relato por
Ricardo Iribarren

 

C

uando un anciano de la corte ingrese al ámbito gris de la agonía, una muchacha virgen, hermosa y desnuda, será encadenada al mortecino cuerpo. Las carnes blancas, suaves, repletas de calor, beberán durante horas, días o meses, el ocaso de aquel a quien fuera destinada desde niña.

En la corte celebramos el cuerpo de la mujer. A pesar de la protesta de los sacerdotes, cuando termina la segunda noche de luna llena y repitiendo el ritual de mis antepasados, hago marchar desnudas a mis esposas frente a criados, bufones y miembros del clero, para que admiren los cuerpos suaves como las lunas de los días primordiales. Ellas se convierten en pájaros terrestres y blancos, vestidos tan sólo con los arabescos del sol que atraviesa los vitrales. Son las Novias de la Vida, las que me asignaran desde niño y cuya gloriosa desnudez comparto con la corte. Son las artesanas de mi placer, de mi reposo y de mi descendencia. Sus carnes frescas prolongan los calientes días de mi juventud, cuando se confrontaban a mi cuerpo, tenso y duro por la furia de las guerras.

La antigua costumbre de asignar a cada noble su respectiva Novia de la Muerte, busca, en cambio, oponer la insondable belleza de la mujer a los cuerpos quebrados, a los paisajes desolados y a las llanuras repletas de pájaros muertos que engendra la mente cuando se anuncia el ocaso y la extinción.

Mis súbditos, pueden cantar tres veces en la vida: en la noche de bodas, ante el nacimiento del primer hijo y al agonizar en brazos de la última novia. Unidos día y noche a la desnuda muchacha, los moribundos entonarán versos a la piel tibia, al calor de los cuerpos y a la blanca lluvia de la juventud que se derramará sobre los gastados vientres.

He prohibido en mi reino toda forma de arte; música, pintura y especialmente los siete géneros de la poesía. El castigo para quien componga versos es la tortura y la ejecución pública en la plaza del palacio, pero aún amenazados con esta terrible pena, los poetas continúan creciendo como extrañas y abigarradas plantas en la grisácea tierra de la comarca. Ordeno a los gendarmes que los vigilen sin intervenir; que escuchen las endechas, que asistan a sus hermosos lamentos y que pasados siete meses detengan a los mejores. Como lo hicieran mis antepasados, dirijo personalmente las ejecuciones frente a todo el pueblo, y en esa jornada, repito una vez más las palabras que llegan desde las remotas dinastías: …el canto debe surgir tan sólo del nacimiento y de la muerte; cuando los mundos invisibles que habitamos chocan y danzan entre ellos; cuando el alma olvida sus veleidades y siente necesidad de lejanías.

En los espasmos finales, desnudos y abrazados a sus Novias de la Muerte, los hombres más salvajes se convierten en finos poetas; entre temblores y espantos, vuelcan las torpes coplas en los oídos de la muchacha. Los versos contenidos por la dureza de la vida, se derraman como gruesas montañas convertidas en súbitos y burbujeantes ríos. Toda la corte celebra estas coplas y el pueblo las recoge y canta más allá de la muerte del autor, hasta que el centro de su vida inicie el rojo trayecto hacia las montañas del este.

Las crónicas de los primeros reyes ya describían las Novias de la Muerte. Antes de eso, no existían cadáveres ni putrefacción y al final de la vida, los hombres se elevaban al cielo o descendían con sus cuerpos a lo profundo de la tierra. Los escritos de este período cuentan que los miembros de la dinastía, tomaban una joven del pueblo, la desnudaban y en el momento en que dejaban esta existencia, abrazaban firmemente su cintura, ascendiendo con ella a las regiones ubicadas más allá del mundo. Los cronistas de la época aseguraban que, al pasar la línea invisible del primer cielo, el noble y la joven se unían y formaban un sólido bloque al que nadie podría separar.

