relato por
Andrés F. Henao Castro

 

(…) quiere verla no cuando es visible, sino cuando es invisible, y no como la intimidad de una vida familiar, sino como la extrañeza de lo que excluye toda intimidad, no hacerla vivir, sino tener viva la plenitud de su muerte (…)

 

La mirada de Orfeo es el don último de Orfeo a la obra, donde la niega, donde la sacrifica trasladándose hacia el origen por el desmesurado movimiento del deseo y donde, sin saberlo, todavía se traslada hacia otra obra, hacia el origen de la obra (Maurice Blanchot. La mirada de Orfeo).

 

I

A

hí estaba cuando abrí la puerta, temblando, empapada. Es probable que llevara mucho tiempo ahí, estando, como si en ese estar-ahí se jugara la consistencia de su ser. Una grisácea sombra le envolvía los ojos y el agua que le chorreaba sin pausa de las extremidades se resistía a abandonarla por completo. Ya no llovía y yo no quería verla. Tampoco quería que estuviera ahí, del otro lado, a la intemperie. Quizás porque su estar ahí implicaba que yo estaba aquí, de este lado, y prefería ignorar la territorialidad de mi propio ser, la curvatura del encierro. En realidad yo también quería estar ahí, habitar lo abierto, lo inhabitable en el vacío de su extensión. No esperaba su llegada. Estaba viendo el Ultimo tango a Parigi de Bernardo Bertolucci y su presencia, del otro lado, me incomodaba. Era de noche… siempre era de noche. Cómo hubiera querido cerrar la puerta pero cerrarla no habría servido de nada. Ella seguiría estando ahí, del otro lado y, con la puerta cerrada, sería todavía más claro para mí que yo estaba definitivamente aquí, de este lado, y que solo podía estar aquí, en el encierro. Supe que ya no podría volver al indulgente placer que me producía ver a Jeanne descansando sobre el pecho de Paul, en aquel instante en que el movimiento de la cámara rompe el eje y se desplaza desde el costado izquierdo del rostro de Paul hasta el pecho desnudo en el torso de Jeanne. Ella ocupa la parte inferior de la pantalla con el brazo suspendido más allá de su propio rostro. El todo cromático del plano lo completa el apartamento en el fondo, el vacío del espacio con el que se resalta su intimidad. Una escena exquisita como insípida era la que me tocaba vivir ahora, en un apartamento no menos vacío que aquel en el que Bertolucci había encerrado a sus dos víctimas y con un eje no menos roto entre dos existencias tan íntimas que lo familiar y lo extraño ya se nos habían vuelto indistinguibles.

Quise dejarla ahí. Quise tener la fuerza suficiente para cerrar la puerta, como el guardián que protege la ley en el cuento de Kafka la cierra al final. Una puerta que de abrirse —cómo se había abierto ahora— solo ella podría cruzar. Pero ella ya no la podía cruzar, no porque yo estuviera ahí, ni porque de pronto me hubiese convertido, contra mi propia voluntad, en el guardián de la ley que se aloja en su interior y que se ofrece todavía más inaccesible cuando permanece abierta, sino por el simple hecho de que la puerta estaba abierta. Ese era su hábitat, lo abierto. El mío era el otro, el opuesto. Era yo quien, al haber abierto la puerta, resultaba transportado al insaciable apetito de su espacio, a lo abierto de su territorio o, para ser más preciso, de la ausencia de territorio en el que su nada todo lo consumía. No es posible entrar cuando uno ya está adentro y, con la puerta abierta, el eje que separa el adentro del afuera, su espacio del mío, me arrinconaba en la frontera imposible de lo infinito. Debí haber cerrado la puerta en ese instante. No, corrijo, no debí haberla abierto para empezar. Una puerta que se abría hacia la nada para fundirse en ella. No me quedó otro remedio que invitarla a seguir. ¿Acaso no había aceptado ya, al abrir la puerta, el llamado de la exterioridad? ¿Acaso decirle, «¡sigue!», no era otra cosa que una mera formalidad que confirmaba, retóricamente, mi vulnerabilidad frente al afuera? Pero el poder necesita de la gloria y como no existe desprovisto de sus rituales, y ella no ingresaría a menos que yo utilizara el imperativo, tuve que materializar el verbo. Un imperativo que yo pronunciaba, impotente, porque el verdadero imperativo era el que minutos antes ella me había impuesto a mí con su silenciosa presencia, en el impronunciable arribo de aquella familiar extraña que no se anunciaba con la voz sino con su ausencia. ¿Por qué no dejarla ahí, a la intemperie, mojada y temblando? Ni culpa, ni caridad. Qué fácil sería recurrir a esos subterfugios. Disipar el temor, negar el verdadero balance de nuestras fuerzas y restablecer el eje temporalmente quebrado. ¡No! No era ni por culpa ni por caridad que la dejaba entrar. Había algo más, algo quizás impronunciable, algo que venía de afuera, de donde viene lo-que-viene, algo que pertenecía a ese otro mundo al que yo resultaba atraído con cada vez más gravedad. Su mirada de oscuridad estaba congelada, no había mucho que leer en ella. Ni odio, ni temor, ni tristeza, habitada por la misma nada en que su recuerdo desde hace mucho tiempo divagaba. Era como si ella ya no perteneciera a la fragilidad del mundo demasiado-humano, ese de los instintos viscerales y las pulsiones insondables. Me miraba como si no nos conociéramos. No, me miraba como si el conocimiento también hubiera abandonado la relación que existía entre nuestras miradas, como si la marca de lo familiar ya no tuviera un papel que jugar entre nuestros ojos, que ahora sangraban solidarios con nuestras existencias pasadas. Éramos dos extraños enfrentados a la impasible presencia del otro sin armas suficientes para disuadir el enfrentamiento. En cualquier caso ella no quiso entrar. Se quedó ahí, suspendida entre dos espacialidades que no terminaban de contaminarse la una a la otra, en esa brecha que se abría entre el allí y el aquí. ¿Inmóvil? No, móvil en su inmovilidad, una quietud que ya había tenido muchos efectos y que no dejaría de tenerlos. Había conseguido interrumpir a Bertolucci, me había obligado a abrir la puerta, ¿por qué renunciar a la efectividad de su inacción si todo eso acarreaba la potencia de su impotencia? Era yo el que no dejaba de moverme. Ella fluía en lo abierto, en la forma del estar-ahí del afuera. El movimiento es exclusividad del encierro, del encerrado, y ese era yo.

No logro recordar cuándo fue que cambiaron las cosas entre nosotros. Cuándo se interpuso la cámara y se rompió el eje. Supongo que son de ese tipo de cambios que no se pueden ubicar, que existen precisamente en tanto que no se registran ni en el tiempo ni en el espacio. Esos cambios que en lugar de acontecer simplemente se suceden. No estoy seguro. Lo que sí recuerdo es que no siempre fue así. No sé en qué momento se instaló entre nosotros un silencio insoportable. Uno que solo nos aguantábamos porque era preferible tolerarlo a él que tolerar a las palabras del otro. Ni siquiera las palabras, el sonido de las mismas, la singularidad que se marca en la unicidad de la voz, aquella que fusiona lo no-propio del lenguaje con su irreducible materialidad en la lengua, en el cuerpo que habla y que ella hace hablar en cada pronunciamiento en que se encarna. Ahora lo recuerdo. El quiebre tuvo lugar antes de esa noche en que supimos que ya no habría retorno. Esa noche en que habíamos quedado, ambos, sumidos en el perímetro de nuestras pieles para pertenecer por siempre a planos ajenos.

