relato por
A. D. R.
L
a noche se presentó más lluviosa de lo que esperaba, y Alberto deseó que los invitados no se retrasasen demasiado.
Volvió a mirarse al espejo del cuarto de baño. Se untó más gomina, se volvió a rociar con perfume Tommy y comprobó que el cuello de su polo sobresalía lo justo del jersey.
Normalmente, Alberto no solía ser tan exigente con su aspecto en su propia casa, pero aquella noche sus amigos decidieron que con la lluvia y el frío era mejor cambiar los planes de sábado-noche-en-el-billar por sábado-noche-en-casa-de Alberto. Todos sabían que, desde hacía años, los padres de Alberto pasaban todos los fines de semana en su casa de la playa de Rota.
Una hora antes de haber quedado, Alberto llenaba de agua el molde del hielo, ponía la calefacción a 22º, preparaba los discos al lado de la minicadena, y mullía los cojines de los sofás.
Como esta tarde estaba particularmente nervioso, terminó el ritual media hora antes de la cita y decidió matar el tiempo viendo las fotos que la tarde anterior había metido a su móvil Motorola último modelo, regalo de sus padres por sus inmejorables notas de febrero.
Empezó por su favorita, Fanny en la playa. En ella, la chica aparecía con un minúsculo bikini rojo, tumbada en la arena, con unas enormes gafas de sol tapándole media cara, ajena al hecho de que su amigo le estaba haciendo una foto.
La siguiente, era un retrato de todo el grupo. Los siete amigos sonreían a la cámara con las caras rojas como tomates.
Se habían conocido en primero de Bachiller. Cada uno provenía de un colegio distinto y tenían diferentes intereses.
El denominador común que los unía, era el hecho de que habían sido cada uno el primero de su promoción, e incluso varios de ellos habían hecho historia en su centro con su expediente sobresaliente y limpio de cualquier falta.
Cada uno destacaba por algo, y eso les hacía sentir especiales aunque fuesen conscientes de que el resto de los intelectos que los rodeaban podían ser superiores al suyo.
Los profesores se extrañaban de su amistad. Dentro de sus características comunes estaba el de la competitividad, por eso machacaban cordialmente a los compañeros que osasen competir con cualquiera de ellos en lo que era considerado su fuerte, su seña característica.
Se sentían interiormente asustados de que alguien rompiese su círculo, demostrando que superaba en algo a uno de sus miembros, y se desequilibrase la balanza de virtudes que hacía que se tolerasen unos a otros. Nunca, ningún condiscípulo de los 2 años que duró el instituto, tuvo la valentía suficiente como para desafiarlos. Se mantenían al margen y hervían de rabia al ver sus resultados, pero nunca se les pasaba por la cabeza alcanzarlos ni de lejos. No, lo mejor era que los escorpiones se envenenasen unos a otros, y que cualquier día el invisible hilo que los unía hipócritamente acabase por ahogarlos. Pero aquello aún no había ocurrido.
Ya estaban en segundo de carrera, y religiosamente, continuaban reuniéndose los sábados por la noche, tranquilos de que el tiempo no iba a perturbar su amistad.
A las 8, Alberto aburrido daba vueltas por su chalet de tres plantas, comprobando que todo estaba en su sitio, y es que una característica aprobada por el grupo era que Alberto sabía ser un buen anfitrión.
El timbre sonó a las 8 y veinte.
Alberto sabía de antemano de quién se trataba, nadie llegaba nunca temprano salvo ella. Aura apareció tras la puerta de caro roble de Alberto, con su habitual sonrisilla de Mona Lisa.
—Como siempre llego la primera, ¿no Alberto?
Aura no lo decía, pero en realidad se hubiese sentido ofendida si no hubiese llegado ella en primer lugar. Miró alrededor. Le gustaba mucho la casa de Alberto, pero eso sí, nunca se le hubiese ocurrido decírselo.
Se quitó la bufanda azul cielo del cuello y la colgó en la silla donde había decidido sentarse aquella noche.
—Los demás no van a tardar en venir —se apresuró a decir Alberto.