Luego de la catástrofe que destruyera la entrada al cielo, se requirió del sexo para procrear y al envejecer, los hombres terminaban sus vidas en medio del dolor agónico que anticipaba la putrefacción de los cuerpos. Encadenar la muchacha al moribundo, silenciaría en parte los albos clamores de la muerte.

2

En el viejo códice que los ministros de mi bisabuelo encontraran en una antigua vasija, se describe el ritual completo de las Novias de la Muerte. Las páginas ocres, muchas de las cuales se deshacen al tocarlas, fueron transcriptas por los escribas de la corte y nos sirven de cuerpo legal y litúrgico. Desde la época de mi antepasado, las cumplimos hasta la última letra.

Ya en los remotos tiempos de su redacción, debía buscarse a las muchachas en el sur del reino; la región en la que acechan los buitres. Allí, aunque el sol brille en el cielo y la brisa arrastre el perfume de los abedules, flota a toda hora una bruma espesa con hedor a cadáver. Mis hombres, con los rostros cubiertos, compran por pocas monedas a niñas recién nacidas y las llevan al palacio, donde son atendidas por las mejores ayas.

El astrólogo elaborará con especial cuidado la carta zodiacal de generales, ministros y de todo miembro de la corte. En ella establecerá la fecha de sus muertes con quince años de antelación, de modo que cuando las recién nacidas lleguen a esa edad, brindarán sus vírgenes bellezas al moribundo.

De las niñas, no sólo se seleccionarán las más hermosas, sino aquellas que se sientan atraídas por la muerte; las que gusten permanecer en los cementerios o canten al caminar por los pasillos de la morgue y rozar los cadáveres descompuestos.

Al cumplir doce años, deberán besar a un muerto, apoyando sus vírgenes labios en los del cadáver y probando con sus gráciles lenguas los labios helados. Las niñas que muestren rechazo, serán excluidas de sus destinos de Novias de la Muerte y se asignarán a otras tareas de la corte.

A los catorce, vestidas de blanco, entrarán a las cámaras mortuorias, y yo personalmente, deberé desnudarlas y acostarlas sobre el cadáver de un hombre recién muerto. Cada centímetro de la piel joven rozará la piel del fallecido; sus piernas guardarán el mismo ángulo con las del muerto, y el sexo deberá estar separado sólo un taste de los gélidos genitales del cadáver.

Los astrólogos y médicos del reino, nunca se equivocan y cuando las jóvenes cumplen quince años y han pasado las pruebas requeridas, los miembros de la corte a los que habrán sido destinadas, empezarán a morir.

En las páginas del códice, escritas en el antiguo lenguaje de los primeros hombres, se establece que cada uno de los ministros, generales o dignatarios puede elegir a la muchacha que lo acompañe en la muerte, pero no yacerá con ella, hasta que el médico real establezca el inicio de su agonía. El manuscrito explica que, de no cumplir con esto, la excesiva familiaridad de la joven bloquearía la fuerza blanca y luminosa, presente en la superficie de la piel y permitiría que escapen los duendes apiñados detrás de los intactos hímenes. De ocurrir esto, no podrían ayudar al moribundo en el último trayecto.

Durante la infancia de la muchacha, sus ayas no sólo la instruirán en la familiaridad con la muerte, sino que las harán recorrer desnudas las tierras del palacio para que la luna penetre a través de las tenues pieles. A los nueve años, abrirán un hueco en sus fontanelas y de ese modo, la luz del sol atravesará los infantiles cráneos e irradiará por los ojos. También se sumergirán desnudas durante días y semanas en las cascadas del sur del palacio y todas las mañanas se sacrificará un lote de pájaros, para pintar sus sexos con fresca sangre de aves. De este modo, cada una de las jóvenes, recogerá en sí misma los elementos del cielo y de la tierra, que en su momento brindarán al moribundo.

Ubicadas al norte del palacio, las habitaciones de las jóvenes tendrán comunicación con cámaras privadas y desde allí, los novios podrán espiarlas mientras se bañan o cuando el aya coloque en sus núbiles cuerpos, las cremas elaboradas en los lejanos colmenares del norte.

