relato por
Fernando Vérkell

 

Yo te recordaba con el alma apretada
de esa tristeza que tú me conoces.
Neruda

 

E

l reloj despertó justo a tiempo. Lo dejó sonar. Con mucho esfuerzo abrió los ojos y se quedó acostado, sin moverse y en silencio. Fuera, a lo lejos, ladraban unos perros. Empezaba a amanecer. Vio la fecha, nada importante. Se vistió mecánicamente; tomó café y salió.

La calle estaba vacía y él agradeció que así fuera. Caminó algunas cuadras hacia el metro y compró el periódico al llegar. Nada interesante. La Bolsa perdió algunos millones, pero, ¿a quién le interesa? Continuó con la lectura: muertes, hambre y una guerra que empezaba en algún país tercermundista o quizá en Oriente Medio. Daba igual. Sonrió con tristeza al darse cuenta de que pensaba como Mersault. Pero él sí estuvo con su madre hasta lo último y lloró en su funeral. Pero todo lo demás era exacto. Era un extranjero.

Terminó de leer y vio a la gente en el metro: todos vestían trajes oscuros o grises; incluso las mujeres aparentaban formalidad. Algunos bebían café; a otros sí les interesaba la caída de la Bolsa. Serios y elegantes, todos hombres y mujeres de negocios. «Solamente ellos valen en este país», pensó. Se bajó en Vidaurre, caminó dos cuadras y compró cigarrillos. Vio el reloj, era temprano. Fumó un rato, releyó el periódico, pensó en nada. Entró a la fábrica justo a tiempo.

Saludó mientras se ponía el uniforme. Nadie reparó en él o en la fecha; pasó la mañana metiendo las reses en los camiones de reparto. Era un trabajo brutal y sucio; todos eran hombres rudos, cansados y viejos. Él era el único medianamente joven. Algunos habían trabajado allí desde muy jóvenes, y no sabían hacer otra cosa. Él tampoco. Pensó que ese era su destino, pasarse la vida entre reses muertas, entre sangre y hedor. Su padre fue carnicero, pero nunca le enseñó el oficio. Y ahora, muchos años después, él también trabajaba en el negocio de la carne, pero como bestia de carga. «Bestia de carga», pensó. «Eso me gusta. Se lo diré a los muchachos». Pero quizá no era conveniente. Ellos no entendían el humor negro.

A la hora del almuerzo, iban a transmitir un partido por televisión. Todos irían al bar a verlo, menos él. Nunca le interesó el deporte; nunca jugó bien. Su padre quiso que fuera profesional, pero simplemente no era apto físicamente. Y ahora, por ironías de la vida, trabajaba usando su fuerza.

Totalmente solo, comió un emparedado de queso en la bodega y releyó el periódico. A diario lo leía cuatro o cinco veces, buscando algo, una nota que se le hubiera escapado entre líneas, o algún clasificado curioso, una señal, un grito de auxilio. Jamás había encontrado nada.

El juego se fue a tiempo extra. Los muchachos solicitaron permiso para escuchar la transmisión en la radio. El equipo local perdió. Todos convinieron en regresar al bar, por la noche, a llorar la derrota. Ellos celebraban o se lamentaban siempre de la misma manera, con alcohol. El juego era una excusa. El equipo apestaba. Todos lo sabían. No lo invitaron.

Cuando terminó la jornada, no había oscurecido aún. Decidió caminar para aprovechar la luz. Llegó a un parque cercano y se sentó en una banca a contemplar a las personas que pasaban. Era un día frío, gris, próximo a Navidad. La gente no sonreía, incluso los que iban en pareja o los ricos que llevaban a sus mujeres con innumerables bolsas de compras. Vio el cielo y le pareció alto. Nubes grises por todas partes. «Todos somos nubes grises. Incluso esos viejos avaros de allá, con sus perros finos. Hasta mamá era una nube gris», pensó.

De regreso a casa, en el metro, reconoció a los hombres de negocios; le sorprendió que volvieran tan tarde. Quizá la Bolsa sí era importante y no había que descuidarla. Si la carne llegaba a tiempo a las tiendas, todos eran felices. Si no, también.

Se bajó en Mesoneros Romanos y compró algunos abarrotes. Nadie lo esperaba en casa, pero él lo prefería así. Compró más cigarrillos, el Reader᾿s Digest, pan, salchichas, cerveza y un paquete de pasta-lista-para-preparar.

Llegó a casa y cocinó la cena. Comió en silencio, mientras escuchaba la radio. Le gustaba mucho la bossa y la voz de Nancy Vieira; a su madre también y fue ella la única que le cantó, con mucho cariño y entre risas, porque su portugués era bastante malo, Deusa do Amor.

La recordaba con tristeza. Su madre fue una nube gris. Y él era una nube gris.

Y tú, y yo.

Terminó de cenar y lavó los platos. Se sentó en su viejo y cómodo sofá y hojeó el Reader᾿s. Nunca intentó leer algo más. Pero ahí supo de escritores que los muchachos de la fábrica jamás conocerían. Camus, Whitman, Conrad, Neruda. Le gustaba mucho repetir el apellido del poeta. Neruda. Nubes. Nada. Nadie. Neruda.

Se sentía incómodo. Algo no andaba bien. Revisó el contestador, tarea inútil: no había mensajes. Salió al vestíbulo y revisó su buzón. Nada. Regresó. Se sentó a pensar. «Increíble. Soledad, abstracción, cielo alto, tristeza, nubes grises. Un día más, un día menos. Otro día, otro centavo. El dinero lo ganan los tipos serios del metro. Y los hampones, tal vez. Y los políticos, sin duda».

Se puso la chaqueta, salió a comprar y volvió con una tarta de manzana. Hizo chocolate caliente, buscó la edición que incluía un par de poemas de Neruda y se dispuso a leer, para relajarse. Neruda era un tipo melancólico; tal vez a él se le ocurrió lo de las nubes grises. Ojalá que no, era una buena frase. Estaba orgulloso de haberla creado. Leyó. El poema X era triste. Pero estaba bien, Neruda tenía permiso de poeta.

Antes de dormir, pensó que esa había sido una buena manera de terminar el día, de celebrar su cumpleaños.

—Celebrar —sonrió. Vamos a creerlo, solo por esta noche. Celebremos. Pretendamos que alguien se acordó. Vamos a simular que soy feliz.

Sonrió de nuevo y apagó la luz.

 

relato Nubes grises

Fernando Vérkell
Fernando Vérkell
(Ciudad de Guatemala, 1989). Estudió literatura y música. Dos veces ganador del Certamen de ensayo de la Cátedra Miguel Ángel Asturias de la USAC. Ha traducido la obra de John Berryman, Edna St. Vincent Millay, Langston Hughes, Gwendolyn Brooks y James Baldwin. Ha sido maestro, músico, operador cinematográfico e intérprete.

Contactar con el autor: fverkell [at] gmail.com

🖼️ Ilustración relato: Tasse de chocolat, By Romainhk from a photo of Aka [CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons.

 

biblioteca relato Fernando Vérkell

Más relatos en Margen Cero

Revista Almiar · n.º 77· noviembre-diciembre de 2014 · MARGEN CERO™

 

Siguiente publicación
Artículo por Javier Claure Covarrubias sobre el Museo Nobel, fundado…