relato por
Sofía Gómez Sánchez

 

I

 

Quería escribir sobre La Habana. Como si no se hubiera escrito ya demasiado, como si no fuera un lugar común, no la ciudad, sino el que como viajeros veamos, volvamos y hablemos. Me pareció que la mejor manera de hablar de Cuba era hacerlo a través de sus mujeres, haciendo caso omiso a que se trata de un tema más revisitado aún. No es ninguna sorpresa, vi cubanas espectaculares. Podría haberme sentado a contemplarlas largamente si La Habana no ofreciera tanto para disfrutar y el tiempo no fuera, como siempre en los viajes, un enemigo. Recuerdo sobre todo a tres.

Una era una joven de unos dieciocho años, en short, con audífonos, rubia dorada por ese sol que calienta fuerte la tierra de Martí. Caminaba campante por la calle donde está Coppelia, la nevería más famosa de Cuba, con filas enormes en sus cuatro entradas, pues es del tamaño de una manzana. Es donde se conocen Diego y David, los dos protagonistas de la única película cubana que ha sido nominada al Óscar: Fresa y chocolate (1994), que dejó un set en medio de un edificio en ruinas, convertido hoy en uno de los restaurantes más costosos. «Ven y come mis entrañas», parece decir Cuba, queriéndolo o negándolo. Pero volvamos a la guarida de la rubia. Sus piernas eran rudas, enfundadas en el blanco que las resaltaba. La imaginé rodeada de muchos amigos universitarios, expectante de cuál sería el mejor a elegir. La llamaré Sara. Me pregunté qué planes tendría Sara. ¿Viajar a estudiar al extranjero? ¿Quedarse a adquirir ese bronceado digno de las mujeres habaneras, haciendo en su suelo lo mucho por hacer?

Pocos minutos después, cruzamos la avenida. Mi hermana buscaba desesperada unas cervezas. Cinco intentos de tienda en tienda y nada, la cerveza era lo que escaseaba esa tarde. Unos días antes, en Varadero, había sido el aceite para cocinar. Los amigos cubanos con quienes íbamos, tuvieron que hacer el cerdo con el aceite que una vecina les prestó y que destinaba a prender las velas para rezar a su santo —sobra decir lo gloriosa que estuvo la cena—. Yo, mientras tanto, esperaba la cerveza con una sed furiosa, en la banca de un parque entre la calle Veintitrés y avenida de los Presidentes. Allí, vi a una mujer de unos treinta años, que para mí se merecía, indiscutiblemente, el adjetivo de bellísima. Piernas largas y en tacones, esculpidas por un pantalón entallado de mezclilla gris, que convertía sus nalgas en lo mejor del escaparate —cada vez me gano más el linchamiento de las feministas a ultranza—. Una blusa que acentuaba su cintura breve y unos senos suaves y despiertos. Blanca, de pelo negro y largo recogido en una coleta. Me pareció la mujer más segura de sí que había visto nunca. Segura en medio del calor de las tres de la tarde, de una calle principal de un país no principal y pobre, pero fantástico, con mucho que contar. Un perfil afilado, un mirar también afilado de llamarse Claudia.

La última mujer que atrapó mi mirada, fue en un taxi que tomamos  al  día  siguiente  rumbo  a  La  Habana  Vieja. Viridiana —así la nombraré— estaba sentada en una vieja casa de Centrohabana, un barrio, que contrario a la restauración que se ha logrado hacer en La Habana Vieja, muestra las grietas, las ventanas con vista al cielo, los techos derrumbados y las puertas como bocas de lobo de la Revolución. Una revolución que fue tanto y de la que ahora quedan jirones atravesando la memoria y la vida de su gente. Centrohabana es bullicio, cantinas donde no entran los turistas, la rumba habitando alguna esquina, la venta de fruta en una carretilla; percibes, saliendo de una casa que no logras adivinar, el olor a santería, es un ir y venir entre tiendas que recuerdan los grandes almacenes de hace décadas y donde el sueldo de 400 pesos cubanos al mes, se siente. Viridiana era pues una reguetonera más de las que inundan la ciudad. Su carita era de pasaporte y revista, pronostiqué que su cuerpo también. Tenía unos labios carnosos, era morena, delgada. Con expresión de hartazgo de comenzar otro día atrapada en una isla avejentada, donde las palmeras de Miami no lucen en el malecón cubano que los sábados por la noche se llena de gente que no tiene dinero para ir a ningún otro lugar, mientras en un punto lejano, al fondo e imposible, ven el otro mundo: el del Hotel Nacional. Lleno del turismo más selecto. Hotel imponente, con vista al mar, sacado de una película hollywoodense de los años 30, en donde hasta hace poco se prohibía la entrada a los cubanos con la premisa de evitar la prostitución.