Así, los hombres de la corte podrán contemplar a aquellas que los acompañarán en sus muertes, y al hacerlo sentirán los vuelos de los corazones; los desatados sueños del sexo. En sus gargantas se atorará la juventud y la muerte olfateará los rincones de los cuartos.

3

En el tercer sótano del palacio hay una habitación repleta de volúmenes que narran historias de amor, celos, fidelidades e infidelidades, renuncias y traiciones de las Novias de la Muerte; del tiempo más o menos breve en el que permanecen encadenadas a sus exiguos prometidos.

Hubo tres casos en que la ley del viejo códice fue transgredida o se tambaleó a punto de quebrarse. El primero, fue el de Meseret, uno de mis mentores, quien se enamoró en secreto de su Novia de la Muerte, llamada Anisa. Sobornó al aya y yació con la niña que correspondió al amor del anciano. En la madrugada, Meseret sobornó a los guardias de la puerta del este y escapó con su novia al desierto que se tiende en el sitio donde, según las leyendas, se abriera alguna vez la entrada al cielo.

Al asomar el sol, se me informó de la fuga y ordené buscar a la pareja.

Además de ser uno de mis primeros maestros, Meseret era un consejero ecuánime. Su presencia en el consejo de ministros era como un crepúsculo de primavera; las intervenciones del anciano, aclaraban rápidamente las cuestiones complicadas y licuaban las negras borrascas en tranquilos cielos. Muchos decían que esa serenidad en medio de mares agitados, la lograba con una serie de hábitos a los que llamaba Borracheras de Vacío y que lograba a través de largos ayunos y privaciones.

El anciano se había fugado en el mes de su muerte. Al registrar el último pulso, el médico lo había descrito como «El ruido que hace un ratón al devorar el trigo de la primavera». Aclaraba enseguida que ésta característica precedía en horas al pulso denominado Canto de la lechuza cuando ve un fantasma emergiendo del lago, que era, según la profecía zodiacal, el que indicaría la extinción de Meseret.

En cuanto a la muchacha, de cabellos dorados y piel muy blanca, lo que no era frecuente en los habitantes del sur, ayas y sirvientes coincidían en que su paso era tan leve que parecía volar. Una tarde tropecé con ella en el corredor este del palacio. Al reconocerme, se detuvo, lanzó un tenue gemido de sorpresa e hizo una graciosa reverencia. Meseret se habría enamorado de los arreboles del rostro, de la curva apenas pronunciada entre el cuello y el hombro; de los senos pequeños y puntiagudos que se adivinaban debajo del sayo.

La inminencia de la muerte del que fuera mi mentor, era un atenuante y de encontrarlos, pensaba perdonarlo y no aplicar el severo castigo prescripto por el códice a su conducta.

Los testigos afirmaban que habían huido en un camello, pero no había huellas visibles en las inmediaciones del palacio. Los rastreadores concluyeron que se dirigirían a la ciudad de Makaba, capital del reino del sudeste, gobernado por el Rey Akar. Allí los médicos son ciegos y las mujeres permanecen con los pies fuertemente vendados desde el nacimiento hasta la vejez. Quizá mi ex mentor, pensara pedir asilo al monarca.

Envié a mis hombres a la ciudad, donde se entrevistaron con nobles y con gente del pueblo; visitaron burdeles, atravesaron pantanos, requisaron chozas alejadas, pero cuando el sol llegó al cenit del día siguiente, seguíamos sin noticias de los amantes.

Se recorrió una y otra vez la ruta de los buitres y de las ratas, donde invariablemente se encontraban los cadáveres de los extraviados en el desierto. No era época de tormentas y de vendavales, y la arena aún no cubriría los cuerpos. El vacío y la soledad del desierto, se abrían como amarillos y desolados bostezos del sol. Luego de recorrer las rutas varias veces en un día, los rastreadores volvieron sin noticias. El anciano Kerefet, afirmó que si ellos hubieran muerto, el camello retornaría al establo, ya que era un animal perfectamente entrenado, pero los encargados de las cabalgaduras, nunca registraron la llegada.