Esa noche aconteció tiempo después de que lo sucedido sucediera, perdido en el intemporal umbral de lo que solo tiene efecto por acumulación, de lo que no existe como evento que discontinúa el tiempo sino como tiempo que discontinúa lo eventual. Esa noche a la palabra la sustituyeron los gestos, el último asidero de una lengua enmudecida. Aprendimos a hablar sin hablar, como se dicen las cosas cuando no se dicen, cuando a las letras del alfabeto las reemplazan las muecas, los vistazos y los sonidos indistinguibles de los que aún éramos capaces. La lengua y sus cavidades habían quedado reducidas a su funcionalidad orgánica. Ya no quedaba de nosotros nada de ese animal lingüístico en el que otros habían querido ver confirmada la universalidad de lo humano. Desde entonces hemos vivido inertes, petrificados en una cotidianidad que solo nos cuesta un poco menos de lo que nos costaría romperla. Repetimos acciones sin esfuerzo en la vacuidad de series insignificantes que carecen de trascendencia. Repetimos y repetimos. Bien podrían ser otras las series así como nosotros no hemos dejado de ser otros sin por eso dejar de seguir siendo los mismos. Lo único que conseguían hacer las palabras, cuando se le escapaban a nuestros órganos, era alejarnos un poco más al uno del otro, sumirnos velozmente en la distancia de dos abismos que corren paralelos sin desviar el rumbo que los aliena. Con todo, me hice a un lado para que entrara, para que el gesto le ayudara al poco convincente imperativo que satisfacía el ritual, y restableciéramos el eje con un pegamento ya expirado. Pero ella siguió ahí, sin entrar. Solo en ese momento comprendí que no estaba ahí para entrar sino para no entrar, para suspender la entrada y la salida en ese estar-ahí, y, de pronto, me sentí por primera vez invitado a salir, a darme cuenta, quizás, que ya estaba afuera.

II

No va a ser fácil hablar de lo que sucedió esa noche. No es la primera vez que lo relato pero sí la primera en que me esfuerzo por rescatar tantos detalles como me sean posibles del inclemente olvido que la devora cada día con un apetito insaciable, como si no quisiera dejarme ni la noche misma en que tuvo lugar para poder recordarla. Quisiera pensar en esa noche como en un punto de fuga que intersecta todas las líneas de intensidad, para darle alguna tonalidad poética que justifique la desarmonía que ha terminado por significar, pero sería deshonesto hacerlo. No hubo renacimiento sino continuidad, aunque la existencia que murió esa noche no habría sido capaz de escribir este texto. Esa otra versión de la historia ya la devoró la historia, eso que pasa cuando no pasa nada. Esa se esfumó precisamente para que yo tomara su lugar y me instalara por completo en una casa que quizás nunca fue suya, como no es mía tampoco. La irregularidad que había entre ambas existencias en pugna hace que sea imposible fijar una autoría, retraer una intencionalidad, restablecer el origen en la seguridad de lo individual, de lo idéntico, de lo inmutable. No existe un solo depósito que encierre el último significado, así como no existe un solo guardián que proteja una ley en la que no se ingresa, porque estando fuera ya se está dentro. Tampoco existe quién autentifique los documentos, quien confirme que así sucedió o simplemente que, en efecto, algo sucedió. Existen una serie de relaciones, un entramado de experiencias, una urdimbre de conexiones que hacen de esa noche la noche seleccionada. Esa otra existencia que desde entonces me ha abandonado, y que no es la de ella, ni la mía, sino la de ella en la mía y la mía en la de ella, es la que ahora evoco. Aquel espectro que responde a mi llamado, si es que en realidad lo hace, lo hace de manera borrosa.

