relato por
Guillermo Presti
U
n tal Juan Urrutia, de origen vasco, que montaba un magnífico caballo, estaba en Barcelona en una fecha tan inoportuna como el sitio de 1714. El animal, hastiado de las murallas, salió a todo galope —con su dueño a grupas— ni bien la ciudad cayera en manos del ejército español. A los quince kilómetros se detuvo frente a una casa rural situada en lo alto de la montaña. Decidido a cambiar de aires, el señor Urrutia compró la masía y las tierras de alrededor. Trajo a su familia y allí se quedaron todos. La casa comenzó a ser conocida como can Urrutia. Pero a los catalanes no le gustan las palabras esdrújulas y el nombre se fue transformando en can Ruti. Casa y terrenos cambiaron varias veces de mano hasta que finalmente todo fue a parar a la sanidad pública. Ahora el can no designa una casa sino las montañas que separan la parte alta de los valles de Canyet y de Pomar. Se escribe con mayúscula: Can Ruti. En este lugar está el Hospital Universitario Hermanos Trias i Pujol, que asiste a una zona densamente poblada y pertenece al Instituto Catalán de la Salud.
Allí fui a parar yo, a punto de concluir la primera década del siglo XXI, acompañando a mi mujer, en silla de ruedas desde pequeña y su madre recién fracturada. Fuimos obviamente a Traumatología donde mi anciana suegra, seriamente lesionada tras una caída, estaba anotada para atención urgente. Mi mujer la acompañaba y yo a ella. La sala de espera estaba repleta de pacientes. Sorpresivamente, a los pocos minutos, se abrió la puerta de un consultorio y una enfermera pronunció en voz alta el nombre de mi suegra. Madre e hija desaparecieron en la consulta. La enfermera las miró entrar con una expresión… de malicia (?) y cerró con un portazo. Encontré un diario abandonado, lo cogí y me recluí en un asiento del rincón dispuesto a una larga demora.
Ni alcancé a leer los titulares. De improviso, en el otro extremo de la sala, se abrió la puerta de otro consultorio y apareció la misma enfermera. Con idéntica expresión de malvada y voz tonante que retumbó en todo el salón, dijo con toda claridad:
—¡Nabor Orocovis Guaynabo…!
Ese era yo. Desconcertado no atiné a moverme. No estaba anotado en ninguna consulta.
Esperé un instante por si alguien, cuyo nombre fuera homónimo del mío se levantaba, pero nadie lo hizo. O era un error o mi mujer me mandaba llamar. Estaba sorprendido. No supe qué hacer. La enfermera no me dio tiempo para reflexionar. Insistió:
—¡Nabor Orocovis Guaynabo…!
Pronunciaba mi nombre correctamente como si fuéramos parientes. Miraba en mi dirección sin fijar la vista. ¿Sabría dónde estaba? No podía asegurarlo. De todas formas era mi nombre. No dejaría de llamarme. Me levanté dispuesto a dar y pedir explicaciones.
—Buenos días señor… Nabor…, pase por aquí —dijo la enfermera.
Me tomó del brazo introduciéndome en el consultorio antes que pudiera abrir la boca y dando un discreto portazo. Me asombró no ver nada de lo que suele haber en las consultas médicas. Ni camilla, ni armario con medicinas, ni estetoscopios, ni vendas, instrumental médico…, nada. Solamente un escritorio de acero inoxidable pulido sin brillo, un ordenador portátil y dos sillas del mismo acero. Las paredes del consultorio eran lisas y blancas con una puerta. Parecía un cuarto de interrogatorios especiales. Alguien estaría mirando.
—Señorita…, debe haber un error…, permítame expli…
—Tome asiento señor Nabor… —me interrumpió—, en seguida lo atenderemos.
Desapareció por la puerta interior, cerrándola tras de sí. Me senté en la silla. Al cabo de dos segundos apareció nuevamente. Pude verla mejor. Era alta, no demasiado joven. De aspecto marcial. Vestida de blanco de los pies a la cabeza. Uniforme, cofia, medias, zapatillas. Sus manos estaban cubiertas por guantes descartables. Rostro exacto, ni bello ni feo, ojos grises de mirada fría e inexpresiva. Se me antojó un ser eficiente, insensible, que ha visto muchos cadáveres. Tomó la iniciativa
—¿Qué me quería decir, señor Nabor…?
—Señorita…, creo que hay un error…, no estoy enfermo…, no he pedido ninguna consulta médica. No se porqué me han llamado…
Ella se sentó frente al ordenador, estudió la pantalla, me miró fijamente y dijo.
—¿Usted es Nabor Orocovis Guaynabo…?
—Sí señorita…, pero…
—La doctora lo atenderá inmediatamente.