En el crepúsculo del segundo día, Gerum, el guía ciego, respetado por todos debido a su conocimiento de la zona, se arrodilló y masticó puñados de arena desde la entrada del palacio, hasta el centro del desierto. Yo mismo estuve presente en la primera parte de la noche, cuando el anciano debía dar el dictamen. Con los carrillos aún repletos de sílice dorado, negó con la cabeza. No están en el desierto—se limitó a decir. El primer ministro se acercó y lo golpeó con el mango de la fusta. ¡Desgraciado, dime dónde se han ido! El viejo, cayendo de rodillas, se limitó a señalar la arena. ¡Ella está muda! ¡No me lo dice! ¡No lo sabe! Sus hijos lo llevaron mientras las espaldas de Gerum se sacudían en un llanto de frustración.

La siguiente ciudad se llamaba Anhela y pertenecía al reino de Qoh, con el que nos habíamos enfrentado en la última guerra. Quedaba muchas varistas al sur y el viaje duraba seis días. Meseret y Anisa no llevaban alimentos ni protección para llegar hasta allí; además, la ruta a través del desierto y los espesos bosques del norte, estaba llenos de peligros. Envié mensajeros para entrevistarse con el rey de Qoh, con quien hacía poco se estableciera la paz. Luego de dos semanas, regresaron sin noticias de los amantes.

Pasó el primer mes y la ausencia de Meseret y Anisa agrandaba sus rostros e interrumpía el brillo de la muerte que continuaba refulgiendo para mí en los crepúsculos.

4

En una reunión con los ministros del reino, uno de ellos pronunció el nombre de Strah. Sin nombrarlo, todos habíamos pensado en ese desfiladero que quedaba al sudeste y que correspondía a una de las antiquísimas entradas al cielo. Con el paso de los milenios, se habría convertido en lugar de demonios, de reinos innombrables, al que ni siquiera los desahuciados querían acercarse.

Meseret siempre había amado la vida, pero nadie podía prever la reacción de un hombre ante la proximidad de la muerte y era posible que no quisiera afrontarla en soledad; que llevara consigo a la joven amante para emular la conducta de los primeros hombres, tomándola de la cintura y dejándose llevar por el viento de los abismos.

Strah era un desfiladero enorme que abarcaba una extensión equivalente al extremo sur del reino. Cerca de una varista de la entrada, mi bisabuelo había ordenado levantar una cerca de acero de la cual colgaban negros y amenazantes cráneos: marcaba el límite hasta el que se podía llegar sin someterse a las nefastas influencias del sitio al que una vez maldijeran hombres y dioses.

La solución sería descolgarse a través de cuerdas al fondo de la hondonada, pero los generales o los soldados se negarían a cumplir la orden; preferirían que los desollara vivos antes que bajar al precipicio.

El médico del reino me habló entonces de un licor que se obtenía con la fermentación de un fruto rojo que crecía en el oeste del reino. Cuando un hombre se emborrachaba con esa bebida, no perdía el control de sus actos, pero aumentaba su docilidad, cumplía todas las órdenes y el miedo desaparecía de su sangre.

Escogí a los soldados más valientes y los obligué a beber aquella bebida. Al terminar, ellos mismos se ofrecieron a marchar a Strahy cumplir con la misión. Guiados por uno de los generales, atravesaron la cerca de los cráneos y llegaron hasta el borde del desfiladero. Allí se apostaron en veintisiete sitios donde otros tantos soldados se descolgaron hasta el fondo.

Al regresar, sus relatos coincidieron en lo esencial.