Esa noche solo hubo algo diferente. Algo que pertenece al orden de la mañana, de la aurora para ser más exactos. Un sueño, más bien una pesadilla, una de esas que de vez en cuando me visitan y que también tocan la puerta para que yo les abra, cuando el sol apenas se anuncia. En la pesadilla, de la que, como en toda pesadilla, no recuerdo más que trozos, vuelvo a mi país después de vagar por largo tiempo en el exterior, como se dice en mi país. Vengo de afuera como todo lo que viene. Vuelvo a casa y consigo entrar. Estoy feliz cuando veo a mis amigos en el aeropuerto y no disimulo mi felicidad pero tampoco la veo confirmada en sus rostros, no me la dan de vuelta. La felicidad es unilateral y arbitraria y siento, por primera vez, que el sueño se desliza en pesadilla. Sin decir nada inmediatamente me llevan a la cárcel para que visite a mi madre. Se me había olvidado por completo que mi madre estaba en la cárcel. Ya plenamente instalado en el territorio de la pesadilla, como consecuencia de mi olvido me sobreviene un sentimiento de culpa que me cuesta mucho trabajo disipar. ¿Cómo se me pudo olvidar que mi madre llevaba tanto tiempo encerrada sin que yo hubiera ido a verla una sola vez por encontrarme en el exterior? Yo mismo me repugno. La culpa que había conseguido derrotar en mi consciente resulta victoriosa en mi inconsciente. Se me comienza a pudrir el alma mientras, en silencio, nos dirigimos a la cárcel. Una cárcel hacinada, maloliente, una cárcel al fin y al cabo. Veo a mi madre por primera vez después de muchos años de distancia. Recuerdo y hecho no me cuadran, existe una brecha entre la imagen que mi memoria rescata del repugnante inconsciente que la hospeda y la que ahora se impone delante de mí con toda su corporalidad. El inconsciente del inconsciente (porque todo esto tiene lugar en el sueño y solo en el sueño) me hace una mala jugada. Se trata de la situación inversa a la que enfrentaría esa noche en que ella, una vez más, volvería a visitarme. Lo digo porque todo relato debe poner de presente su propia historicidad, el modo en que el ahora (re)produce el ayer sin que lo que resulte sea completamente algo del hoy pero definitivamente no del todo del ayer. Vuelvo al sueño. Ella esta ahí, encerrada e infeliz. Yo soy quien viene de afuera, feliz y sin anunciarse, sin siquiera tener noticia —o registrarlo, que al cabo es lo mismo— de su encierro. Los policías la traen desnuda y esposada. La veo delgada y envejecida, extremadamente disminuida. Así de irreconocible por fin la reconozco. La desconexión entre significante y significado no mengua, todo lo contrario, se hace cada vez más pronunciada y, por lo grotesco de su violencia, más punzante en eso que llaman alma. Reconozco a mi madre pero no logro verla en esa humanidad que por poco y ya la abandona. Trata de hablar pero lo que dice no tiene sentido. Es como si estuviera loca, una locura distinta a la mía, pues solo un loco puede olvidar que tiene a su madre encerrada en su país mientras se goza la vida en otro. Sigue hablando, con frases sueltas, como si todos los pensamientos de Pascal fueran pronunciados al mismo tiempo, sin orden lógico o afinidad temática, como si los aforismos de Nietzsche se amontonaran unos tras otros en un ensordecedor sinsentido. Supongo que es la locura del encierro, de la deshumanización que tiene lugar en todo dispositivo de captura. Entonces logro entender lo que me pide. Las consonantes y las vocales finalmente se ordenan y, con los verbos y los sustantivos en lugar, entiendo lo que me dice. Me pide una crema que solo se consigue en una tienda especializada en dermatología para poder deshacerse de una bacteria que le impide masturbarse en su celda. Me lo dice así, sin filtro ni vergüenza. Me cuenta que lo que le dan en la prisión no le hace nada, que antes conseguía hacer que desaparecieran los síntomas pero que ahora ni siquiera le aminora el dolor. Agrega que no se sentía cómoda pidiéndoselo a nadie más y que por eso había esperado hasta que yo volviera. Me lo dice tan claro, tan articulado, que me cuesta creerle. Pero la veo tan esquelética, tan empequeñecida, que no me atrevo a dudar de ella. La tienen aislada y masturbarse es lo único que le recuerda que aún pertenece a este mundo, que el deseo no se ha olvidado de ella como parece haberlo hecho el resto de la humanidad, empezando por su propio hijo que ya no recordaba tener a su madre presa. Fue el médico de la prisión el que le recomendó la crema, el mismo que le insistió en que la prisión nunca se la iba a dar por mucho que insistiera. Pero no era la bacteria lo que le importaba. En esa prisión muy pronto se aprende a convivir con otros habitantes, incluso en el propio cuerpo que muy pronto comienza a ser huésped tanto de lo inhumano como de lo subanimal. Y si la humanidad no estaba ahí para que mi madre le expresara su solidaridad, otras vidas animales no se iban a negar a su generosidad. Lo que a mi madre le importaba era ese rescoldo existencial que aún encontraba en el placer sexual, esa última afirmación que su descompuesto cuerpo era capaz de proveerle. La onanista, la llamaban las otras, y con aquel peyorativo nombre mi madre ingresaba en el mundo de los vivos, o quizás se resistía a dejarlo por completo, un mundo cruel y doloroso que le había roto todos los ejes. Cuando terminó de explicarme con el más mínimo detalle las especificaciones del medicamento, agregó que sentía que se estaba volviendo loca. Lo dijo con una sonrisa muy sutil en su rostro, una de esas en las que ya se dibuja la demencia. Al segundo volvió a martillar el lenguaje. Ya no le entendía. Había ingresado nuevamente en una de las infames celdas que debieron haber construido los arquitectos de Babel, que tanto enojo le produjo a Dios que lo llevó a confundir las lenguas para que un hijo no comprendiera a una madre. No fui capaz de llorar. Me sobrevino una tristeza seca, desértica, de sol picante y sin sombra. Una de esas tristezas que todo el cuerpo llora porque los ojos no pueden. Antes de irme le prometí que volvería muy pronto con la crema y se lo repetí varias veces, para que no lo fuera a olvidar. Salí de la prisión con la imagen de mi madre, desnuda y sucia, de vuelta en aquella asquerosa celda maloliente, volviéndose cada día más loca por el dolor que le crecía desde el sexo, como crecen las bacterias en la carne que se descompone. Afuera ya no pude contener el llanto y me dije a mí mismo o, más bien, una parte de mí le dijo a la otra que necesitaba «procesar» lo que había pasado. Con esa palabra, «procesar», como si una experiencia tal pudiera quedar inscrita en un proceso, como si se pudiera digerir para extraer y distribuir sus nutrientes mientras se expulsaban sus inservibles residuos, por así decirlo. La otra parte de mí estaba demasiado exhausta para levantar objeciones, incluso lingüísticas, y se abstuvo. No podría llevar la crema hasta dentro de una semana. Una semana en la que yo «procesaría» lo que tenía que «procesar» mientras mi madre desahogaba su dolor en un monólogo sin audiencia. Caminé sin rumbo alguno, como atraído por las montañas, hundiéndome en la miseria de las comunas que están pobladas por otras locuras, por otras sufrientes. No descansé hasta que llegué a la cima de una de ellas. Había un bar, muy pobre y me senté en una mesa cerca de otra en la que dos hombres, muy poco atractivos, se miraban con afecto. El deseo que había en sus ojos me devolvió una parte de eso que sentí que se quedaría por siempre encerrado en la celda con mi madre y que ya no saldría de allí así ella sí lo hiciera. Me puse a observar una casa en la montaña de enfrente, una casa que rompía con la arquitectura de la comuna y que, a pesar de estar hecha con los mismos ladrillos y el mismo cemento, tenía espirales. Era como si sus muros danzaran, un poco al estilo de las casas de Gaudí. Pedí una cerveza y seguí mirando la casa de enfrente, de espirales bailarines. Fue en ese instante que uno de ellos, que me miraba de reojo, me dijo, como adivinando mi tristeza, «es increíble que nunca la hayamos visitado, después de haber vivido en este sitio por tantos años y de tenerla tan cerca». La conversación, que se avecinaba agradable, no pudo seguir su curso porque una oleada de anónimas vidas comenzó a desplazarse a toda prisa hacia la cima de la montaña, en dirección nuestra. Era como si todas esas personas hubieran visto a sus madres, desnudas y acabadas, y subieran en búsqueda de la crema con la que apaciguarían su sufrimiento. La gente corría disparada, huyendo de alguna monstruosidad que los perseguía mientras nosotros tres, estupefactos, no renunciábamos aún a las últimas gotas del elíxir que bebían los condenados de la tierra. La monstruosidad no era otra que la muerte, los ejércitos de izquierda y de derecha que también subían la montaña, armados, persiguiéndolas para erradicarlas. La tristeza por fin le hizo lugar al miedo para que, restituido en su derecho, me despabilara los músculos y me uniera a las multitudes. Corrí hacia la izquierda y vi a una mujer frente a la puerta en una destartalada casa de ladrillo, con el segundo piso a duras penas empezado, que no me quitaba la mirada de encima con ojos tan cautivadores como aterradores. Intenté buscar refugio en la casa que ella custodiaba pero al acercarme la mujer comenzó a caminar hacia atrás, como apartándose de mí al mismo tiempo en que me abría todas las puertas sin dejar de ser inalcanzable. Yo no dejaba de seguirla, aunque ahora parecía más bien que la perseguía, como los ejércitos perseguían al proletariado montaña arriba. Cada vez me adentraba más en esa casa pero no lograba dar con ella, aunque ella seguía caminando de para atrás, como los cangrejos, sin quitarme por un solo segundo la mirada de encima. Así mismo subió las escaleras hasta que ya no pudo seguir subiendo, ni hubo más infinito que atravesar. Obligada a detenerse con ella también se detuvo su mirada. Vi en sus ojos la misma grisácea sombra que ella tenía cuando volvió esa noche empapada en un cuerpo que temblaba. Vi en su mirada la mirada de-vuelta.