—Pero…, señorita…, solo vine a acompañar a mi mujer y a mi suegra.
—¿Cómo se llaman…?
Se lo dije, consultó otra vez el ordenador, oprimió varias teclas y me respondió con tono autoritario y expresión hastiada.
—En este momento no hay nadie con esos nombres en el hospital. La doctora lo atenderá inmediatamente.
Se puso de pie y salio con su paso militar por la pequeña puerta.
Antes de que pudiera sacar alguna conclusión volvió a abrirse la puerta y apareció otra vez la enfermera. Esta vez traía un maletín. Detrás venía la doctora. Una mujer de porte atlético, delgada, bastante alta, más bien joven y atractiva aunque algo insulsa. Vestía de blanco de los pies a la cabeza, pero sin cofia. Rostro exacto bien formado que no decía nada. Las manos cubiertas por guantes descartables. En los ojos grises la misma mirada fría e inexpresiva. Demasiados cadáveres en su vida.
—Buenos días, señor Nabor… ¿Cómo se encuentra hoy?
—Estoy bien doctora…, solo quería explicarle a la señorita que…
—Cálmese señor Nabor, pronto estará todo solucionado. Abra la boca por favor.
Lo hice. Ella me cogió por la barbilla, elevó mi rostro y acercó su cara hasta casi tocarme mientras miraba fijamente dentro de mi boca. Su perfume era sensual. La mano en la barbilla me oprimía con firmeza. Giró el rostro e hizo una señal a la enfermera. Sentí el clic del maletín y el movimiento de tubos y aparatos. La mano de la doctora apretaba cada vez más fuerte la barbilla impidiéndome mover la cabeza, con la otra me cogió del hombro. Como si eso no bastara, levantó una pierna y apoyó la rodilla en mis testículos, haciendo fuerte presión. Con la mano del hombro se ayudaba para hacer palanca y aplastarlos fuertemente. Era una mujer forzuda. El dolor me paralizó. A su lado apareció el rostro de la enfermera. Había recuperado la expresión de malicia. Puso una mano en mi hombro para ayudar a la doctora a mantener apretados mis pobres testículos. En la otra llevaba una mascarilla. Su dedo índice accionó un switch. Comenzó a salir gas. Un sonido sibilante como una serpiente que se dispone al ataque. Comprendí demasiado tarde que estaba en peligro. Desesperado, quise alzar los brazos, las piernas, luchar, quejarme, huir… Estaba inmovilizado por las dos mujeres. La serpiente, con la boca abierta, grande, grandota, se lanzó contra mi rostro.
Rueda que ruedan las ruedas del ferrocarril… El traqueteo del movimiento comenzó a despertarme. Veníamos desde muy lejos y aún faltaba mucho más. Me iba despertando lentamente. Abrí los ojos. Estaba en una silla de ruedas como mi mujer. Avanzábamos por un pasillo solitario, que parecía interminable. Miré mi cuerpo, toqué las piernas, los brazos, el pene, los testículos. No faltaba nada, todo estaba en su lugar. Suspiré aliviado. Reparé en mis pantalones, elegante casimir inglés, gris oscuro con finas rayas blancas, zapatos negros, acordonados, lustrados como espejo. Por los puños asomaban una camisa color malva y gemelos de oro. Palpé el torso. Iba vestido de traje y corbata. Me acaricié el rostro. No era el mismo de siempre, el que tanto conocía que hasta me afeitaba a ciegas. Alguien conducía la silla. Sentía el paso de cuatro pies detrás. Quise girarme para ver quiénes eran pero dos manos fuertes me sujetaron por el cuello. Alcancé a ver una puerta a lo lejos. A medida que recuperaba la conciencia la puerta se acercaba. Tenía que apresurarme en recuperar la lucidez. Nos acercamos más. La puerta era blanca, de vaivén, típica de los hospitales, con una hoja de metal a la altura de una camilla. Quienes me conducían no disminuyeron su velocidad. Mis piernas golpearon en las hojas de las puertas terminando de despertarme. Abrí la boca para quejarme, pero la vista del lugar me enmudeció.
Me encontraba en el vestíbulo principal del hospital Can Ruti. Gente ansiosa que iba y venía. Rodaban camillas y sillas de ruedas ocupadas. Había un grupo de personas cerca. Nos dirigimos a ellos. Una mujer elegante, madura y atractiva, morena, cutis blanco y labios rojos. Vestía un tailleur gris, de buen corte, medias de nylon y zapatos negros de tacón mediano. Un anciano de cabello blanco y aspecto solemne, impecablemente ataviado de traje y pajarita, con reloj de cadena y bastón plateado. Dos jóvenes adolescentes, un varón y una niña, de tejanos gastados, piercing en las orejas, y camisetas estampadas de Jarabe de Palo. Todos me miraban cariñosamente. La mujer en particular. Casi diría enamoradamente. Se destacó del grupo avanzando hacia mí. Mirada babosa de chica buena pero que se las gasta en la cama.
