás bien?!», le preguntó Oximení acercándose a ella, y entrando dentro de la aurora.
Cuando hizo esto, al llegar a Azimitl, él experimentó cómo la dureza del suelo desaparecía y sus pies tocaban la nada.
«¡¡Ah, el piso!! ¿¡A donde se ha ido el piso?!», gritó Oximení.
«¡¡Estamos flotando, Oximení!! ¡Estamos flotando!!», dijo ella.
«¡Hundiendo más bien!», aseveró él.
Dentro de la aurora el oleaje los fue internalizando en su corazón. El flujo de aquella corriente silenciosa fue subiendo hasta sus hombros.
Surgían de las crestas de esas olas luminosas, como apariciones de un sueño, los peces. Saltaban, revoloteaban alrededor de Oximení y Azimitl. Sus grandes ojos los miraban con curiosidad y sus aletas se movían con lentitud.
El horizonte dejó de existir para los dos cosmonautas, lo mismo que las pocas referencias espaciales del paisaje del planeta desértico.
Ahora, simplemente estaban inmersos en un mar de luz junto a sus criaturas.
«¡Mira, estrellas!», le dijo Azimitl a Oximení, señalando hacia el cielo.
Pero aquellas estrellas que apuntaba Azimitl no estaban fijas, sino que se movían como pequeñas motas de polvo. Algunas de las estrellas tenían el aspecto de puntos y otras de filamentos e iban de aquí hacia allá.
«Creo que esas cosas no son estrellas, Azimitl», le dijo Oximení a su compañera. «Si miras bien, son…
«¡¡¡Peces!!!» gritó Azimitl, entre una mezcla de sorpresa y confusión, al darse cuenta de que Oximení tenía razón «¡¡Las estrellas son peces!!».
Las estrellas fueron bajando del cielo y revelando su forma verdadera. Una forma con aletas, branquias y escamas.
Todo el cielo, todo el océano, y todas las direcciones estaban habitados por peces de todos los tamaños.
Arriba, a los lados, debajo de ellos.
Nadaban agrupados, sincronizados, realizando formas imposibles en el entorno, como los cardúmenes de peces en la Tierra.
¿Adónde habían llegado?
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Contactar con el autor: victorparravellaneda [at] gmail [punto] com
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Revista Almiar – n.º 133 / marzo-abril de 2024 – MARGEN CERO™
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