Incapaz de soportar el peso de sus ojos finalmente me desperté de la pesadilla. Percibí mi sudor y aunque poco a poco el ritmo de mi corazón se apaciguó, la tristeza tardó mucho en dejarme tranquilo. Ni siquiera el concierto para violín de Dvorak, en otras ocasiones tan efectivo, fue capaz de devolverme la arrebata serenidad. Todo lo contrario. Debía tener el espíritu enfermo porque ahora parecía ensañado con el dolor, como si mi alma se relamiera en su propia tortura. Así que a Dvorak lo sustituyó Laschia ch’io Pianga, de Handel, y yo comencé a hundirme en el abismo. Fue la música lo que la despertó esa noche. Ella fue directamente al baño sin darse cuenta que yo estaba ahí, en la oscuridad, con todos mis pálpitos y sin que me faltara un solo abismo. Al regresar del baño me saludó distante. Estaba furiosa porque la había levantado, y con ópera para empeorar su enojo. Mi dolor no le fue del todo indiferente y me preguntó, con una condescendiente sonrisa, si todo estaba bien. Me molestó que me lo preguntara así, con ese tono, con esa sonrisa, como satisfecha de verme deshecho. Yo sentí que me envolvía la nausea de Roquentin y ella lo notó. Volvió a sonreír y, gentilmente, se acercó para abrazarme pero mi cuerpo la rechazó bruscamente. Era imposible para ambos disimular la doble torpeza que había en ese gesto y no tardamos en romperlo, en quebrar un eje que llevaba roto ya mucho tiempo. «¿Qué pasa?», me preguntó, pero yo no fui capaz de responderle. La respuesta le pertenecía a ese otro dentro de mí al que todavía le quedaba algo de coraje pero que se había quedado en el sueño para averiguar de qué material esta hecha una mirada de-vuelta. Fue ella, porque solo ella tenía palabras, quien por fin destronó al silencio de su temporal reinado y me dijo, con unas palabras que muy pronto ya no comunicarían más, «Mira, no sé qué carajos te pasa pero no te desquites conmigo. Aquí estoy si quieres charlar… tengo que arreglarme porque debo irme a trabajar». No esperó mucho tiempo para ponerse a hacer lo suyo y dejarme haciendo lo mío o más bien, abandonarme a aquello que me deshacía. Se vistió rápidamente y se despidió, a lo lejos, sin siquiera mirarme.

Yo volví a pensar en mi madre, en el modo en que se me apareció en el sueño. Se me oprimió el pecho y las entrañas se me contrajeron. No era la primera vez y tampoco sería la última. Así se habrá sentido Roquentin, me dije mientras preparaba algo para desayunar para ver si el apetito ahuyentaba los demonios. Piqué jamón, tomate, cebolla y revolví unos huevos a fuego lento con un poco de maíz desgranado, pero no podía sentir los sabores. No conseguía diferenciar un ingrediente del otro en esa insípida masa que mi mandíbula masticaba mecánicamente, sin placer ni aversión. Supe que algo sucedía, que la cotidianidad había sido atravesada por una lanza y que se le había abierto un agujero por el que ingresaba la excepción exitosamente registrada en el más confiable de mis sentidos, el gusto. Me equivoqué, no era que los huevos estuvieron insípidos, era como si no pertenecieran del todo al orden del sabor. La ducha que me di me ayudó un poco. Llegué a pensar que se trataba de una mañana difícil pero no logré engañarme lo suficiente. Era tarde y tenía que ir a la Universidad para hablar del eterno retorno de lo mismo con mis estudiantes, de aquel imperativo ético-político en el que Nietzsche hacía residir la responsabilidad del hombre por su propia existencia.

Pensar en la lección me tranquilizó un poco. Comenzaría con la lectura de Milán Kundera en La insoportable levedad del ser. Allí donde la carga es más grave, más cerca están nuestras vidas de la tierra, más reales y honestas son nuestras existencias y más intensa la vida que se realiza en ella. Una carga que condensa toda la historicidad de un tiempo en un instante, para que la existencia no se escape en la nada etérea de su refugio trascendental y asuma, finalmente, la responsabilidad por el mundo que inventa al mismo tiempo que lo destruye. Hacer del tiempo aquello que se repite, que le otorga a los hombres, en su imaginario poético, lo que incluso Dios no puede, la facultad de vencer la irreversibilidad del tiempo, alea iacta est. No porque el hombre pueda volver en el tiempo sino porque lo interrumpe, lo suspende al anticiparlo en su imaginación en la forma de su recurrencia constante y, en esa anticipación, lo (re)vive, un tiempo que ya no es tiempo muerto en la insignificancia de sus eventos sino que adquiere vida en la afirmación de sus repeticiones. Dios no puede hacer que lo que ha sido no sea, como tampoco lo puede el hombre. Pero el hombre sí puede engañar al tiempo en tanto que tiempo y hombre coexisten. Puede torcerlo, aprovechando que toda repetición es realización de la diferencia y que en la brecha que separa una repetición de otra se produce la repetición de la repetición, aquella que el hombre de la ciencia gay sí puede afirmar, precisamente al extender lo eventual elásticamente hasta cubrir las repeticiones que han sido y las que serán, hasta afirmarlas todas ellas en la singularidad de esta que se le presenta tan demoníaca. El peso de los hechos, su positivismo disuelto, su positividad afirmada, se incrementa con la repetición exponencial de su imaginaria reincidencia. La dimensión no factual del hecho se instala en él como aquello que le otorga su gravedad y la repetición disipa la levedad de todo aquello que lo rodea en la forma de lo que nunca retorna porque simplemente es, que en su irrepetible condición no marca un momento decisivo para quien opera la selección de aquel todo que tiene la obligación sino quizás el deseo de afirmar. La imagen de Nietzsche es sin duda aterradora. Se trata de un demonio que nos pide revivir cada dolor y cada alegría por toda la eternidad, no solo los nuestros sino también los de los otros, porque sin ellos tampoco seríamos lo que somos, porque lo que somos siempre es resultado de todo lo que no somos, así como hablamos un lenguaje que nos antecede y nacimos en un mundo que no escogimos. ¿Con tanto dolor y tan poca alegría puede alguien en realidad atribuirse el derecho de afirmar semejante locura? Ni el costo-beneficio de los utilitaristas que buscan su último asidero en la racionalidad instrumental ni los principios racionales de una ética deontológica estarán ahí para socorrernos. ¿Qué nos queda para enfrentar al demonio? Nada. No hay fundamento, no hay primer principio ni origen que todo lo justifique o que al menos lo reconcilie. Y en esa nada, en ese vacío semántico, en ese punto cero de lo abismal sin fondo, en el que se reconoce finalmente el sinsentido de la existencia, reside el enigma de la afirmación a la que Nietzsche nos invita. Ese no-lugar ya no puede funcionar a la manera de un nuevo fundamento. Se afirma precisamente porque no se cuenta con la solidez de un piso. Es en su ausencia que se puede proyectar una iteración infinita sin seguridad alguna de que se está del lado del bien, sin que haya incluso lado alguno del cual estar, o alguna coordenada que oriente la existencia. ¡Qué imágenes más terribles se les ocurren a los filósofos! No hace falta recordar el exterminio de los otros pueblos para entender la imposibilidad de la carga histórica que el demonio impone y, al mismo tiempo, reconocer en su negación la ineludible fractura que su rechazo acarrea para cualquier desgraciada vida que se vea expuesta a semejante prueba. ¿Cómo decirle al mundo que me ha hecho lo que soy que no? ¿No ha sido lo doloroso de ese mundo, lo que ahora rechazo tan vehementemente cuando anticipo un no que apenas se anuncia en mi garganta cuando el demonio ha hecho su exigencia, producto y consecuencia de la negación que ya no me parece la respuesta indicada? ¿No he producido más sufrimiento al decirle todo el tiempo que no a lo que ha sucedido, de resistirme a voltear la mirada, a mirar de-vuelta a la oscuridad para arriesgarlo todo, como lo hizo Orfeo, como lo hizo el angelus novus de Paul Klee, como lo hizo la esposa de Lott, para poder ver la catástrofe, la voluntad de los dioses, lo que ha sido y ya no puede no ser, para contemplarlo todo sin placer ni repulsión y sin renunciar a esa mirada de-vuelta, para no recluirme en las tinieblas de lo que será y que otros llaman progreso? ¿No ha sido esa negación, cuando no el vehículo para naturalizar la injusticia que existe entonces la materia prima de la injusticia por venir, todavía más injusta en cuanto que se viste con los ropajes de la justicia? ¿Y no ha sido su afirmación todavía más aterradora en el arbitrario júbilo de los amos contra los esclavos? ¿Cómo afirmar de nuevo esta náusea que acaso no soporto ahora? ¿Cómo afirmar de nuevo la persecución de los campesinos y los obreros por los ejércitos en las montañas, que me sobrevinieron en un sueño y que ellos no solo soportan en los sueños sino también en sus otras dimensiones? ¿Cómo afirmar los exterminios que fueron y que no me tocaron, los que están siendo y los que serán, y que sus víctimas y los que los sobrevivieron tienen que soportar? ¿Cómo afirmar lo que yo no he tenido que soportar pero que aún así me soporta a mí? ¿Y cómo no afirmarlo si de todo esto esta hecha mi propia existencia? Tomar una ducha, ingerir un desayuno del que desertaron los sabores y repetir estas preguntas sin respuesta para reproducir el ritual de la pedagogía en unos cuantos minutos, una y otra vez por toda la eternidad.