Nos detuvimos. Pude ver quiénes me trajeron hasta aquí. La doctora y su enfermera. Los rostros exactos, serios, eficientes. No llevaban guantes descartables. Ahora las dos lucían largas uñas ganchudas pintadas de rojo. La doctora dijo.
—Señor Gregorio Severiano Gonzalo Marchán, le presento a su familia. Su mujer Ludmila, su suegro Anastasio y sus hijos Gregorio y Elena.
Ninguno tenía cara de ruso a juzgar por los nombres. Me gustaron. Parecían muy agradables. Ludmila se acercó y me tendió la mano invitándome a salir de la silla de ruedas. Podía hacerlo perfectamente. Me puse de pie. Ella me echó los brazos al cuello besándome en los labios y metiendo su lengua dentro de mi boca. ¡Qué salvaje…! Olía bien. Me excitó. La abracé por el talle atrayéndola hacia mí y devolví el beso mordisqueando su lengua con suavidad. Ella se apartó. Anastasio, con una cordial sonrisa, se acercó apoyado en su bastón de plata estrechando mi mano con efusividad. Luego los jóvenes, algo tímidos aún, se pusieron de puntilla para besarme. Volví a coger a mi mujer por el talle y nos giramos para enfrentar a las dos exactas. Adivinaron mi intención y comenzaron a hablar por turno.
—Señor Gregorio Severiano Gonzalo Marchán —comenzó la doctora— se le ha concedido otra oportunidad. El gobierno español otorga esta prebenda a los ciudadanos que sean merecedores de tenerla. Enhorabuena, ha sido usted elegido. Desde hoy gozará de unos años menos de edad, nueva familia, nuevos anhelos y nuevas ilusiones. Le recomiendo que aproveche ésta porque no habrá otras.
Pero yo amaba a mi mujer y a mi suegra. No quería otras opciones. Estaba por protestar y exigir ser reintegrado de inmediato a mi única oportunidad, cuando habló la otra exacta.
—Señor Gregorio Severiano Gonzalo Marchán —dijo la enfermera— su pasado ha sido borrado de todos los registros civiles y policiales del país. También de su mente. Usted y su familia irán al aeropuerto de El Prat donde los espera el vuelo a Kiev, su nuevo hogar.
Ya me parecía que algo ruso estaba escondido en todo esto. Pese a lo sorpresivo del encuentro tenía la sensación de serme todo familiar. ¿Cómo empezaría una nueva vida en Ucrania sin saber el idioma? Esto no podía seguir así. Era una burla a mis derechos constitucionales. No me dejaría llevar de las narices.
Ludmila me tomó de la mano. Ya no tenía la mirada babosa de chica buena. Ahora era una decidida matriarca. Me sentó nuevamente en la silla llevándome a la salida. Los demás nos siguieron. Airado le dije.
——¿Где мы дорогая? [1]
No escuché la respuesta. La puerta de salida del hospital daba a otro pasillo largo, interminable. Estaba solo, pero alguien empujaba mi silla de ruedas. ¿Serían las exactas…? Íbamos bastante rápido. Al final había una puerta que se acercaba. La atravesamos violentamente. La silla era motorizada. No había nadie detrás. ¿Dónde estaba? Era un sitio desierto de polvo rojizo. No se veía a nadie. Ni un árbol, ni una planta. Todo era tierra, polvo, guijarros, de color rojo. No era llano, había ondulaciones, pequeños bajos y barrancos con surcos dejados por una inundación. Algunas piedras eran grandes. Las ruedas de la silla eran articuladas, gruesas y más grandes que las de un tractor, aptas para superar obstáculos. Al alcance de la mano tenía un joystick para dirigirla. A lo lejos se veía una montaña altísima y la curvatura del horizonte. El sol estaba en otro lado. No podría definirlo bien, pero no estaba donde siempre. Todo allí era muy extraño. Quise rascarme la nariz y quede alelado, petrificado. Llevaba puesto un casco con un visor. Respiraba por una mascarilla y mis ropas eran muy extrañas. ¿Dónde estaba? Alcancé a ver una etiqueta. Agencia Espacial Europea-España.
Alguien empezó a hablar dentro del casco.
