relato por
Norberto Luis Romero

C

uando Frau Waltraud Tecker plantó el caballete en mitad de la calle, abrió su caja de oleos, el frasco de trementina, dispuso su colorida paleta y empuñó el carboncillo como quien esgrime un arma certera, los habitantes de las casas recogieron como mejor pudieron sus pertenencias y objetos más queridos y huyeron a toda prisa, antes de verse atrapados en el escueto espacio del lienzo. Mientras huían, en sus oídos rechinaban los rápidos y precisos trazos del carboncillo que abocetaban las nubes, las copas de los árboles, los tejados de pizarra, y cuando Frau Tecker cerró la composición por los cuatro costados equilibrando volúmenes y planos, un hombre solitario quedó atrapado en su casa, pues en el momento del desalojo, ignorante de ínfulas artísticas y víctima de una incipiente sordera que le impidió oír el roce del grafito, se encontraba en la alacena rebuscando una lata de guisantes para hacerse una tortilla. Percatado de su descuido corrió a la ventana e hizo desesperadas señas, pero Frau Tecker no lo vio, estaba absorta en su propio entusiasmo, sonriente, pletórica ante la hilera de señoriales casas de gusto exquisito que habría de inmortalizar para luego colgar en su salón. Desde entonces, Herr Schulze deambula en los estrechos límites del paisaje urbano de la elegante calle burguesa en el oeste de la pequeña ciudad de Bonn, una calle que en el lienzo abarca exactamente siete casas y media (incluida la suya), las que componen la hermosa vista en la cual el cielo comienza a colorearse del azul pálido y plomizo que Frau Tecker obtuvo mezclando azul cobalto, blanco en abundancia y una pizca de negro.

En el extremo izquierdo está el palacete italiano de los archiduques, cortado por el medio, en cuyos dormitorios se abisma la nada y cuyo medio jardín frecuenta como único consuelo a su soledad: el verde veronés de las acacias, las exquisitas rosas bermellón traídas de Inglaterra, la pérgola de buganvilla y la fuente cuyos chorros de agua de imprecisos matices no parecen fluir, pues a la aficionada pintora le cuesta reproducir el flujo el agua y sus transparencias con realismo. El personal de servicio, percatado a tiempo de las circunstancias y aprovechándose de la confusión, se refugió en el ala izquierda del edificio, fuera de la equilibrada y clásica composición, para no verse obligado a seguir a sus avaros amos y liberarse definitivamente de las malas formas de la archiduquesa italiana venida a menos, confiados en que conseguirán trabajo en otras casas donde, con toda seguridad, estarán mejor pagados y serán tratados con deferencia. La segunda casa, la más modesta, y de sólo dos alturas, es la del propio Herr Schulze, tal vez en la que menos para por ser motivo de su desgracia y porque se la sabe de memoria y en ella, lamentablemente, no hay nada que descubrir y apenas provisiones. Luego está la de Frau Adele Fenske, que salió apresuradamente arrastrada por el sentido común de su doncella, cuando la cogió de una mano y la sacó del vestidor donde requisaba los valiosos arcones, y no tuvo tiempo de llevarse ni sus joyas ni su valiosa colección de figuras de porcelana, de las que Herr Schulze, sin remilgos, hace añicos una pieza contra el suelo cada vez que desespera de su reclusión pictórica, como si se vengara de la autora con cada pastorcilla o angelote destrozado. O acaso su mal encaminada iracundia se deba al desplante que Frau Fenske le dio años atrás, cuando la invitó a tomar el té con abiertas intenciones sentimentales y ella se excusó diciéndole que la abnegación por su madre enferma le impedía adquirir cualquier compromiso que pudiera distraerla de su deber filial, mientras a escondidas se veía con un hombre que pertenecía al odioso y libertino mundo de la farándula berlinesa. Le sigue la de Herr Ludwig Meyer, banquero acaudalado, un solterón orondo que pinta canas y está plagado de manías, como la de llevar siempre guantes amarillos y estridentes corbatas de lazo doble, pero con un carácter jovial y dicharachero que atrae a los jovencitos, y donde Herr Schulze topó con enormes armarios de caoba repletos de recamados trajes de gala, finos zapatos de alto tacón y lencería de seda, una pasión secreta que el pobre hombre no pudo llevar consigo y ahora podría constituir motivo de tormento en el vericueto oculto de su conciencia, que antes lo fue de vanidad y morboso placer. En la espléndida y surtida cocina de la quinta casa, que habitaba la familia Hendrich, se endurecen en los frascos las galletas de mantequilla que Lieselotte elaboraba cada jueves con abnegado cariño de esposa y madre de cinco rollizos y rubicundos niños consentidos, y en las tazas de porcelana china se enfría y evapora el té de Ceilán depositando pozos que enturbian la filigrana de una delicada geisha. No hay secretos en esa casa, el aire se mantiene transparente y fresco, apenas huele a esencia de trementina como en las demás casas, y los cuadros de familia colgados en las paredes se agrisan poco a poco volviendo anónimos a sus protagonistas. Herr Schulze pasa mucho tiempo en esta casa donde acude a comer aunque cada vez con mayor dificultad, pues lo poco que queda se endurece, de acartona o rezuma aceite de linaza. Está seguro que ocurrirá algo semejante con los oleos y daguerrotipos, que se desvanecerán por efecto de la torpeza de la pintora para ejecutar caras y acabarán convirtiéndose en borrones aceitosos esbozados tras las ventanas siempre abiertas, con antepechos colmados de petunias. La casa número seis, cuyos postigos están entornados eternamente y corridas las espesas cortinas, pertenece a Herr Rüdiger Ullrich, un individuo corpulento, introvertido y sombrío, que perdió a su esposa en extrañas circunstancias y cuya vida social se remite al saludo de rigor cuando se cruza con un vecino en la calle; en el ático hay una puerta de roble macizo con seis cerraduras inviolables, y en el reverso se oyen por las noches débiles e inexplicables lamentos que a Herr Schulze le erizan el vello de la nuca; es por lo que, tras intentar infructuosamente abrir los condados con cuanta llave encontró por la casa, decidió no volver, convencido, además, de que las llaves correspondientes se las llevó el propietario en su huída.