¿Pero qué estaba diciendo? ¿Por qué de repente estaba hablando así, tomándome a Nietzsche y a mí mismo tan en serio? ¡Qué ridículo me pareció en ese momento todo eso! Cuántas lecturas, mucho mejores que la mía, no habían ya del eterno retorno de lo mismo y yo con la obsesión de querer decir algo nuevo. ¡Detente!, me dije a mí mismo. Debía parar. Lo que decía no tenía ninguna importancia, nada cambiaría en el mundo si estas palabras no fueran dichas, como nada cambiaría tampoco si este texto no se escribiera. Estas letras no le añadirían peso alguno a quienquiera que tuviera el infortunio —o la fortuna, según cómo se vea— de recibir la visita del demonio nietzscheano. No le pesarían a mis estudiantes como me pesaron a mí ese día. Nuevamente sentí cómo el pecho se me oprimía y las entrañas se me contraían. Cuánto orgullo y cuánta prepotencia no había en todas estas letras y en el intento por ordenarlas, cuánta condescendencia también. Había sido horroroso lo que había escrito y ya no podía dar la lección. La mía era otra existencia insignificante, otra de esas que solo otras existencias tan insignificantes como la mía habrían de registrar, todas ellas olvidadas en la historia con la misma rapidez con la que fueron registradas, acumuladas en el grosor de la levedad. Pecho y entrañas, todo se había reducido a esa irrenunciable corporalidad que en ese momento se hacía tan presente como opresiva.

Cuánta angustia y cuánto tormento alojaba mi ser; yo, que no pertenecía a los condenados de la tierra; yo, que no sufría del síndrome de Ulises; yo, que no debía arriesgar mi existencia para cruzar del otro lado porque la puerta estaba abierta para mí; yo, que estaba exento de ser devorado por la antropofagia neoliberal del capitalismo global; yo, que no había sido reducido a mercancía prescindible de la miseria mundial; yo, que podía decir todas estas cosas desde el confort del Gran Hotel Abismo. ¿Qué sabía yo del dolor y de la alegría? ¿Y por qué estaba hablando así? ¿Por qué no me podía callar de una vez por todas? ¿Por qué me asaltaban todas estas dudas y las dudas sobre las dudas mismas? ¡Cuánta licencia me permitía con la lengua! Imperdonable, pretencioso, ridículo. ¡Basta! ¡Basta! Me repetí una y otra vez y ambas palabras retornaban en lo que pareció una eternidad. Supe que no saldría de mi casa. Me faltaba la voluntad, ni siquiera, me faltaba eso de lo que está hecha la voluntad. Pensé en recostarme y dormir un poco pero me aterraba que volviera el sueño, en realidad me aterraba todo, dormirme tanto como estar despierto. Busqué refugio en los poemas de C. P. Cavafy, particularmente en Ítaca, la tierra prometida de los poetas proféticos, el no-lugar en el que los artistas hospedan sus fantasías, el retorno a casa. Así me sentía en la soledad de mi desesperación, de la que solo yo era testigo, exiliado de este mundo al que se llega como extranjero y en el que se vive como paria. Existe cierta complicidad entre la poesía y el exilio, ambos comparten la no pertenencia del afuera en el adentro del lenguaje, eso que órbita alrededor del territorio hasta colapsar sus fronteras. Pero Cavafy se resistía a revelarme sus secretos. Permanecía insondable, ininteligible, hermético. Sus versos no tuvieron destino diferente al de los huevos que ya no sentía siquiera masticar. ¿Qué hacer? Prendí la televisión, una solución idiota para un estado idiota. Estaban dando Orfeu Negro de Marcel Camus. Una adaptación francesa del mito griego contextualizada en Brasil, selecto ejemplar del neocolonialismo actual con sus aciertos y desaciertos. El virtuoso negro de las favelas de Río persiguiendo a la hermosa mulata que la muerte exige, para que el mito la rescate de entre el anonimato de todas las muertas que el carnaval reclama, mientras la versión moderna confirma los estereotipos que paradójicamente ataca. A la lira griega la sustituye la ceremonia del candomble, y la voz de Eurídice, que abandona su cuerpo para hablar en el cuerpo de la otra, de la vieja mae santa que le presta el suyo, habla sin que la versión negra tenga mejor desenlace que la blanca. Porque el Orfeo de Camus también mira de-vuelta arriesgándolo todo, todo por la fidelidad a su deseo de ver, de no renunciar al espectáculo de la catástrofe, por ser fiel, contra la infiel ley que reside del otro lado de la puerta abierta, de asumir el peso de la historia sobre sus hombros y afirmar la muerte de la amada en la mirada inerte que todo lo vuelve piedra. Cuánto romanticismo no había en esa mirada de-vuelta, como si África pudiera sustentar la esencia de una identidad colectiva al otro lado del océano, un África en donde el europeo reproducía no pocos estereotipos de su mirada racista, aquella del activo negro virtuoso que persigue a la pasiva y bella mulata, del tropicalismo de la samba y la lujuria, del irrefrenable deseo de lo que se hace otro y, lo que es peor, del fracaso de la mirada. Y quién era yo para hablar de estas cosas, con semejante distancia. Qué fantástico viaje el de Orfeo y Eurídice, de una ahora emblanquecida modernidad europea en occidente ambos personajes habían venido a parar al carnaval de los negros en el occidente del occidente, la periferia sureña de las empobrecidas villas en las cimas de las montañas en donde poco antes los ejércitos torturaban a los pobres en el mapa latinoamericano de mi inconsciente. Repetición y diferencia, eterno retorno de una extravagante leyenda. El Orfeo Negro de Camus me recordó al Orfeo blanco de Christoffer Boe, su Reconstruction, con el desdoblamiento de Eurídice que quizás solo exista así, desdoblada, repetida, con la mirada de-vuelta que, frente a la catástrofe, solo puede adquirir la forma del fracaso, de la insuficiencia, de la pérdida y del sacrificio. Orfeo mira de-vuelta. Orfeo mira el débil vestigio por el que se asoma la muerte, pero y con todo, no hay que olvidar que Orfeo mira.