No sabía exactamente el porqué, pero siempre había sentido recelo hacia Aura. Sabía de sobra su mala intención y el doble sentido que tenía ella en cada palabra que pronunciase, y no es que no supiese contestarla ¡qué va!, la dialéctica y la diplomacia era el fuerte de este futuro abogado criminalista, sino que intuía que ella no iba a jugar limpio, que le daría un golpe bajo, y es que a Aura pocas cosas se le escapaban.
Solía erizársele el pelo rizado de alegría cada vez que escuchaba algún chisme interesante, y se estremecía imaginándose lo que eso le traería, y es que como ella solía decir a sus amigos «la información del otro es poder».
Así que Alberto estaba tenso ante ella y deseaba en silencio que llegasen el resto, mientras Aura se entretenía escrutando las fotos que tenía él sobre la mesa camilla.
Ese cuatrimestre, Aura estaba estudiando el poder de la imagen en su carrera, Publicidad, y no faltaba nunca ocasión para que ella pudiese alardear de sus nuevos conocimientos para la manipulación mental de la sociedad.
Para alegría de Alberto, el timbre volvió a sonar. Abrió la puerta rápidamente. Mario se asomó:
—¡Hola! —exclamó.
Alberto le estrechó la mano y Aura se acercó a darle dos besos. Pero al segundo beso en la mejilla, aparecieron Carolina y Juanma, la única pareja del grupo. Tras todos los saludos de rigor, Alberto alzó la voz.
—Podemos ir preparando las cosas, están en el salón.
Los amigos fueron hacia allí. Encima de la mesa, Carolina encontró una enorme caja colorida, la cogió dulcemente y con su principal encanto (la voz) leyó en alto:
—Monopoly. ¡Ahh! Yo jugaba con mis hermanos a este juego, ¿no es un poco antiguo?
—Es clásico —dijo Juanma—, y a mí me encanta, pero va a ser muy largo…
—Nos podíamos tirar toda la noche aquí para terminarlo —dijo Mario.
—No creáis —dijo Aura maliciosamente—, os voy a ganar en un momento, siempre que me dejéis pedirme el zapato de bailarina…
—Claro —dijo Mario.
Mario a veces odiaba la actitud que mantenía Aura. Siempre tenía que ser ella la que escogiese primero. Desde luego el zapato de bailarina como ficha le repateaba, pero hubiese disfrutado negándoselo, sólo para verla perder.
—A mí me gustaría el sombrero —dijo Juanma.
—La chistera —corrigió Aura.
Juanma no le prestó atención. Quizás si lo hubiese echo, si la hubiese mirado a los ojos, se habría dado cuenta de que la intención de Aura no era corregirle, sino que ansiaba que él la mirase, atraer su atención.
Carolina, tras sus gafas, miraba el resto de las fichas.
Aura no podía comprender cómo Juanma podía estar con ella, ¡si no pegaban! Él era un chico divertido, muy inteligente, que caía bien, mientras que ella era sosa y aburrida, ¿cómo podía preferirla?, claro que Juanma no tenía ni idea de que ella, Aura, le gustaba.
Si al menos realmente Carolina y él formasen el círculo imaginario que se forma alrededor de los enamorados… pero no.
Aura creía mucho en su intuición, y ésta le decía que había algo que no cuadraba.
El timbre de la puerta volvió a sonar.
Los que faltaban, Fanny y Arturo entraron en el salón cuando Alberto les abrió. Fanny era una chica rechoncha, de cara redondeada y pelo castaño claro recogida en una coleta. Saludó a Alberto con un abrazo algo más que amistoso, ella estaba al tanto de que le gustaba. ¡Era tan fácil saberlo!, los chicos solían azorarse cuando ella se encontraba cerca.
A decir verdad, Fanny no era guapa, ni siquiera bonita, pero a los 13 años había decidido no quedarse sólo con el sobrenombre de empollona, y como no estaba segura de que pudiese destacar en otra cosa, eligió el papel de chica ligona para sentirse mejor. En las fiestas acostumbraba a alternar y sabía que los chicos hablaban sobre ella en los vestuarios, pero aquello era el precio de ser la más atendida y ella lo aceptaba.
A veces sentía enormes celos de Aura, que siendo bonita también sabía destacar por su labia, y todos la consideraban como un enigma que sonreía con boca de media luna.