Maravillosa ciudad de los más burdos contrastes. Eso es La Habana; eso es Cuba. Por su parte, Sara, Claudia y Viridiana, viven sin saber que han sido aquí narradas, convertidas en un souvenir colgado en mi memoria.

 

II

 

Yo como mujer en la Habana. Esta segunda parte la quiero dedicar no a mí, sino a mi ser femenino en contraste con las mujeres cubanas. Para hacerlo tengo que dibujar una postal:

Una ventana pequeña al fondo de un baño de un departamento de los 40. A través de esa ventana se veía el atardecer ocultado por un gran edificio que estaba junto al mar. Era la tarde de un domingo. Me bañé en esa tina. El sol entraba quedito. No cerré completamente las pequeñas puertas pese a que alguien podía verme. Creo que no serían nada escandalosos unos pechos apenas tímidos angelillos que nada tenían qué decir al lado de tantos pechos respingados o extraterritoriales como eran los cubanos. El agua cayó sobre mí, que estaba llena de sudor viscoso de todo un día de trajín. Son de esos baños que recuerdas toda tu vida porque sientes que te lavan hasta los sueños. Volví a asomarme por la ventana, que terminé por cerrar al comenzar a enjuagarme, y vi los caseríos habaneros. Una casa que era un patio enorme, luego pequeñas casas derruidas mezcladas con caserones divididos en múltiples viviendas, como casi toda gran casa en La Habana. Terminé mi baño viéndome en un viejo pero bonito y enigmático espejo blanco adornado con dos pequeñas lámparas.

Me observé y me dije: la tierra se adhiere a los huesos, como el calor o la lluvia, como la lucha o la comodidad de los días. Algo de México habla por mis poros como por los de Sara, Claudia y Viridiana habla algo de Cuba. Descubrí que la sensualidad adjudicada a las mujeres de La Habana era resultado de su caminar al filo del malecón. El mar jala sus caderas y las balancea, lo hace con todo su cuerpo, pero el malecón las frena. La Habana está rodeada de un malecón que juega con la fuerza del mar sobre el cuerpo de sus mujeres, las hace frenar brusco antes de entregarse a las aguas por completo, lo que les otorga la seguridad de sus movimientos. Esa línea de piedra crea la sensualidad húmeda, rítmica y fuerte de las habaneras. Se me puede objetar que en muchas ciudades con mar hay malecones, pero ninguno como el de La Habana, ninguno que invite a irse y a la vez frene y haga permanecer con la misma potencia.

Yo como mujer en La Habana apenas pude aprender a contonear de una manera más melodiosa mis caderas; apenas comencé a comprender porqué Sara, Claudia y Viridiana fueron guiños hechos a mi piel, no como objeto, sino como mero fluir entre el agua y la tierra.

 

 

texto Sofía Gómez Sánchez

 

Sofía Gómez Sánchez (Jalisco-México, 1985). Licenciada en Letras Hispánicas
y maestra en Historia de México por la Universidad de Guadalajara.
Actualmente se dedica a la docencia.

Contactar con la autora: Mafaldaitineraria [ at ] hotmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Imagen por artemtation / Pixabay [CCO dominio público]

 

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