—Señor Harrison Brooke Gwendolyn, le habla la doctora Spencer directora del Instituto de Viajes Espaciales de Cataluña (IVEC). Enhorabuena. Usted ha sido seleccionado para servir de conejillo de indias en nuestro primer viaje a Marte. Su misión es contarnos todo lo que ve en el camino hacia el Monte Olimpo, el cual deberá escalar. Le advierto que es un volcán muy grande. Tres veces la altura del Everest. La superficie de su base es igual a Ecuador. Es tan grande que no podrá ver la silueta del volcán sino una enorme pared delante de usted. Cuando haya llegado a la cima y mire hacia abajo tampoco verá el final, ya que la pendiente llegaría hasta el horizonte. Usted nos informará paso a paso de todo que ve en su camino de ascenso y descenso al Monte Olimpo.
—¿Y cómo haré para recorrer el Ecuador de arriba abajo sin comer ni una galletita ni beber un vaso de agua…? No llevo nada conmigo.
—Señor Harrison Brooke Gwendolyn, nuestra tarea fue ponerlo a usted en la superficie marciana. El resto es responsabilidad de los Servicios de Asistencia en el Espacio del Ministerio de Bienestar Social e Igualdad. Por favor diríjase a ellos. Puede iniciar su informe.
Resignado a mi suerte, comencé a describir lo que veía a medida que avanzaba sobre la superficie marciana. No era muy interesante. Salvo el hecho novedoso de estar en Marte, otro planeta del sistema solar, no había allí nada digno de mención, salvo el detalle que me moriría de hambre y sed en breve tiempo. Continué informando piedra por piedra hasta que mi voz se fue debilitando. Aspiraba grandes bocanadas de oxígeno sin resultado. La silla empezó a trepar una cuesta suave. Una enorme pared delante de mí.
Al llegar a la cima, a más de 25 Km. de altura, encontré a mi ex mujer y a mi ex suegro. Detrás de ella estaba su abogada, algo escondida. Todos me miraban con fijeza. No llevaban trajes espaciales. Mi ex suegro encendió un cigarrillo.
¿Qué hacían en la cima de la montaña más alta del sistema solar…? ¿Y mi ex suegro fumando en el espacio? ¿Se permite fumar en Marte? ¿Y la abogada…, a qué vino?
—Hola… ¡qué sorpresa…! ¿Cómo estás…?
Ella, sin saludarme siquiera, dijo
—Ya no se te pone dura… ¿Verdad?
Lo decía sin rencor ni malicia. Como una investigación biológica. La abogada escuchaba, mi ex suegro escuchaba. La doctora Spencer directora del Instituto de Viajes Espaciales de Cataluña (IVEC), escuchaba y el mundo entero ¿y por qué no el Sistema Solar? estaban pendientes de mi respuesta. Tuve que decir la verdad. Avergonzado bajé la cabeza.
—Es cierto. No puedo. Casi nunca funciona.
Mi ex suegro echaba bocanadas de humo y asentía con aires de perdonavidas. Ella no se pavoneó triunfante con la respuesta, lo aceptaba con naturalidad; podía haber dicho: —Já… me lo suponía—, pero no lo hizo. Preguntó sin malicia, casi diría maternalmente.
—¿Y cómo te apañas ahora…?
Sabía la respuesta pero quería que la dijera delante de todos. La abogada, que perdió todos los juicios, hizo un gesto como para advertirle que no era una pregunta pertinente, pero solazándose con mi impotencia, volvió a su sitio para regodearse con la contestación. Estábamos en Marte.
Indignado me negué a declarar. Giré la silla de ruedas en redondo y emprendí el regreso. Veía la línea del horizonte marciano y la curvatura del planeta. Enfadado, ofuscado, me apresuré a descender hasta salir del horizonte y caer al espacio. La gravedad de la Tierra me atraía.
Llegué al vestíbulo principal del Hospital Universitario Hermanos Trias i Pujol, más conocido como Can Ruti. Gente ansiosa que iba y venía. Rodaban camillas y sillas de ruedas ocupadas. Yo caminaba. Había un grupo de personas cerca. Allí estaban. Mí amada mujer en su silla de ruedas y su madre luciendo un flamante cabestrillo. Me vieron acercarme. Mi suegra con expresión de donde habrá andado éste y mi mujer enamorada, dulce y cariñosa.
Las saludé con un tímido
—Привет [2]
Mi mujer, con sus negros ojos brillantes de amor, me dijo mientras me sacudía el polvo rojo adherido a mi ropa.
—¡Cariño…! ¿Dónde has estado…?
Guillermo Presti nació en Buenos Aires; en la actualidad vive en Barcelona. Ha escrito novelas, cuentos y ensayos. Algunos de sus trabajos pueden leerse en su web Prestitango (http://prestitango.blogspot.com.es/).
🖼️ Ilustración relato: Mystethoscope, By Darnyi Zsóka (Own work)
[Public domain], via Wikimedia Commons.
👀 Lee otro relato (en Almiar) de este autor: La playa de los muertos
Revista Almiar – n.º 70 | septiembre-octubre de 2013 – MARGEN CERO™
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