La santurrona de Carolina, a pesar de su escasa gracia tenía novio, y eso inspiraba cierto respeto. Sólo quedaba ella con sus ligues ilícitos. En el fondo de su mente soñaba con la idea de ser inaccesible, y reírse para sí con cada pretendiente al igual que hacía Aura, en vez de decir siempre «Sí».
Pero esto nadie lo sabía claro.
La consideraban poco menos que una zorra.
Pero a lo mejor Alberto no la consideraba como tal, o quizás no era más que el resto…se proponía averiguarlo aquella misma noche.
Arturo saludó con la mano a todos y se sentó entre Aura y Carolina.
—¡Bien! Ya estamos todos —dijo felizmente Alberto—. ¿Empezamos? ¡Yo me pido el coche!
Cada uno escogió su ficha.
—El menor de edad, según la tradición, debe empezar… —dijo Arturo y miró a Aura.
Aura se sintió enormemente complacida, y cogió los dados de la mano de Arturo. El corazón de Arturo se estremeció al contacto de los dedos de Aura sobre la palma de su mano.
La partida comenzó.
Al poco tiempo la chistera de Juanma consiguió adelantar a los demás y llegó hasta la calle Serrano.
Mientras Juanma hacía la transfusión de dinero, pensaba que le hubiera gustado más coger como ficha el zapato de bailarina de Aura. Ya lo tenía claro, pero ahora lo importante era disimular.
Por eso hace cuatro meses había decidido guardar el secreto en el fondo de su alma, y pedirle a Carolina que fuese su novia. Carolina, sabía, era muy frígida y no le exigiría demasiado en el aspecto cariñoso, se conformaba con cuatro besos, y él para no levantar sospechas se los daba. A veces Juanma se deprimía pensando que su vida sería eso: esconderse y ocultar sus verdaderas inclinaciones, pero al menos con Carolina le sería más fácil disimular… Mientras, Carolina cogía la tarjeta de «suerte» y se sonreía pensando en lo estúpidos que eran todos ellos, en especial Juanma que la creía una tonta.
Siempre había sabido que Juanma era gay, pero el ser su novia durante algún tiempo (pensaba cortar al año y 2 meses), le proporcionaría cierto estatus, haciéndola más atractiva a los ojos de Arturo. Al parecer sólo ella era consciente de la máscara de Juanma, pensaba, mientras hurtaba varios billetes de 100 del banco, y es que era tan fácil estafarlos…
Alberto rio entre dientes cuando tuvo que apoquinar 300 a Aura, por su estancia en el hotel de la Gran Vía.
—¡Al menos tu puedes permitírtelo! —dijo Mario divertido.
—Sí, esto se parece a la vida real… —dijo Aura.
Todos enmudecieron y Mario frunció el ceño.
Mario no era como ellos en ese aspecto. El provenía de una familia muy humilde que a duras penas llegaban a fin de mes. Los demás pensaban que Mario había tenido mucha suerte al encontrarse con ellos, a lo mejor, su baja condición económica lo hubiese conducido a la drogadicción o la mediocridad intelectual, pensaban, sí, que Mario tenía muchísima suerte de estar entre ellos.
Esta vez Aura sabía que se había pasado, que ese tema era tabú. A veces Aura se daba cuenta de que tenía la boca demasiado grande, tenía la sensación de que todos la odiaban en realidad, quizás le tenían envidia por sus triunfos, y esa noche se uniría uno más a su lista: estaba ganando la partida. A Alberto le hubiese encantado que Aura hubiese desaparecido en ese momento.
En realidad le hubiese gustado que todos ellos desapareciesen. Sólo le gustaba Fanny. Ni Mario, ni Arturo, ni Carolina, ni Juanma y mucho menos Aura, le caían bien. ¡Malditos gorrones! ¿No podían coger sus cosas y dejarle a solas con Fanny?
Fanny estaba prácticamente en la ruina. Sabía que era un comportamiento infantil, pero no podía evitar sentirse en ridículo. No era sólo por perder la partida de Monopoly, sino por lo que ello representaba. No sólo no se sentía al nivel de ellos, sino que los demás parecían que trataban de recordárselo continuamente: «¿Cómo puedes comparar la carrera de Magisterio con la de Publicidad?, si yo tuviese tanto tiempo libre también me haría mechas y me pintaría las uñas…», había dicho Aura el día anterior cuando Alberto había elogiado su nuevo Look.