Al principio no hubo problemas para conseguir comida y bebidas, las había en abundancia como es natural cuando se abandona repentinamente un hogar lleno de vida, pero a medida que Frau Tecker avanzó en la ejecución del paisaje urbano fue transformando todo lo comestible en oleosos sedimentos y cuanto estaba vivo en acartonados objetos decorativos. Habitualmente no se lo ve a Herr Schulze en el cuadro, ni siquiera Frau Tecker conoce su existencia, pues se niega a pintar personas porque es consciente de que lo hace mal, de saberlo haría algo por salvarle la vida: abriría por algún lado la composición, colocaría una puerta, un ventanuco, o una escalera en la medianería del jardín, aunque nada de esto exista en el modelo se permitiría una licencia.

Herr Schulze jamás pensó que hubiera tantos misterios en las vidas de sus vecinos, en esas casas conocidas de toda la vida, en la calle que le vio nacer y en la cual jugó al aro y al escondite con otros niños, y que ahora, a medida que pasan los días, cambia ligeramente de tonalidad, de textura, de volumen, y sobre todo de carácter, pues ha ganado en romanticismo lo perdido en señorío y racionalidad burguesa. Frau Ursula Fleckenstein es la propietaria de la sexta casa que, como el resto de los vecinos afectados, abandonó precipitadamente en compañía de Irmgard, su hermana mayor, y de su cuñado, quienes circunstancialmente se hallaban allí ultimando ciertos documentos familiares relativos a la herencia, es una de las preferidas de Herr Schulze, a la que más acude cuando no halla consuelo a su soledad y encierro, pues los padres de Ursula la reformaron antes de morir, y cree en la posibilidad de que exista alguna salida, acaso una puerta provisional practicada para entrar materiales que hubieran olvidado tapiar los obreros. Allí pasa mucho tiempo investigando concienzudamente las uniones del empapelado buscando la evidencia de un descuido que le brinde la libertad, pero por prolija que resulta su búsqueda, las paredes son sólidas y gruesas. Ursula Fleckenstein es por naturaleza asustadiza, temerosa de cuanto rumor apunta a presuntos ladrones y se ocupó con celo de dotar con fuertes cerrojos a puertas y ventanas y consolidar los muros. Por otro lado, en esa casa no abundan los secretos y por el consumado orden, la limpieza extrema y la ausencia de elementos provenientes del mundo exterior, todo parece indicar que el aburrimiento fue la tónica dominante de cuantos la habitaron. Los últimos en salir fueron los Schneebergers, dueños de la séptima vivienda, sabedores de que su casa había quedado en el límite exacto del lienzo y no les costaría nada atravesarlo con grandes baúles y maletas cargados de ropas y vituallas cuando la pintora aún no había dibujado la columna envuelta en hiedra que cierra la composición por el lado derecho. Lo hicieron preocupados, naturalmente, pero con cierto sosiego, pues poseen una amplia casa de campo en las proximidades de Bonn, donde vive una tía solterona con una importante renta y que los adora. A esta casa Herr Schulze acude cada tarde, cuando el sol se pone, y dirige su mirada hacia la supuesta libertad que se encuentra al otro lado de esa columna, y en sus ojos pueden adivinarse visos de añoranza e incipiente resignación.

