relato por
María José Martí López
La primavera
El día amanece velado por las nubes pero a él no le importa. Me dice que si algo tiene la paciencia es que a uno lo va metiendo en cintura.
Segundo tiene por costumbre madrugar, encararse al día enérgicamente sean cuales sean las circunstancias que se presenten.
El alba ilumina muy tímidamente las casas del pueblo cuando sale del zaguán, deja la puerta entornada y tira un esputo a la puerta de enfrente. En cincuenta años no ha pintado la suya, y menos mal que la madera es tan noble que aguanta las inclemencias que le echen. La pintura y la limpieza no son aficiones de hombría; eso —dice— son mariconadas de hembra…
Es primavera, la tierra está en sazón y hay que sembrar los frutos de la huerta. Saturnina camina tras él, encorvada, con azadón en mano. El capacho de esparto cuelga de su ancha y huesuda muñeca. Hombre y mujer visten con idénticos monos azules de trabajo y un sombrero de paja que los protegerá del sol, si es que el sol se digna a salir entre las nubes de este lluvioso abril.
Sus figuras se pierden en la niebla que engulle el camino. Hace años que no se hablan. Dicen sólo las frases cortas que necesitan… por ejemplo: «Levanta de la cama», cuando él ya está levantado y quiere que ella haga lo mismo. O le pregunta «¿has cerrado el corral?, ¿diste de comer al cerdo?, ¿limpiaste la cuadra?, ¿dónde están mis calzoncillos?, ¿cuándo comemos?…».
Son frases que se responden fácilmente con un sí o un no. Hombre y mujer se llaman el uno al otro con airado gesto al que de improviso agregan alguna interlocución como: «¡Eh, oye, tú!», pero conversaciones, lo que se dice conversaciones, no mantienen…
Su casa es de muros anchos, de adobe y piedra. Tiene tres pisos y techos bajos, sustentados con deformadas jácenas de travina. Aunque pudieron ser familia numerosa, hoy sobra espacio y habitaciones. Ocho hijos parió Saturnina, dos de ellos muertos, a tres se los llevó la parca entre enfermedades y accidentes y ahora le quedan tres. El pequeño es heroinómano y está en la cárcel por ladrón. El mayor se casó y tiene tres hijos. El mediano salió estudioso y muy rebotado para entenderlo.
Mañana, el hijo casado vendrá con la familia. Se llama Bernabé y es el único que ayuda en las tareas del campo y la matanza. Se preocupa por sus padres. A veces, llega los viernes a media tarde y lo primero que hace es sacar el tractor del cuchitril. Habitualmente se le hace de noche removiendo las glebas de los almendros. Es muy trabajador, muy parco: pero honrado. La mujer es también hacendosa, se llama Pilar, pero la llaman Pili. Es de un pueblo cercano, y conoce bien la matanza del puerco y las labores del campo.
El sábado amanece despejado. Segundo lleva toda la maldita semana pensando en ir a las colmenas. Tiene a punto las nuevas cajas y me dice que hay que hacerlo pronto, porque, dentro de nada, los romeros estarán en flor y las abejas haciendo miel. Ayer regresó del monte con una bolsa sospechosa de la que sobresalía el rabo peludo de un zorro. Aún no sé dónde demonios esconde esas trampas, ni dónde echa o esconde los cuerpos del delito… Ellos tienen sus secretos.
El verano
En los calurosos días del verano las huertas son labor de ancianos madrugadores. Viene gente: más que en todo el año. A mediodía se levantan de la cama los nietos, la gente joven. A la una, la plaza está concurrida, pero la juventud tiene la vista perdida o fijada en sus teléfonos móviles. Caminan lentamente, con los pantalones por debajo de las caderas, escuchando música en diminutos auriculares, enseñando la rabadilla, la goma de las braguitas y los calzoncillos. Se sientan en el suelo, se reúnen en grupos, parecen cansados, aburridos. Miran y hablan, miran y hablan: no miran y no hablan…
Saturnina regresa del campo, prepara el sofrito, y, de paso, hace las camas y llama a los nietos que siguen sentados en un banco de la plaza. Cuando vienen les pone el almuerzo. En las cuatro últimas horas ha cosechado tomateras, pepineras y calabaceras; ha cavado a filo de azadón cien metros cuadrados de tierra, levantado veinte caballones rectos como maromas, y se ha dejado regando el huerto con el canalillo de la acequia. Ahora deja a fuego lento el guiso de patatas, se vuelve al campo de arriba, donde le aguardan el marido y el hijo para ir juntos a las colmenas.
Los chicuelos venidos de fin de semana o vacaciones siguen pasando dedos por las pequeñas pantallas de sus móviles. Algunos hablan solos, parecen ensimismados, pero es sólo la impresión, porque están chateando y aguardan la comida de las tres y media.
Alejandro, el mayor de los nietos de Segundo, tiene amigos en todo el mundo. Conversa con un compañero de clase que se encuentra de viaje en Nueva York, y sonríe a la pantalla, sentado al borde del único bancal que aún no se ha desmoronado. Su amigo le cuenta maravillas. «Nueva York es una pasada, tienes que venir, tío, no sabes lo que te pierdes…». Parece que para los jóvenes no hay distancias como para los viejos: no existe nada remoto… inalcanzable…
A mediodía, el tractor trae a la abuela Saturnina en el remolque. Delante van padre e hijo.