En la mente de Fanny fue abriéndose camino la idea de que quizás lo del juego había sido ideado por Aura para dejarla en ridículo… Así que se regocijó más de lo normal cuando el zapato de bailarina cayó en sus dominios.
—¡Son 200! —dijo Fanny con énfasis.
Aura no estaba de buen humor. Juanma no la había mirado ni una maldita vez en toda la noche.
—Con esta miseria no te vas a salvar —le dijo cortante tendiéndole el falso dinero.
Fanny le lanzó una mirada que quemaba.
Arturo sentía que algo iba de mal en peor… todos estaban cansados. ¿Qué hora sería?, había esa noche como una carga en el aire. Una carga que iba aumentando con el paso de las horas. «Quizás nunca nos hemos llevado demasiado bien», meditaba mientras cogía una carta de suerte, y sentía las miradas de sus amigos intrigados esperando saberla.
Carolina estaba lanzada aquella noche. Había robado más dinero del que había ganado con su mísero barrio de Lavapiés. Sabía que la consideraban una mosquita muerta, por eso sentía cierto consuelo haciendo trampa delante de las narices de sus amigos, e incluso llegó a desear que la pillaran, sólo para ver sus caras de incredulidad.
Alberto sabía que ese juego maldito le tenía hechizado. Simplemente no podía permitir que Aura le ganase. Fanny, Arturo y Juanma estaban prácticamente en la ruina, mientras que Carolina extrañamente, había amasado una pequeña fortuna con su pequeño barrio de Lavapiés. Era Aura su verdadera rival.
Se mantenía orgullosa frente a su imperio de casitas verdes y rojas. Llegadas las doce de la noche, Arturo se aburría y se preguntaba cuál de los dos Aura o Alberto conseguirían el monopolio para que el juego terminase de una vez.
No le gustaba ni una pizca el dichoso juego. Había conseguido prender la chispa que habitaba en cada uno de ellos, haciéndose ver, quizás por primera vez, lo que se escondía entre sus reputaciones, desnudando sus almas ante un simple juego de mesa.
Aura estaba más cortante y cruel que nunca, Alberto había perdido toda su educación y soltaba groserías sin ton ni son, Carolina se entretenía cometiendo robos absurdos en la banca, Fanny estaba más deprimida que nunca, y su alegre máscara se había echo añicos, mostrando el complejo que había albergado en su interior durante muchos años, y finalmente Juanma, estaba tan raro… Arturo tenía la sensación de que no quitaba sus ojos de él. La última tarjeta de «Suerte» fue cogida por Aura, que rió de satisfacción al revelarla a sus amigos, que leyeron: «Ha ganado 1.000.000 en el Casino de Montecarlo».
Y así terminó el juego.
Aura había ganado, aunque no estaba realmente feliz porque Juanma no la había mirado ni una sola vez, pero ella, poseedora de un instinto femenino infalible, adivinaba que su estrategia consistía en ignorarla durante toda la noche como manera desesperada de aplacar su pasión cada vez más aguda hacía ella. Claro, era un chico con novia. Pero tarde o temprano terminaría por convencerse que ella era mucho mejor que Carolina en todos los sentidos. Aura deseó que no tardase mucho en decidirse.
Fanny se despidió mascullando una pequeña excusa sobre sus pequeños sollozos durante la partida.
Juanma estaba resuelto a no salir del armario nunca, a permanecer siempre al lado de la buena y legal Carolina. Hasta podría casarse con ella con el tiempo.
Mientras, Carolina se ponía el abrigo pensando en lo bien que dormiría aquella noche, tras recibir el monótono SMS de Juanma convenciéndola de lo mucho que la quería.
Mario tramaba secretamente cambiar de amigos. Aquellos no le convencían. Se trataban de un montón de pijos aburridos, y él valía más que eso, decía para sí.
A la una de la madrugada, sólo Alberto quedaba ya en la casa, recogiendo. Había perdido doblemente: el juego y la esperanza de algo con Fanny. Mientras guardaba el Monopoly en el armario, reflexionaba: «Al menos tengo buenos amigos, de esos que sólo encuentras una vez y en los que puedes confiar…».
A. D. R. es el seudónimo de una autora que vive en Sevilla.
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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 64 / mayo-junio de 2012 – MARGEN CERO™
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