Así está el panorama, no hay abertura por la que huir, para Herr Schulze no es posible abandonar la señorial calle que cada día cobra nuevos y más coloridos brillos, cuyos árboles resuelven su copa con una variedad de verdes inexistentes en las que ya no hay pájaros cantando, donde las luces y las sombras han dejado de cambiar a lo largo del día y las farolas ya no se encienden por la noche inexistente. Y allí está, hastiado de hacer señas a la pintora, de asomarse a las ventanas agitando los brazos, de dar voces mudas y saltos en la calle sin que ella lo advierta, pues siempre está enfrascada en los detalles, harto de vagabundear buscando algo de comer que se mantenga fresco, algún grifo del que salga agua verdadera, incluso hastiado de descubrir secretos en las seis casas y media, siempre con su lata de guisantes culpable en la mano, porque intuye que mantener las cosas en movimiento impide que perezcan en la inmovilidad de la pincelada, pero que no se atreve a abrir por miedo a que se cumpla su corazonada: encontrarlos resecos. Si tuviera una escalera podría huir por la medianera del jardín del invernáculo del palacete de la archiduquesa, donde se marchitan las flores sin consuelo, pero no hay ni escalera, ni puerta, ni cancela a la vista. No obstante, acaso resignado a su nueva situación, sopesa las desventajas y los pros y concluye en que el destino puso en sus manos la verdad de un deseo malsano que mantuvo oculto: entrar en las casas ajenas como un fantasma o un ser invisible y descubrir los secretos encerrados en ellas. Ahora puede hacerlo con entera libertad, ir de una casa a la otra con la tranquilidad que le otorga la certeza de saber que se encuentra solo en aquel tramo de calle, que nadie ni nada podrá detenerlo y menos aún ponerlo en evidencia. Si quisiera, podría pasearse desnudo entre los jardines, eso o cualquier otra cosa que antes tenía prohibida por las reglas del decoro y la convivencia. Podría hacer a la vista de todos lo que los demás hacen en la más estricta intimidad, eso y mucho más porque nadie puede verlo, pero Herr Schulze se conforma con llevar a cabo su más ansiado deseo: curiosear en las vidas ajenas impunemente, hurgar en sus trapos sucios y deleitarse con los inconfesables vicios ajenos con entera libertad y sin remordimiento. Pero merece la pena realmente, se pregunta cada vez que se topa con los panes que se resecan en las alacenas ajenas y la propia, cuando observa de qué infame manera las flores del jardín se acartonan y se vuelven artificiales bajo las pinceladas de Frau Tecker, cómo todo lo vivo deja de crecer y se paraliza, y cómo los objetos realzan su presencia con colores prestados que los vuelven imposibles. ¿No habría sido mejor que Frau Tecker hubiera preferido acercarse a orillas del Rhein y escogido como motivo de su cuadro la casa pintoresca de algún campesino? ¿Qué pasará con él si la pintora no lo ve, si no se digna a percibir los signos que él le envía para que se entere de su presencia, abra un resquicio en el cuadro y lo deje salir?