La nuera Pili sale de casa donde ha estado preparando una torta de lata para el postre mientras chismorreaba con las vecinas de los problemas propios y ajenos.
La tarde sigue siendo laboriosa para los mayores, y contrariamente, a los jóvenes no les ocupa nada. La mayoría aguardan a que llegue la noche, entretenidos con sus móviles, o aburridos por el pasmoso recogimiento del pueblo. Saturnina va a hacer la colada al lavadero después de comer, como es su costumbre, de rodillas y frotando con la pastilla de jabón que ella misma fabricó el pasado verano.
El día de la fiesta
El patrón del pueblo. La orquesta no comienza a tocar hasta la una de la madrugada. La bebida alcohólica se vende en la plaza, aunque muchos la traen del súper en bolsas de plástico. La bebida «legal» es vendida por los hijos treintañeros, cuarenteros y cincuenteros de todos los Segundos y Saturninas del pueblo, y así pagan la fiesta, la comida y la cena de hermandad, y de paso, se ganan unos eurillos que luego se reparten por si las moscas.
Esa noche, tras recoger la mesa con ayuda de la nuera, Saturnina ve salir a sus nietos repeinados y perfumados. A las doce, los jóvenes empiezan a tomar birras en el local social del pueblo. A la una, la orquesta comienza a tocar. Son canciones de siempre, de los años ochenta y noventa, las mismas de todos los años… A las dos, los jóvenes, de aquí para allá, hacen la calle o pendonean, borrachos como cubas. Algunos son muy jóvenes, demasiado: doce, trece, catorce… Unos vomitan ante las puertas de las casas, otros buscan las esquinas. Se orinan en cualquier sitio, se chutan en cualquier rincón. Tienen sed, mucha sed, pero no hay agua, la única bebida disponible en la fiesta se llama cubata y tienen que pagársela a quienes bien podrían ser sus padres.
A las tres, a las cuatro, a las cinco, a las seis… alguno ha traído maría y pastillas… llevan un buen colocón…
A las seis, el pueblo es territorio zombi. La orquesta deja de tocar.
A las siete, los niños borrachos se suben a los coches.
«Adiós, amigos, hasta otra».
En la fachada gris que da a la plaza, tras el balcón del primer piso, Segundo y Saturnina se dan la espalda. La cama está fría. A ella le duelen las vértebras y los brazos de jornalera. A él le crujen las lumbares. Antes de irse a la cama tuvieron cuidado de cerrar bien fuerte la madera del balcón, pero el ruido sacudía los cristales y penetró toda la noche por las condenadas rendijas.
A la mañana siguiente, lunes, toda la juventud duerme hasta la una o las dos del mediodía como consecuencia de la resaca, la mona… mientras en su función de anfitriones perpetuos, los viejos recogen el escenario del crimen y las inmundicias resultantes, escoba y recogedor en mano.
Dentro de dos días se repetirá la fiesta en otro pueblo, y dentro de tres o cuatro en otro. Julio y agosto son así, made in Spain, fiestas todos los días, bueno, mejor dicho, todas las noches.
Los ojos de Segundo parecen algo más que enrojecidos, no sé si por el sueño. Al cruzarme con él, le veo recogiendo una botella de vodka y dos vasos que alguien dejó anoche en su ventana. Acaba de pisar un vómito y maldice en un idioma extraño.
Saturnina, encorvada, viene tras él con el capacho de esparto con el que da de comer a las gallinas y a los pollos que guarda en los corrales de arriba.
La buena mujer no suele hablar mucho, pero en aquel momento pasa un avión y ella se detiene a observarlo, y yo juraría que entonces una lágrima resbala por su semblante impertérrito.
Ahí va su hijo mediano, el rebotado —suspira—: nadie lo entendía… excepto ella.
María José Martí López: «Nací en Valencia en los sesenta; mi vida transcurrió fuera del ámbito literario hasta que mi afición por la lectura me atrajo hasta aquí…
– I Premio «Antonio Machado en Rocafort», 2010. Accésit.
– V Certamen Poético de Silla, 2013, Ganador.
– Certamen Literario el Vedat, 2014. Finalista.
– Certamen Literario Tamariu, Gerona, 2015. Finalista.
– Certamen Poesía Pro-Mujer, Cartagena, 2015. Finalista.
– Dos relatos en el proyecto cultural «la madriguera de historias», 2014, 2015.
– Coordinación y presentación de ponencia en las jornadas de Escritores Pro Derechos Humanos, 2014.
– Desde octubre, 2014, diversas publicaciones en la revista Almiar y el portal Web Canal Literatura.
Y seguiré escribiendo…».
🖥️ Web de la autora: Con el cuento en los talones (https//conelcuentoenlostalones.blogspot.com)
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 81 / julio-agosto de 2015 – MARGEN CERO™
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