El desfiladero está cubierto de una niebla azul, del mismo tono que la mañana cuando emerge de la aurora. En el lugar no hay vida. Los pájaros, los insectos, las ratas: todos se han ido o han muerto. La soledad y el silencio son totales. Es un lugar vacío de humanos, animales, dioses o demonios.

Yo mismo los interrogué sobre los amantes, pero ninguno de los veintisiete encontraron rastros de ellos ni del camello.

En el fondo del desfiladero se tiende el lecho desierto de un río, donde no crece vegetación; los cadáveres de un camello, un hombre y una mujer se verían en la superficie blanca y lisa, pero le aseguramos, majestad, que no están allí.

Los hombres que llegaran a los extremos del desfiladero, afirmaron que en ellos, el curso seco del río se curvaba en una gigantesca espiral. Buscaron en cada uno de los complicados recodos, pero allí tampoco estaban Meseret y Anisa.

La historia se filtró en el pueblo, y los poetas clandestinos cantaron al amor entre el anciano y su novia; describieron sus cuerpos en el extremo del gozo, mientras la muerte esperaba junto al lecho, inmóvil, segura de tenerlos. Aseguraban que los amantes se habían convertido en el tenue vapor en que el sol transforma la lluvia; en las brisas que siguen a los diluvios primaverales o en el soplo sutil que llega luego de los vendavales del otoño.

Viejos exploradores encontraron por fin las huellas del animal, inexplicablemente grabadas en una enorme roca de granito al principio del desierto, donde una semana antes no había nada. La bestia avanzaba hasta la arena, y Meseret y Anisa habrían desmontado en el último tramo de la roca. Las babuchas del anciano y los pies desnudos de la muchacha también estaban impresos en el granito, como si por un momento, la dureza de la piedra se hubiera transformado en barro para volver a endurecerse. Quizá las huellas continuaran en la arena, pero el constante movimiento de las dunas, las habrían borrado. Destiné una de mis mejores legiones para revisar otra vez las inmediaciones. Exploradores del pueblo los acompañaron y al llegar la noche siguieron la búsqueda bajo la luz de las lámparas y de la luna. Las pocas cuevas, abiertas en la ladera de la colina cercana, seguían vacías, sin rastros de que alguien las hubiera ocupado.

Han pasado años desde la desaparición. Algunas noches de luna llena, a la misma hora de la fuga, me cubro con el manto y contando con el silencio de mis guardias, sigo el camino de Meseret y Anisa. Sus huellas en la roca se han convertido en lugar de culto, y el pueblo coloca sobre ellas llamas expiatorias y hojas verdes y carnosas para que los amantes puedan abrigarse y saciar la sed. Cuando la noche tiembla en el este, aparto las ofrendas, me siento bajo la luna y trato de recordar los principios de sabiduría que me fueron legados: Noble es el que reconoce la belleza del enigma, el que no se afana por resolverlo, sino que lo deja brillar en la noche como una lámpara votiva.

Sentado bajo las estrellas en el sitio donde desapareciera la pareja, escucho hasta la madrugada el aire vibrante, el silencio azul, el canto de los insectos de la noche y el aleteo de los pájaros invisibles.

Pienso que a cualquier hora de esa noche, en alguna cámara del palacio, un noble agonizará en los brazos de su Novia de la Muerte.

 

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Ricardo Iribarren.
 Autor argentino, nacido en 1949 en la ciudad de Mar del Plata, en la actualidad reside en Buenos Aires. Sus principales publicaciones en papel son El ángel y las cucarachas (Mérida; Venezuela, 2006) y La vida está aquí, seis ensayos y siete leyendas sudamericanas (Editorial Abya Yala, Buenos Aires – 1992). La mayor parte de su obra se encuentra inédita. Ha publicado en las revistas digitales: Remolinos; Axolotl (revistaaxolotl.com.ar/ narr28-2.htm); Letralia (letralia.com/ed_let/angel/) y Ciberayllu (ciberayllu.org/Literatura/RI_Accidente.html).

@ Contactar con el autor: gocho123 [at] gmail [dot] com

📸 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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