A pesar del temor que le produce aquel ático susurrante, tuvo que regresar a toda prisa a casa de Herr Rüdiger Ullrich en busca de la lata de guisantes que se dejó olvidada cuando intentó por última vez abrir los candados de la puerta de roble, pues corría el riesgo de que estos se resecaran, como todo lo que deja de moverse. Moverse, ir de un lado al otro constantemente es la única forma de evitar quedarse allí plasmado para siempre, inmóvil, prisionero de un cuerpo de dos dimensiones, y rogar que la pintora se demore, se entretenga en detalles, borre esto y vuelva a hacerlo, retoque y corrija, no acabe nunca el cuadro. Él está allí, en alguna casa buscando desesperadamente algún resquicio: una tabla floja en el entarimado, una puerta falsa oculta tras el empapelado o bajo una escalera. Una vez, corrió entusiasmado hacia una boca de alcantarilla que descubrió disimulada por un macizo de flores que hay en primer plano, se vio por un instante recorriendo oscuras y húmedas alcantarillas que lo conducirían a la ansiada libertad, pero al apartar las plantas comprobó que la tapa de hierro era sólo una mitad, que la otra mitad estaba fuera del cuadro y el espacio no era suficiente para introducirse en él. A veces Herr Schulze considera que si la pintora se detuviera a observar detenidamente su obra, si fuera menos ingenua y más crítica con su capacidad creadora y talento, dejaría de embelesarse en su propios escasos logros y repararía en los esfuerzos denodados que él hace desde dentro del cuadro para llamar su atención y ser visto, o notaría los otros cambios más sutiles, cuando esperanzado en una supuesta perspicacia de la pintora enciende un cabo de vela y hace que una ventana se ilumine suavemente, o bien cambia un objeto de lugar antes de quedar anclado a la tela, o abre unos centímetros unas cortinas aprovechando que la pintura está todavía fresca. Pero piensa también que si un día pudiera huir lo haría cargado con los remordimientos de los secretos ajenos, que convendría evitar manteniéndolos ocultos en los desvanes como estaban antes de que llegara Frau Tecker cargada con sus utensilios e ínfulas de paisajista, o que una vez en libertad podría cruzarse con los viejos vecinos y éstos no se atreverían a mirarlo a la cara, o se armarían de coraje para propinarle un golpe en toda la cara. Aunque también podría ocurrir que ellos ignoren que él no pudo escabullirse a tiempo, que se quedó atrapado, o bien que ni siquiera reparen en él, pues si lo piensa bien, sabe que nunca brilló por su notoriedad entre los vecinos y, por el contrario, la discreción fue una constante en su vida.

Deberá resignarse definitivamente a la estrechez de un espacio silencioso, inalterable y artificial, sin otra compañía que supuestos lamentos ocultos en un ático, condenado a vagar por siete casas y media llevando de un lado al otro el motivo de su desolación, esos guisantes que seguramente ya comienzan a fermentar en el interior de la lata que nunca quiso abrir por temor a que dejarán de ser comestibles, hasta que la pintora decida ejecutar la última y fatal pincelada.

separador relato Norberto

Norberto Luis Romero. Natural de Córdoba, Argentina, residió en España desde 1975 y actualmente en Alemania. Tanto sus narraciones breves como sus novelas han merecido reconocimientos por su estilo directo y ágil, además de su temática sorprendente, nada convencional y muy arriesgada. En 1983 publicó su primer libro de cuentos, Transgresiones, y en 1995 Canción de cuna para una mosca doméstica, premio «Tiflos» de libro de cuentos, publicado por la ONCE. En 1996 aparece El momento del unicornio, su libro de relatos más conocido y reeditado en 2009. A partir de 1996 no dejará de publicar continuamente, pues de esa misma fecha datan sus Signos de descomposición, en la editorial Valdemar, Madrid, donde en 1999 publicó su segunda novela La noche del Zeppelín y en 2002, la tercera: Isla de sirenas. En 2003 verá la luz la novela Ceremonia de máscaras y The last night of carnival, libro de relatos publicado en los Estados Unidos; y en 2005 la novela Bajo el signo de Aries en Madrid. En 2007, publicó el cuento Capitán Seymour Sea. En 2008 apareció en México el libro de cuentos El hombre en el mirador, y Emma Roulotte, es usted, Zaragoza, en 2009. En 2010 publica el volumen de cuentos The Arrival of the Autunm in Constantinople, en Green Integer, de California. En 2011 la novela Tierra de bárbaros, en Sevilla. Al año siguiente aparecen los libros de cuentos Istantanee d‘inquietudine en Italia, Un extraño en el garaje en Madrid, y la novela breve El lado oculto de la noche, en Granada; esta última es publicada en edición bilingüe castellano/inglés en California en 2015. En 2014 aparece en Italia el volumen de cuentos Un re capriccioso e indolente. Desde el año 2010 simultanea la labor de escritor con la de artista plástico, habiendo realizado exposiciones en Madrid y Colonia, y sus trabajos aparecen publicados en revistas de cultura de varios países.

 

🖌 Ilustración relato: Hypnosebild Fall F, 1953, By Martin Frisch (Martin Frisch collection) [CC BY-SA 4.0], via Wikimedia Commons.

 

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