III

Quién sabe quién definió los términos del contrato. El contrato, que desde que se convirtió en metáfora política solo existe como presupuesto y, por lo tanto, no puede tener ni agentes ni pacientes. Eximido del tiempo que todo lo arrastra imprimiendo el desgaste como si fuera su firma, el contrato resiste y se recicla. Pero el de ellos fue el primer contrato porque no existe ni en el tiempo ni en el espacio, es el primero entre todas las figuras de lo primero y de lo contractual, y, por eso, también protagonizan ellos la primera transgresión de una ley no fundadora. El contrato viene de la oscuridad, es decir, del afuera que consume al adentro hasta extinguirlo en su indistinguible nada. Lo pronuncia la muerte. Para salvar a Eurídice, que camina tras de Orfeo, Orfeo no debe mirarla de-vuelta. Ella sí lo mira a él, si algo como la mirada puede tener lugar allí donde comanda la oscuridad. Orfeo debe esperar hasta que ambos hayan cruzado las puertas del infierno —ahora abiertas para que un espacio copule obscenamente con el otro, con su antítesis— para que la poesía conquiste lo que la humanidad no puede, y la vida vuelva de la muerte que solo puede estar después pero no antes que ella. Eurídice podrá dejar el mundo de las tinieblas si Orfeo resiste la tentación, el deseo de mirarla ya no viva sino, como lo dijera «lúcidamente» Blanchot, en la plenitud de su muerte. Se embarcan los dos sin derecho a decir que sí o que no, sin derecho a cambiar los términos del contrato o a regatear sus condiciones. No pudieron negociar un intervalo en donde la muerte relajara sus prohibiciones, porque ya se ha mostrado demasiado generosa y porque solo Fausto, el favorito de Dios, es capaz de negociar con el diablo. Orfeo pertenece a otro tiempo, al tiempo que antecede al contrato, al tiempo en que la divinidad no ha sido contaminada por la economía del capital, que es el tiempo posterior al que pertenece Fausto. Por eso ni Orfeo ni Eurídice discuten los términos del contrato que inauguran sin pertenecer a su tiempo. ¿Podrán, no obstante, desobedecer los términos del mismo? ¿Acaso no han desobedecido ya bastante los dos, al franquear el límite que separa lo que es de lo que ha dejado de ser? ¿No es la poesía desobediencia en esencia, al atreverse a decir lo indecible? Eso se pregunta Orfeo, el único al que se le han abierto las puertas del infierno, el único que ha conseguido rescatar lo imposible de las garras del demonio: la vida que la muerte reclama suya. Orfeo y Eurídice comienzan a caminar. Ella está tranquila, él ansioso. No hay un teatro de sombras como en la caverna de Platón, el ojo ya no es soberano. Esta cavidad no conoce sino el sonido y el sonido les ayuda por un tiempo. Así como la muerte es seducida por la música de Orfeo, así también seducen los pasos de Eurídice, que Orfeo escucha cada vez más lejanos, al intranquilo corazón de Orfeo que desconfía de la muerte. Su incertidumbre crece cuando el terreno cambia y los pasos de Eurídice parecen el eco de los pasos que ya no existen sino en la imaginación del poeta. Para que lo que ya no es no deje de ser, Orfeo no lo puede (re)conocer. No debe voltear la mirada. La voluntad de la muerte se cumple. Orfeo ya no está seguro de que Eurídice lo sigue y el oído ya no socorre al ojo. Tampoco le ayudan a Orfeo los demás sentidos, porque a la muerte solo la atraviesa el sonido, la música y la poesía. La fragancia de la cueva es metálica y Orfeo no sabe si Eurídice lo sigue. Orfeo asciende, como el filósofo de Platón, hacia la luz, hacia el mundo de las ideas después de haber conquistado el de las tinieblas. Sabe que no debe voltear la mirada a riesgo de perderla, como también supo que debió arriesgarlo todo para rescatarla de la muerte. Aquí reside la paradoja de Orfeo. Tuvo que transgredir todo límite para cruzar la puerta más decisiva de todas, aquella que separa la vida de la muerte y ahora, ahora que las coordenadas que rigen la existencia ya no le aplican a él, singular entre los mortales al ingresar en el mundo de los inmortales, debe sujetarse a una obligación pueril, la de no volver la mirada antes de que ambos crucen las puertas del infierno. ¿Y en dónde están esas puertas para quien, siendo del más allá está ahora en el más acá? Se pregunta Orfeo, inquieto al darse cuenta, de repente, que el espacio ha colapsado y que solo si voltea para ver lo que está detrás volverá a haber un aquí y un allá, un antes y un después que ya no existen independientemente de su gesto, de su mirar de-vuelta. La interdicción de Orfeo es su obsequio, y Orfeo se reconoce sin conocerse como el nuevo arquitecto del espacio-tiempo, como el nuevo fundador del límite que solo él pudo vencer y que por ello solo él puede restaurar, porque viene ya no de afuera sino del afuera del afuera. A Orfeo le cuesta soportar el sonido del silencio que gobierna la cueva. Quiere pensar en Eurídice, en su peculiar armonía, pero las dudas le sobrevienen, una tras otra. ¿Acaso no es la muerte el límite de lo prohibido? ¿Y si este es el caso, puede la prohibición enunciarse desde el espacio en que la prohibición ya no reina precisamente porque constituye su límite y su fin? A Orfeo se le refunde Eurídice entre las elucubraciones de su intelecto, como se le habría refundido Teseo a Ariadne en el laberinto de Minos de no haber sido por el lazo que solo a él ella fue capaz de darle cuando la mimada princesa satisfizo su dosis de sangre griega. Orfeo asciende sin lazo de un laberinto sin minotauro. Vislumbra la salida o lo que se le parece pues Orfeo solo sabe cómo se ven las cosas de allá desde acá pero por primera vez ve cómo se ven las cosas de acá desde allá. Cruza lo que, supone, son las puertas del infierno y se detiene, casi sin haber cruzado del todo. Trata de percibir algo, algo que le indique que Eurídice sigue allí, detrás suyo, algo que le confirme que la muerte ha cumplido con su palabra como si la palabra, el cumplimiento de la promesa, se rigieran por las mismas leyes allá que acá. Orfeo solo siente un vacío ilocalizable, uno que se traga el espacio cuando la luz ya ha sucedido a la oscuridad sin que Orfeo sepa que todo está de un lado y no quedan partes del otro. Se resuelve y sin pensarlo dos veces voltea la mirada. Ahí esta Eurídice, que lo sabe todo, como supo que Orfeo miraría de-vuelta para equilibrar las cargas, porque habiéndose visto ambos en la luz y ambos también en la oscuridad, solo ella podía verlo en la luz desde la oscuridad y, para volver a ser los dos uno, él debería verla a ella también desde la luz en la oscuridad. Por un instante ambos se ven también a sí mismos en la mirada del otro y el espacio se retrotrae en el infinito justo antes de que Eurídice se desvanezca, sumiéndose en el orificio que se cierra antes de que la mirada se extinga. Blanchot tiene razón cuando dice que el último don que Orfeo le hace a la obra es el de sacrificarla, pero se equivoca cuando decide, quizás con arrebatada prontitud, que en dicho sacrificio solo se juega el deseo de Orfeo, pues así como Jean Pierre Vernant asegura que el primer espejo de la Gorgona no es el escudo con el que Perseo la vence sino las propias víctimas que ella convierte en piedra para poder reconocerse en su reflejo, así también Eurídice se reconoce en los ojos de Orfeo, los mismos que le permiten a ella ser la única criatura que ha visto la plenitud de su propia muerte, algo que ni el propio Orfeo podrá jamás pues solo puede verse, de vuelta en los ojos de Eurídice, en la plenitud de su propia vida y no ya en la de la muerte. Cómo no les hubiera gustado a ambos prolongar ese instante, suspender el tiempo para que retornara ahí, en el instante en el que el afuera transcurre libremente entre las dos miradas, la marca del (re)pliegue del tiempo y del espacio. Los rendidos párpados de Orfeo, que ya no pueden seguir luchando contra la gravedad, se cierran por fin. Sus ojos se voltean también hacia la oscuridad de su interior, en donde Orfeo sigue buscando a Eurídice. Orfeo se da la vuelta y continúa su camino, pero detrás suyo ya no está el tiempo vacío sino el peso de lo que retorna, de lo que mira de-vuelta. Eurídice ya no está ahí. Ya nadie lo sigue. Ya no hay razón para que mire de-vuelta, la razón que ha sido consumada en su mirada y que sonará en su lira hasta que ni las Ménades ni las Bacantes tracias lo soporten más. ¿Para qué voltear si ya nadie se mirará en sus ojos, si su mirada ya no podrá servir como el puente hacia el infinito para que la nada se observe a sí misma en aquello que excede al orden de lo visible y lo invisible?

IV

Ya no recuerdo muy bien qué fue lo que sucedió cuando terminó la película de Camus. No fui a la Universidad ni contesté el teléfono cuando sonó. Tampoco llamé a la Universidad para que le dijeran a los estudiantes que yo no vendría. Se quedaron esperando como esperaban Estragón y Vladimir a que Godot volviera sin que un niño les ofreciera la esperanza, al final del acto, de que quizás mañana yo sí vendría. Si no recuerdo muy bien qué fue lo que sucedió en el intermezzo no es por deficiencia de mi memoria sino porque el recuerdo no permanece intacto en el cerebro como si se tratara de un archivo en el que a los documentos no se los devoran los ácaros. Cada recuerdo, por el contrario, muta en algo irreconocible al momento mismo en que es recordado, algo que quizás tenga mucho más de todo eso de lo que está hecho el ahora que de lo que está hecho el antes, cuando la mirada da-vuelta para hurgar en lo que ya sucedió y que ya no puede volver a suceder. Así que lo que pasa en ese intervalo tiene la misma estabilidad que las estatuas de Dédalos con las que Eutifrón comparó las incisivas preguntas de Sócrates, quizás también la misma estabilidad de todo aquello que retorna para que se repita o, lo que no es lo mismo, que se repite para que pueda retornar. Lo importante es que ella, que me abandonó sin mirarme en la mañana, vuelve de noche para encontrarse con otro. Regresa contenta, como se viene de afuera. Yo sigo desnudo, como me quedé desde que me levanté, postrado en una esquina, en un rincón en el que ya no se puede caminar para atrás como le sucedió a la mujer de mirada de-vuelta en mis sueños, que ya no sé si era a mí a quien veía o a ella misma reflejada en mis ojos, como se vería Eurídice en los ojos de Orfeo. Cuando ella me vio, por fin, supo que conmigo el día no había sido tan generoso como con ella. Nada había cambiado desde que ambos nos levantamos como dos extraños que no entienden por qué aún comparten la misma cama. Poco a poco su sonrisa se fue desvaneciendo. Furia o decepción, no sé cuál de las dos, la terminaron sustituyendo. Aun así se acercó y trató de nuevo, aunque se notó lo mucho que le costaba. «¿Quieres que charlemos?», me dijo con la misma condescendencia que había usado en la mañana. Nuevamente no supe qué responderle. ¿Charlar? ¿De qué? ¿Qué había, entre sueños, películas y preguntas, que pudiera explicar semejante opresión en el pecho y contracción de las entrañas? ¿Qué había en todo eso? Un mosaico de fragmentos que no tenían sentido, ni siquiera para mí, pero cuyos efectos eran, no obstante, innegables. Y para temor mutuo, tan irreversibles como el tiempo mismo. «¿Supongo que no fuiste a la Universidad?», me lo preguntó como si el irreverente sacrificio de la cotidianidad a los altibajos de la psique, en el que se hacía evidente mi descompuesto estado, pudiera limpiarse como se sacude el polvo. Mi depresión estaba muy armada como para perder tan pronto la batalla. Yo simplemente asentí con los ojos mientras veía que con su sonrisa también se le iba la paciencia. «Ya no puedo más», me dijo por fin y no demoró en asestar la estocada, «tus neurosis son insoportables y encima no quieres hablar, lo que lo hace todo más difícil…Mira, créeme que lo siento, siento mucho que estés así, pero no es mi culpa, no es culpa de nadie, tuya tampoco, y yo no tengo por qué seguir cargando con todo esto. Yo ya me cansé de consentirte tus caprichos y tú no te quieres dejar ayudar. Es que parece que ya no vivieras en el mundo real, en donde a la gente sí le pasan cosas que darían para que uno se quedara todo el día encerrado en la casa… en una esquina, como estás ahora… y aun así la gente se levanta. Yo ya no soporto seguir viéndote así y siento que a la larga tu tampoco soportas que yo así te vea, de modo que creo que lo mejor para ambos va a ser que yo me vaya». Se quedó un rato ahí, parada, mirándome con lástima y con desprecio, con el desprecio que no se puede disimular cuando se observa lo que solo puede dar lástima. El juicio de sus ojos era tan inflexible como lo era la ley en el cuento de Kafka, impasable. Yo solo sentía que nuevamente se me oprimía el pecho y se me contraían las entrañas, como si todavía quedara espacio para que el pecho se siguiera oprimiendo y las entrañas se siguieran contrayendo. ¿A quién veríamos ambos en los ojos del otro? ¿A quién habíamos dejado de ver también? ¿Nos veíamos en realidad? Sentí el horror que debió haber sentido Perseo cuando vio por primera vez las piedras en que Medusa convertía a sus víctimas. En ese momento se me ocurrió proponerle un contrato, el único contrato que esta vez sí tendría lugar en la historia, que ya no existiría en la forma inmaterial del mito sino en la materialización del coraje. Le dije, con las únicas palabras que aún me quedaban. «Te propongo algo. Te pido que no me interrumpas hasta que haya terminado. Luego podrás irte, si así lo deseas. Pero no antes…Te pido que caminemos hasta el parque. Yo caminaré detrás de ti pero no debes girar la vista. No puedes voltear la mirada hasta que no hayamos cruzado el parque los dos. De otro modo, me temo que ya nada podrá sacarme de esta oscuridad». No tenía idea si conocía o no la historia de Orfeo y de Eurídice, pero aceptó sin que yo intuyera su familiaridad con el relato ni su complicidad con mi capricho. Aun así en realidad no importaba mucho si lo conocía. Yo mismo no sabía qué era lo que buscaba con tal contrato, como quizás tampoco lo supo la muerte cuando se lo propuso a Orfeo. De pronto solo quería ganar un poco de tiempo, o quizás busca un modo de afirmar la repetición al recrear el mito. No lo sé pero me puse una bata y salimos. Qué negra que estaba la noche. El parque estaba un poco retirado y el camino no era seguro. Ella caminaba lento y respiraba tranquila. Yo, en cambio, sentía que pronto no iba a haber más pecho en el que el pecho se pudiera comprimir, ni más entrañas en las que las entrañas se pudieran contraer. Pero seguía caminando detrás de ella. Quería que volteara, quería que no fuera capaz de cumplir su promesa, como yo no había sido capaz de cumplir la mía. Pero caminaba segura y con cada paso que daba se deshacía mi esperanza de verla vencida, de saberla perdedora. Se prolongaba mi agonía. Sentí que me perdía en el trayecto, que ya no reconocía en dónde estábamos, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos. Pero ella no volteaba la mirada. Seguía sin mirarme de-vuelta. Su fortaleza ya nunca podría igualar mi debilidad, no había equivalencia que restablecer entre nosotros, como quiso Orfeo restablecer la que la muerte le había arrebatado entre su mirada y la de Eurídice. Al ingresar en el parque se detuvo y por un instante pensé que voltearía. Un instante que duró una eternidad, pero no lo hizo, siguió caminando y su pausa solo supo quitarme el impulso para que yo también siguiera el mío y atravesara el umbral que nos ubicaba en planos tan distintos como lejanos. Me quedé ahí, frente a una puerta que se abría hacia el parque pero que yo ya no podía cruzar, como no pudo cruzar nunca el hombre que aguardaba su ingreso frente a la ley porque el guardia no se lo permitía. Me quedé del otro lado de la ley, del orto lado de lo abierto, observando cómo ella poco a poco también se perdía en la oscuridad sin fondo y sin voltear nunca la mirada. No pude cruzar el parque y el pecho y las entrañas por fin doblegaron mi existencia. Qué frágil estaba. Ahí yacía mi cuerpo, rendido y sin ella. Yo de este lado, ella del otro. No sé cómo conseguí volver a casa pero a mi regreso la encontré recostada en la cama, en silencio y encarnada en otra existencia, una ligera. Me recosté a su lado pero ninguno de los dos dijo nada. Tampoco nos tocamos. En esa cama comenzaban a acumularse los abismos. Fue a partir de esa noche que las conversaciones se hicieron cada vez más escasas. Dos individuos fracturados que compartían un espacio en el que ya no cabía el otro y sobraba mucho espacio para el que se quedaba solo. Con el tiempo y el desgaste de lo ya desgastado, finalmente ella me dejó del todo. Lo hizo sin anunciarlo como sentí yo que nos habíamos dejado ambos cuando comenzamos a dejarnos en ese tiempo que no pertenece al tiempo y que tampoco sabe cómo anunciarse. Abandonado, no tardaron en llegar las Ménades de Dionisos y las Bacantes de Tracia para despedazarme el cuerpo por completo, un cuerpo que las ninfas solo pudieron rehacer incompleto, faltándole los órganos, el cuerpo ligero que volvió a abrirle la puerta esa noche, cuando llegó empapada.

¿A qué había vuelto? Me preguntaba mientras veía las últimas gotas caer de su vestido. ¿Y por qué me miraba con esa mirada de-vuelta, a mí que ahora solo era un ensamble de pedazos?

V

Algo había cambiado esa noche en que también llegó sin anunciarse. Esa noche que se repetía, que ambos ya habíamos vivido tantas veces. Seguía sin entrar, como no se puede entrar cuando ya se está tan dentro. Se quedó afuera esperando que el agua se le saliera por completo del cuerpo pero sin dejar de mirarme con los ojos grisáceos. Pasó una eternidad entre nosotros hasta que finalmente me dijo, con palabras que no eran ni suyas, ni mías, que quizás como sucede con todas las demás palabras no tienen propietario, lo mismo que yo le había dicho aquella noche. «Te propongo algo. Te pido que no me interrumpas hasta que haya terminado. Luego podrás irte, si así lo deseas. Pero no antes…Te pido que caminemos hasta el parque. Yo caminaré detrás de ti pero no debes voltear a verme. No puedes voltear la mirada hasta que no hayamos cruzado el parque los dos. De otro modo, me temo que ya nada podrá sacarme de esta oscuridad». Con sus palabras también volvieron el dolor en el pecho y la opresión en las entrañas. El dolor que me confirmaba que seguía vivo y que todo volvía a repetirse. El demonio me visitaba una vez más y era hora de que yo afirmara lo que había sido y lo que de pronto sería una vez más. Eran las únicas palabras a las que podíamos volver, nuestro eterno retorno, para sacrificarnos al darnos el uno a la mirada del otro. Toda la historia concentrada en un instante, uno por fuera de ella. El ritual de la repetición. No necesito decirles qué fue lo que sucedió cuando ya estando del otro lado del parque, sin cruzarlo por completo, me detuve para asegurarme que seguía detrás mío. Me detuve para volver la mirada y verla invisible, y para que ella también se viera así, invisible en la visibilidad de mis ojos. Me detuve porque nunca había cruzado el parque desde la última vez que nos vimos, porque yo seguía estando del otro lado, del lado en que ella estaba ahora, del lado en que ambos estábamos sin estar. Me detuve para verla no en la intimidad hace mucho tiempo perdida de nuestra vida familiar, sino en la extrañeza de lo que ya no soporta intimidad alguna. El parque lo ocupaban las multitudes que ya habían aguantado suficiente y que no estando dispuestas a aguantar más se habían decidido a abrir todas las puertas, habían tumbado todas las rejas y habían fundido el perímetro de la epidermis urbana. Con las multitudes también llegaron los ejércitos y con los ejércitos llegó la muerte, esta vez sin contratos. Me detuve para que, al mirarla de-vuelta, ella no viera en mis ojos la plenitud de su vida sino aquello que está más allá de la plenitud entera, el origen no originario de la obra. Y antes de que el primer ejército disparara la primera bala la vi mientras pensaba que nada habría podido ser diferente.

 

La mirada de-vuelta

Andrés Fabián Henao CastroAndrés Fabián Henao Castro es profesor de Teoría Política en la Universidad de Massachusetts (Boston). En su trabajo elabora un diálogo constante entre la filosofía política antigua y contemporánea y la literatura para entender el presente, sus crisis y sus contradicciones.

 

📧 Contactar con el autor: Andres.HenaoCastro[at]umb.edu

Ilustración relato: Imagen realizada con IA (revisión del original en 2024)

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